¿Qué queda de lo que uno ha leído al cabo de los años? ¿Es válido anclar en la memoria y tratar la obra desde aquella experiencia? Y por otra parte, ¿al hacer un ensayo sobre las vertientes de nuestras lecturas debemos ir a revisar los textos y los autores que los han analizado y criticado? ¿No repetimos así la experiencia de otros y no la nuestra? Seguramente ya hemos estudiado la cuestión porque se trata de nuestra esfera de trabajo. Claro que tampoco está mal que renovemos esas lecturas o vayamos en busca de nuevas, de otras, que pueden ubicarnos mejor en nuestras diferencias y coincidencias. Pero no basta. En todo caso eso nos evita en algunas ocasiones el acto de pensar.
No tengo la menor idea de qué es lo mejor en estos casos. Sé, sí, con perfecta claridad, que cuando regreso a las obras que han hecho de mí lo que soy renuevo mi propio ser, las huellas de mí misma reaparecen como si fuera la primera vez, la primera lectura, y no obstante las grandes impresiones se dan frente a los mismos pasajes, los mismos diálogos, las mismas circunstancias de la acción o el paisaje. Ya he sido tocada por el material, ya ha troquelado en mí un sendero de asombros y constancias, ya no lo puedo modificar. Quiero decir, no puedo modificar esa impronta de la primera lectura. Por supuesto que aumentaré mi percepción de algunos hechos, prestaré más atención a otros que me habían pasado desapercibidos, seré más sabia respecto del texto y su contenido, pero nunca perderé lo que he hallado ni podré modificar la primera impresión orgánica de su herencia en mis huesos.
Y algo imprescindible para entender estas notas. Mis preguntas del inicio tienen que ver con qué obra has leído tú y cuál yo. Tiene que ver con la sensación de que esta lectura es sólo mía y nada más que mía, y es precisamente eso lo que debo rescatar. Porque ¿qué es ensayar sino dar la medida de mi pensar, del modo que tengo de recibir a Shakespeare o a Cervantes? Ese momento cuando dejan de ser ajenos para incluirme. O donde siento que los termino de guardar en mí. O al preguntarme en qué punto la obra y yo mutuamente nos hemos transformado. Ella para responder a mi existencia y yo para dar cuenta de ella de modo personal y único. Y detrás del ensayo, de sus cuestiones y de mis preocupaciones hay una pregunta si se quiere más elemental, cómo leemos cuando leemos, qué leemos cuando desconocemos todo de su autor, y qué leemos cuando sabemos que estamos leyendo a los dos mayores clásicos de nuestra literatura occidental. Entonces ¿qué decido ensayar? Lo que puedo recopilar a través de las voces mezcladas de críticos, especialistas, escritores,lo que sé porque se ha impreso en la sabiduría popular y me habita también a mí, o bien, en el rigor de mis estudios de literatura, al contacto de esos especialistas, con su venia y sin ella, emplear mi voz utópica, porque se inclina por decir lo suyo sin referencias específicas de una laya u otra, salvo las que yo misma a través de los estudios y los años he fraguado, y se lanza al vacío. Vacío porque la obra que he leído no es la que han leído otros, la acabo de inventar en el momento en que termino de leerla. Sí, ya sé, demasiado Borges, demasiado Pierre Menard: es que de ahí vengo. Esa es otra huella ineludible, la de nuestros abrevaderos. No es lo mismo leer estos clásicos que nombro, desde Argentina que desde México. No es lo mismo si te los leía tu madre o los leíste por deber en el colegio. Y así hasta el infinito. En esta etapa sucede la primera invención.
Y luego la segunda, la de la memoria, ¿qué recuerdo cuando recuerdo el Quijote o Enrique V, a Falstaff o a Sancho Panza? Tampoco aprehendo la obra íntegra sino aquel pasaje que me conmovió, que dio lugar a inferencias tal vez extrañas a ella. ¿Y lo recuerdo tal cual? ¿O también es un nuevo adjunto a toda esta problemática? Me quedan partes de tal o cual escena sin duda, pero cuánto las he modificado, cuánto he vulnerado, al tratarlas desde “la materia de mis sueños”, parafraseando a Shakespeare, lo que mora en ellas.
Y entonces, ¿cómo resolver tantas opacidades? ¿De qué manera abordar la cuestión de saber que no tengo un orden ni una certeza articulados ni para vivir ni para escribir?, porque la realidad no contiene ese orden y tampoco se puede reunir un discurso integral de nada que tenga que ver con nuestra humanidad sino que lo que hacemos y decimos lleva en sí mismo un fractura, la del propio ser que somos, la de la propia experiencia que mezcla y discurre en el caos primero que es el acto de ponerse a pensar desde ésta que soy ahora.
De modo que, acaso haciendo alarde de soberbia, he decidido ir tras las huellas de mi propio Falstaff y mi propio Sancho a sabiendas que de alguna manera los estoy inventando.
