
Entré a la oficina del señor Director empequeñecido por la constricción de no haber realizado mi trabajo por el que se me pagó. Al abrir la puerta caminé encorvado hasta una de las dos sillas frente a su escritorio. Mi encorvamiento no era sólo señal de mortificación, sino porque el techo en la oficina del señor Director es anormalmente bajo.
Él se levantó para recibirme lo más calurosamente posible. Estaba regiamente blanco dentro de su traje oscuro. Yo me detuve en el lugar en el que estaba. Era ya entrada la tarde. Muchos de los empleados se habían marchado y el edificio estaba apacible y silencioso. Escogí esa hora para hablar con el señor Director porque cuando caminara hasta mí haciendo rechinar sus mocasines sobre el suelo de madera sabría qué esperar de él. He aprendido a reconocer a cada uno de los empleados a través del sonido que provocan sobre la superficie de ese despacho. Incluso puedo adivinar la actitud con la que caminan: si están pesarosos o alegres, si acaban de ser reprendidos o recompensados, si van a exigir un aumento o presienten el despido.
Por eso supe de la sinceridad del señor Director al levantarse y saludarme con calidez. Aunque me tranquilizó, me contrarió saber que tendría que corresponder a su empatía con decepción. Habría sido más fácil si el señor Director hubiera estado melancólico, retraído y azul; sumergido, como a veces lo está, en pensamientos profundos y de penitencia.
Me invitó a sentarme con un gesto. Yo agradecí no tener que permanecer encorvado durante más tiempo. Tenía una hermosa hoja en blanco sobre el tapete de su juego de oficina. Era un papel delicioso. Ahuesado. Opalina de alto gramaje. Pensé que el señor Director no había escrito en él porque le daría tristeza arruinar la blancura amarfilada del papel.
Me dijo que estaba ansioso de leer mi artículo. Movía mucho los labios y decía muchas cosas pero yo solo entiendo eso. Me preguntó si tenía ahí mismo las cuartillas, que le encantaría leerlas en ese preciso momento.
Verá, señor Director, dije. Él apoyó los codos sobre la mesa y a través de sus lentes vi sus ojos entornarse y mirar por encima de mi cabeza, como miran las novias a sus amantes, como si algo más grande que yo estuviese de pie detrás de mí. Yo no empecé de inmediato. Tomé tiempo para seleccionar mis palabras. Buscó en mis manos las cuartillas escritas. Verá, señor Director, no pude escribir nada.
Su decepción se borró en un parpadeo. La reemplazó cierta sorpresa e incredulidad. Pero, preguntó, ¿se le entregó el cheque por adelantado? No era ningún reclamo. Era una duda genuina. La forma en que se inclinó sobre la mesa así me lo confirmó. Temió que mi falta de escritura era motivada por la falta de pago.
Sí, el cheque se me entregó y lo hice efectivo ese mismo día, le respondí. Él se relajó sobre su silla, pero quedó expectante y amarillo.
Verá, señor Director, repetí. Tuve muchas ideas. Pero no cualesquiera ideas. ¡Ideas fabulosas! Grandes ideas para redactar artículos conmovedores, dije. ¡Ah, artículos conmovedores, eso es justo lo que quiero!, dijo él con una voz tan queda que era más bien un comentario al margen de mi discurso. Artículos llenos de inspiración y palabras dulces. Palabras tan suaves y dulces que invitarían a todos los lectores de su periódico a paladearlas en la boca, moviendo los labios para sentirlas como un caramelo.
Él entornó aún más los ojos al cielo y clamó como en un murmullo de oración: ¡Ah! Palabras dulces como caramelos, eso es lo que quiero, sí. Lentamente se iba poniendo anaranjado.
Pero, señor Director, al llegar el momento de escribir todo se detenía. Mi cuerpo holgado se paralizaba. En las hojas comenzaba a aparecer una sombra negra. Es como si estas grandes ideas maravillosas no cupieran en el lenguaje. El idioma es insuficiente. La forma en que me colman mis ideas es tan enorme, señor Director, que el solo hecho de imaginar escribirlas me repugna. ¿Cómo expresar la maravilla, la inspiración, la dulzura? Pues siento dentro de mí tal hartura, tal falta de hambre, que me quedo en silencio durante horas viendo el papel y leyendo en su blancura todos los libros del mundo. ¡Los libros más hermosos que he leído nunca, señor Director! Comprenderá que en tal estado de ánimo me es imposible escribir. Estoy lleno y esa plenitud me impide cualquier ejercicio productivo.
El señor Director se quedó suspendido en un violeta claro. No supo qué hacer. En sus ojos vislumbré un chispazo de envidia. ¿Y el dinero?, preguntó muy quedo. Yo miré al suelo y subí mis manos al escritorio para mostrar mis palmas vacías y en actitud plañidera confesé que me lo había gastado.
Él no se inmutó. Quedó de un morado profundo, como se ven las moras a la sombra del crepúsculo. Apenas dio un suspiro grave y metiendo su mano derecha en el interior de su traje oscuro sacó un billete de alta denominación de su cartera y lo puso sobre el papel blanco. Guardó silencio aunque sus labios temblaban como si lamiera palabras sordas y dulces. Poco a poco fue recuperando su color blanco.
Toma, dijo al final. No puedo aceptarlo, señor Director, ¡su comprensión es ya mucho para mí! No lo merezco, murmuré mientras guardaba el billete en mi bolsillo.
Se renovó el silencio y deseé que el señor Director, amarillo de nuevo, se levantara de su escritorio para escuchar sus mocasines sobre el suelo y saber exactamente qué pasaba por su cabeza.
Escribiré el mejor artículo que usted haya leído, señor Director. Ya lo verá. Mezclaré historia y poesía, ternura y gravedad, llamaré a los prohombres a mirar el espíritu de los tiempos, las almas todas sentirán exhortadas a debatir. A voltear las cabezas los unos a los otros e interrogarse las preguntas más hondas y calamitosas. Ya lo verá usted, señor Director. Tendrá que reimprimir el artículo en la edición vespertina. A su lado, las noticias palidecerán como palidece el mundo de las formas temporales ante el Reino de las Ideas Eternas.
Así será, no me cabe duda, dijo al levantarse el señor director. Me acompañó a la puerta. El sonido de mis propios pasos sobre la duela me impidió escuchar el timbre de los de mi acompañante. Lo vi de un rojo saludable, llameante. Aunque estábamos encorvados por lo bajo del techo, lo vi recio y fuerte como un sabino. Me apretó la mano y cerró la puerta tras de mí. Yo me quedé quieto fuera del despacho para escuchar el rechinido sobre la madera y verlo a través del cristal de la puerta. Murmuraba palabras dulces e inaudibles y extendió con sus manos sobre el papel blanco de su escritorio. Estaba satisfecho. Muy satisfecho. Lo mismo que yo.