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Tiempo de floración: Habitar, pensar y construir en Monterrey

febrero 21, 2016Deja un comentarioArtículosBy Ximena Peredo
FONDO EDITORIAL NUEVO LEÓN

FONDO EDITORIAL NUEVO LEÓN

El análisis “moderno” de la realidad tiende a ser catastrofista porque es absolutamente antropocéntrico. Si el futuro depende de este primate loco, mal humorado e inocente que vemos todos los días asomarse en el espejo, la cosa se pone mal, pero el panorama se pone peor cuando asumimos que dependemos de una red incontrolable de relaciones que no decidimos y de la cual —¡qué horror!— depende nuestra subsistencia.

 

Si analizamos el mundo o la ciudad a partir de sus habitantes humanos entramos al interminable juego de las proyecciones. De la forma en cómo nos vemos, vemos al mundo. Nuestra personalidad marca nuestras angustias sociales. Lo que estoy diciendo puede parecer a muchos una obviedad pero para mi es apenas un hallazgo: para accedernos a un mejor futuro, hay que pensar lo menos posible en nosotros.

 

El antídoto es contemplar a los otros habitantes: cucarachas, palomas, huizaches. El remedio es ponerles atención, agacharnos en cuclillas, conocer su línea evolutiva y reconocernos tan parecidos, sobar sus pétalos.

 

La Ciudad no es territorio dado, ni realmente existente, es una ficción tan inverosímil como casi todo el proyecto modernizador que depende de la fe, de la simulación y de la violencia selectiva colectiva. La Ciudad es un acto de imposición sobre los otros seres no humanos que deambulaban, distraídos, por el territorio que el conquistador quiso para sí: Nuestra Señora Metropolitana de Monterrey, dijo, y el conjuro se posó sobre todo lo viviente.

 

En el año 16 del siglo 21, cuando la crisis acusa a la debacle de todo un proyecto civilizatorio racista, capitalista y patriarcal, conviene poner la mirada a salvo: qué les parece si trepamos por un tronco y subimos a la copa de un Chaparro Prieto para recargar las fuerzas mientras se nos ocurre cómo vamos a desaprender a vivir.

 

Oswaldo Zurita tuvo un propósito muy claro cuando decidió publicar su Guía de árboles y otras plantas nativas en la zona metropolitana de Monterrey (Fondo Editorial Nuevo León, 2013). Él quería, según me platica, popularizar el conocimiento sobre árboles y plantas de la región para valorarlas, preferirlas y saber plantarlas. Si a la Ciudad le urgen árboles, como es evidente, había que esparcir la información básica para que cada quien se responsabilice de la parte del caos que le corresponde desentramar. Así, Zurita Zaragoza, arquitecto y montañista, nos entregó un libro con una doble personalidad, por un lado parece un típico libro de texto, dentro de la categoría de “consulta”: deja checo cómo se llama, cómo crece su raíz, cuánta agua necesita, cuándo florea… pero por el otro, el libro es un boleto a la contemplación, al goce de todo lo que no somos y es tan bello y tan inteligente que nos rendimos a sus pies: los árboles. Este libro lo leí de dos formas, primero atendí sus palabras, después me detuve en las texturas, colores, espesores de troncos, flores y hojas. La Guía es un libro para aterrizar, para regresar la mirada sobre lo básico, sobre la frágil y amorosa manta que nos cubre a todos los vivientes.

 

He pasado muchas horas con este libro en el regazo porque, además, me contagié del deseo de poder reconocer a los árboles que me cruzo en el camino. De esta forma, repasando las hojas, las semillas, sus nombres, salgo a la calle y voy saludando árboles. Llego a casa a buscar mi Guía, trato de identificar familias, intento verificar si la que recogimos en la banqueta es la semilla de un álamo o de otra especie. Es decir, el libro me hizo entrar en otra experiencia del espacio urbano, pero, al mismo tiempo, estos magníficos árboles renovaron mi arraigo a Monterrey.

 

Hay filosofía en el habitar, siempre. Aunque hoy nos abotonemos las camisas y pasemos largos ratos cabizbajos pensando en el dinero, seguimos siendo animales bajo el amparo de la Tierra, cubiertos por el Cielo, que pasamos entre dioses y mortales. Esto nunca desaparece, aunque lo olvidemos.

 

En Monterrey se confundió habitar con construir. Habitar es un verbo que involucra al ecosistema, es una adaptación más filosófica que económica: es aceptar humildemente la posición en la gigantesca orquesta de los seres vivos frente al Sol y la Luna. Aprender a habitar tiene que ver con conocer lo que somos y lo que hay en nuestro entorno. Construir, reflexiona Martin Heideger, tendría que ser una consecuencia de ese aprendizaje de habitar aunque, a ojos vistos, ha resultado todo lo contrario. Construir se volvió una actividad industrial, una necesidad del mercado, diseñada bajo los principios de la rentabilidad.

 

No existe el hombre y además el espacio, escribe el filósofo alemán. Somos seres espaciales, atravesados por el lugar que habitamos y el espacio que hemos producido. Nuestras construcciones hablan por nosotros y nosotros las llevamos a cuestas. Sería, por lo tanto, sumamente necesario hacer conciencia sobre la ignorancia que prima en la modernidad sobre lo que significa habitar y construir.

 

“Sólo si somos capaces de habitar, sabremos construir” concluye Heidegger en su ensayo “Construir, habitar, pensar” (1951). Por supuesto, no hay esencialismos que valgan: no hay una forma correcta de habitar, ni un canon esperando ser descubierto. Sin embargo, para habitar hay que reconocer el territorio, hay que hermanarse a él, reubicarnos como parte de un gigantesco sistema de vida. Estamos solos con nuestra posibilidad para preguntar, para pensar, y ésta capacidad puede guiarnos al aprendizaje. ¿Cómo habitar en Monterrey? La pregunta nos convoca a los más de cuatro millones de habitantes, tanto a quienes viven en una mansión que no saben limpiar, como a quienes viven en un compartimento de panal que aún no terminan de pagar. La penuria del habitar no se reduce a no tener vivienda, es mucho peor cuando se habita sin conciencia del cuidado del hábitat, de los otros, de la casa grande.

 

La Guía de árboles y otras plantas nativas en la zona metropolitana de Monterrey, de Oswaldo Zurita Zaragoza, es un acompañante valioso en el proceso de pensar el habitar y transformar el construir en nuestra Ciudad. Los espacios de ninguna forma son elementos terminados, ni mucho menos condenatorios. Siempre, a cada instante, podemos intervenirlos. Este libro nos alienta a que nos reconciliemos con las semillas que el aire, el suelo y el cielo son capaces de crear en este tiempo y espacio. Somos afortunados por vivir en la misma tierra que la Corona de San Pedro, que los cenizos, las anacahuitas, los colorines. Qué orgullo más inestimable vivir en la tierra con mayor diversidad de pinos del planeta. Qué amor tan grande me despierta la perfección de los árboles, plantas y pastos nativos. Si aprendemos a relacionarnos con ellos, si decidimos convertirnos en buenos vecinos del resto de los habitantes no humanos, creo que seremos capaces de aprender a habitar y, por añadidura, sabremos qué evitar y qué buscar al construir. Entonces pondremos una ventana justo ahí, para contemplar el tiempo de nuestra floración.

 

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Sobre el autor

Ximena Peredo

Escribe columna, ensayo, crónica y cuento. Colabora con su opinión semanal en grupo Reforma y actualmente se encuentra realizando sus estudios doctorales en ciencia política y sociología en la Universidad de Coimbra, en Portugal.

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