Mucho se ha dicho sobre sus semejanzas, hijos ambos de dos escritores de la misma época, una la inglesa triunfante como su Armada Invencible, y la otra la española que paga deudas y sólo lleva a las arcas europeas las riquezas obtenidas en su Conquista de América y pierde la hegemonía de los mares a manos de aquella. Inglaterra vital, España aletargada, ambas, a través de Shakespeare y Cervantes, dan a luz la misma rara criatura, aparentemente, sesgada por su dependencia a un amo que se vuelve el eje de sus vidas. Aunque en ellos latan las diferencias geográficas e históricas a las que pertenecen.
Si Falstaff, él mismo lo dice en Enrique IV, desconocía la intrepidez de trastocar la ley y el orden, y vegeta dentro de su mediocridad de vecino irrelevante en el burgo, Sancho, en su choza campesina, sólo sabe que debe atender la sobrevivencia de mujer e hijo y ser capaz de defender la cosecha o las cabras, porque es su pan de cada día. Ninguno de los dos sueña con la irrupción en sus vidas de un príncipe o un loco, que vaya a poner en retirada su costumbre.
Uno y otro dionisíacos como ellos solos, gordos, con panzas de vino y manteca, seguramente uno rubio o pelirrojo y grandote, el otro moreno y todavía más chaparro. Desmesurados por el hambre que los ha acompañado siempre pero sobre todo, lo que todavía no saben hasta el momento del encuentro con su Señor, Falstaff sediento de embrollos que pongan su gorda existencia al nivel de los enredos de sus gobernantes y su patria. Lo que significa que pueda mentir alevosamente, que invente, fantasee, juegue hasta lo escandaloso para timar y hacer crecer sus caudales. El otro, Sancho, quizás por su pobreza, por la paupérrima tierra castellana con sus rajones estériles donde ha nacido y vive, lleva una nostalgia de justicias e igualdades ocultas en su ignorante y dura cabezota. Finalmente no es esto lo que me importa. Lo que quiero explorar en el intento de andar con ellos un rato, es cuánto se parecen en la manera en que se concluye la gesta para cada uno. Esa temporada de sucesos extraordinarios que los perfila para mí y para todos, con el volumen de los personajes inolvidables: Blanche Dubois, Carmen, Antígona…y en la que anduvieron un tiempo sirviendo al hombre que les cambiaría su destino, y que en ambos casos, no advierte el despojo en que han venido a parar.
El príncipe Enrique, joven, un playboy de su tiempo, quiere vivir hasta el límite una juventud destinada a ser trastocada en la severidad de un rey. Aprovecha el presente porque, qué será de él en el futuro, cuando cerrados los caminos de los regocijos y las trasnochadas tenga que hacer de rey bueno, justo y devoto frente a la corte, y a su pueblo. Cuando se vea obligado a responder a la promesa hecha a su padre.
Ahora, ahíto de borracheras y de aventuras truculentas, tramposas, eróticas, impúdicas, anda por los burgos y se ha encontrado con Falstaff a quien induce a los mismos desafueros. Falstaff se fascina al descubrirse apto para las engañifas, las peleas, los retos y las chapucerías que tan contento ponen a su amo y gracias a lo cual su estima crece noche a noche. Sobre todo esa capacidad suya, que hace morir de risa a sus compinches, de salvar el pellejo todas las veces que pueda a costa de las más extravagantes trapisondas y bravuconadas. Se vuelven carne y uña, el príncipe le promete el oro y el moro, se tratan como hermanos, se putean y se alegran al tú por tú, donde no hay clases ni diferencias. Ni Harry es príncipe ni Falstaff un patán. Más aún, lo son, pero de común acuerdo se lo pasan por el culo. El paraíso en la tierra, la fraternidad al colmo.
Por su parte Sancho es visitado por un extraño caballero que le propone salir a “desfacer entuertos” por el mundo. No conocemos la manera de la invitación, cuando nos encontramos con Sancho éste ya ha sido contratado. Pero dadas las circunstancias de la oferta y los primeros pasos que dan juntos se percibe en él una tozuda condición de llamar a las cosas por su nombre, ergo a hacer justicia aunque más nos sea en palabras ya que los poderes legales y los derechos políticos y sociales les son, a ambos, interdictos.
Si en Falstaff su encanto va de la mano con sus embustes, vale decir, con su cháchara de farsante, en Sancho también reside en su lengua, un verdadero ejercicio de gracia y sabiduría a través de refranes y sentencias con exacta consideración de la situación emergente. Sin embargo lo que es más notorio en su semejanza es el cuerpo, vale decir, su apetito, su sed, la representación paródica de una fuerza reproductora y regeneradora de la tierra, diría Bajtin. Y es cierto, ambos son descendientes directos de aquellos diablos panzones, chamucos por estos lares, cuya fecundidad los hace tan peligrosos. Y como los sátiros griegos y romanos, los demonios cristianos se vuelven en la figura de Falstaff y Sancho, bufones que alegran y trastocan el idealismo de sus amos.
