
Jaime Garza / SOY ROBOT
Aún cuando el hombre, en su búsqueda por notoriedad, pudiera llegar a destruir este y otros planetas, siempre habrá un agujero negro tratando de acomodar las cosas en su justo espacio. Un corrector de estilo en una esquina del cosmos, lejano y silencioso, esperando a que el hombre escriba en las estrellas.
Jaime Garza.
Para el que no sepa nada de esto, lo que sigue y lo de antes y toda esta maldita historia le parecerá una cosa de locos.
Ray Loriga
Es mentira que las computadoras tengan memoria
Gigí se suicidó. Jaime me dijo que como David Carradine. No sé, entonces jugábamos a ser muy jóvenes y una muerte no podía ser sólo una muerte. Nuestra generación estaba hecha para no olvidar los recuerdos de otros: teníamos computadoras, cedés, post-its, clasificaciones alfabéticas, tablas numéricas, puntos cardinales. Jaime estaba ahí, además, para ordenarlo todo. Entonces hubo una falla en el sistema. Jaime también se suicidó. Como en los bucles de memoria de Philip K. Dick, toda esa información se perdió en el ciberespacio.
Cuando Napster nos trajo las canciones, se llevó los discos
Me dice Arturo que Jaime era un obsesivo del orden. “Le enfadaba mucho que dejaras un cedé fuera de lugar. Los tenía clasificados en orden alfabético”. El nuestro fue un universo desordenado de referencias culturales anglosajonas. A Jaime le costó una década ponerlo en orden. Era una tarea titánica para una generación que armaba sus álbumes con los destajos de Napster. No sólo había que encontrar las canciones de la misma producción, había que prestar atención al bitaje. Miles de canciones sin un orden concreto, sin otra narrativa que nuestro afán (nuestra prisa) por entrar en contacto con otra cultura. La obra de Jaime está desparramada, como esta ciudad: en su colección de objetos raros, en su música, blogs, fanzines, mascotas, drogas, en el último gesto que tuvo para sus amigos: “Chicos, les digo adiós. Son lindísimos pero así son las cosas. Los que me conocen saben dónde localizarme”. “¿A dónde vas?”, le preguntó Odvidio Reyna por Facebook. “A donde el viento y el dinero me lleven. Casi siempre es a un Oxxo”. Jaime siempre tuvo el don de la frase, como J.D. Salinger, Chuck Berry, Ray Loriga. Por eso nos hicimos amigos.
“Las palomas tienen alas, los palomos asesinan por contrato”
A finales de los 90 Monterrey era una ciudad reaganista donde las cosas eran más importantes que las personas, con una fachada de progreso material pero infinitamente tercermundista. Una mala copia de San Antonio. Si la generación Kronen, allá en España, se abría con desencanto a Europa, la generación del TLC, acá, se abría a Estados Unidos. Un Estados Unidos postindustrial e informático. Esa fue la modernidad del postsalinismo: una modernidad que nos ligaba culturalmente a un país desencantado, que ya sólo se sostenía en el simulacro. Nos tomó mucho tiempo comprender los relatos de David Foster Wallace, las novelas de Bret Easton Ellis. Cuando Jaime lo hizo, se puso a recorrer los mercaditos de su colonia. Intuiría que para ordenar esta ciudad había que empezar por los objetos del pasado inmediato. No podía hacerlo a través de la historia. Había que empezar por los materiales de descarte. Siempre creí que de allí surgieron el blog Soy Robot y el grupo Los explotados. Como todo desencantado, Jaime era un moralista: sus palomos eran los justicieros de la barbarie regiomontana.
“Lo peor de todo”
Traigo una llanta de refacción, un presupuesto de 600 pesos y 150 pesos en la cartera. Llueve. Llueve como si esto fuera a terminarse mañana y algún personaje oscuro hubiera decidido desmontar las calles, rematarlas en la última gran venta nocturna. Hace unas horas dejé medio rin en un pozo. Intento despedirme de Jaime, dejarle algo más que un like en el muro. Han pasado quince o dieciséis años desde la última vez que nos vimos. Desde los tiempos de la revista Cigarros. O después. Pero no mucho después. En esa ocasión vimos un documental de Nirvana en su departamento. Yo quería huir de tanta soledad en la pantalla, así que me fui a lavar la cara. En el baño hojeé La melancólica muerte del Chico Ostra, de Tim Burton. Años después me preguntó por Internet si me había gustado. “Es raro que la gente lea los libros que dejas sobre el tanque del agua.” Le contesté que sí, que me había gustado, aunque no recordaba nada, sólo que lo había dejado en la mesita de las toallas.
Pasaron los años. Estábamos lejos de Kurt Cobain, Douglas Coupland, Stephen King, Harmony Korine. Estábamos lejos pero conectados. Puse en venta unos acetatos. Ordenó dos sin concretar la entrega. Yo le fui dando largas al asunto. No sabía qué decirle después del abrazo. Con el tiempo todos aprendimos a ir solos al Oxxo. Ya nunca volvimos a comprar Marlboro rojos. Luego recibí un mensaje: “Jaime se suicidó”. Pensé en David Carradine. Rogué por una muerte que lo hubiera entusiasmado.
Releo a Loriga: “Lo peor de todo no son las horas perdidas, ni el tiempo por detrás y por delante”. No, lo peor de todo son los discos que no llegan o llegan a destiempo. Lo sé porque dejé dos en el ataúd del Morzo. Jaime Garza se fue y sus cosas están a la venta en Internet. Está bien. Posiblemente ahora que han sido ordenadas podamos recuperar la historia de nuestro paso por esta ciudad.
*Publicado en Vida Universitaria 287.