Alejandro Vázquez Ortiz, por el préstamo de la negación
Hace un par de semanas tomé la carretera nacional muy temprano. Vámonos por San Mateo, decía mi esposa. Y yo le dije que no, que era temprano y no habría tráfico. No supe exactamente por dónde íbamos cuando nos topamos con un descomunal embotellamiento que me dio mucho tiempo para reflexionar sobre la forzada urbanización del sur de Monterrey y Santiago.
Ya bien internados en la maraña de motores hirviendo pasamos frente al complejo comercial y corporativo Pueblo Serena, el centro comercial Sfera y una serie de desarrollos habitacionales. Todo acompañado de parafernalia mercadológica apelando al bienestar atribuido al contacto con la naturaleza. Gran parte de la apropiación que esta mercadotecnia ha hecho del término ecología es precisamente vinculado al bienestar: vemos en banners y espectaculares de colonias privadas a niños jugando en arroyos que bajan entre piedras, lozanos y mansos, nutriendo helechos y albergando ranas; o a familias conviviendo sobre césped a la sombra de árboles. Así queda especialmente vulnerable a la urbanización la zona de Santiago, que corresponde a la idea mediatizada de lo natural, lo ecológico: montañas cubiertas de pinos y encinos, cascadas ocultas y aves canoras. Es tan naturaleza el pinar de Santiago como los cenizos floridos de Juárez o los izotales de Ciénega de Flores. Sin embargo allá son otros los argumentos de la publicidad habitacional: la plusvalía (obviamente montada), el subsidio federal, la excelente ubicación (también montada), y la buena distribución de los espacios (fundamental con los mínimos metros cuadrados de propiedad).
La búsqueda de la experiencia ecológica y la explosión demográfica que obliga a la mancha urbana a expandirse está volcando a la ciudad sobre espacios inverosímiles como las del sur de Monterrey y Santiago a las que se llega por la carretera nacional: ese día, más adelante nos percatamos de que el embotellamiento se debía a que una pipa con sosa cáustica se había volcado y Protección Civil tenía invadidos varios carriles para drenarla. Tener una sola vía de acceso a todos estos nuevos espacios urbanos, y la teórica imposibilidad de multiplicarlos por encontrarse rodeados por montañas pertenecientes al Área Natural Protegida Cumbres de Monterrey (y hablo de la imposibilidad teórica porque en Nuevo León parece haber especial facilidad, a pesar de la presión ciudadana, de modificar polígonos de protección ambiental). Así, el bienestar que prometen los desarrolladores se trueca no sólo en vialidades colapsadas (que se traduce en horas de tráfico), eso es lo de menos, sino grandes en áreas de vocación ambiental expuestas a la devastación.
Ese día, de regreso, agradecí haberme levantado temprano, porque más tarde el embotellamiento se extendió hasta la avenida Revolución. Y mientras veía a esa impresionante cantidad de carros atorados en la vía por la que aspiraban salir de la modernidad, maldecía a la ecología del bienestar que está llevando la ruina de esta ciudad al campo en vez de traer la lozanía del campo a la ciudad.