Ambos se enamoran de esos amos, esto es, ambos, a medida que pasan los días y se multiplican las andanzas, y las aventuras en las que participan se vuelven incontables, son seducidos por estos avatares y por el modo en que con el patrón, zanjan cada situación aunque les dé risa o coraje, aunque tengan miedo o se regocijen: sus vidas rutinarias se han cambiado por una continua y renovada batalla de la siguiente jornada. Vivir al día, no saber qué va a pasar mañana, entrar en batalla con desconocidos, deshacer la costumbre de los malos o de los buenos según el paradigma de uno u otro, es la trama que teje sus amores. Ese poderoso vínculo afectivo que se crea al basarse en el acto de compartir. De modo que han sido afectados para siempre, no concebirían otra vida que esa trashumancia fraternal, a pesar de que uno y otro, a veces, se vuelvan sobre sus propios asuntos personales.
En cuanto a Shakespeare y Cervantes, en ellos se me aparecen los dos polos de Europa, la que está naciendo y la que se muere. Y al pensar estas oposiciones en imágenes, como siempre me sucede, me sobresalta Caravaggio con ese blanco cegador que sabe ejercer para hacer de los contrastes una lección de moral o de espanto. Y para Cervantes, está de más decirlo, llega el Greco, donde tanto los Quijotes como los Cervantes se multiplican en sus telas. Donde la quietud y distanciamiento de esos personajes plásticos dan cuenta de la inmovilidad de la planicie castellana.
Como las cosas humanas no son eternas, yendo siempre en declinación de sus principios hasta llegar a su último día, dice Cervantes en el último capítulo de su obra —especialmente la vida de los hombres—, entonces se produce la pérdida, pérdida que siento en carne viva, ante el cambio de Enrique que lo impele a ser un buen rey cuando le toca heredar el trono, y olvida a Falstaff, el amigo bravucón pero incondicional de los juegos de su juventud. Porque entre amistad y Estado no hay dubitación, elige lo que es más ético y más propicio y que a mí no me alcanza. Sus excesos se han trocado en responsabilidad. Sus desmanes, en el ejercicio de la justicia y la equidad.
También me duele el entrañable Quijote cuya locura es el punto clave de la seducción de la obra, que de regreso a su tierra y a su casa en el umbral de su muerte decide desdeñar precisamente el corazón de esa locura, esa pujanza para decidir por los pobres, las viudas, los huérfanos, que existen en todo tiempo y lugar, y salir en su defensa. Quijote redivivo en miles de redes, de grupos, de comunidades humanitarias, ecológicas, de la diversidad, de lo que quieran y como sean, Quijote que le enseña a Sancho los andares de la santa indignación por injusticias e impunidades, y ese Sancho, que a su vez, cambia sus propios actos en lecciones de sabiduría. Que aprende y enseña.
Y por qué el dolor; al abdicar de sus aventuras justas o no, eso no importa aquí, han abandonado a quienes sedujeron con sus lecciones o sus juegos. Han abandonado a Falstaff, han abandonado a Sancho. No hay escena más dolorosa que el momento en que se le hace saber a Enrique V que su amigo acaba de morir y él no sabe hacer otra cosa que lanzar un chiste o no darse por enterado. Y fue tan doloroso para mí, su lectora, que abandonara a Falstaff, que he vivido en mi imaginación por mucho tiempo la escena en que agoniza en su lecho y espera a su rey, espera que el amigo venga a despedirse, que no obstante haberlo castigado dejándolo fuera de servicio, venga a reconocer los afectos en que se entreveraron en el pasado.
No puedo resarcirme de esa espera de Falstaff cuando su compinche ya es rey para que llegue en su busca, para que al recordarlo y buscarlo, le devuelva la dimensión de sus complicidades, su reconocimiento y su cariño. Sin embargo la escena que relato no existe, hay alusiones, sus camaradas, la posadera, otros personajes lo cuentan pero ¡No hay ninguna escena de Falstaff en su lecho de muerte! Busqué y rebusqué sin hallarla. Y pensar que yo pasé años conmovida por aquel Falstaff con toda su huérfana humanidad derrumbada en una cama. Ahora bien, anteriormente aseveré que aquel era un burgués (en la acepción original) mediocre y tranquilo y que fue Harry quien se lo llevó. ¿Lo he inventado? Espero que no. Lo que quiero decir finalmente es que cumplo con mi lectura, o la desbarato en la confrontación con otras.
El otro sacudimiento es, el lector ya lo ha advertido, la vuelta a la normalidad de Don Quijote. Del mismo modo que Harry habitaba en el jolgorio de las fiestas con sus putas y sus borracheras junto a Falstaff y sus embustes, el Quijote se saciaba en la justicia cuyos sedimentos iban a adornar los delicados encantos de Dulcinea. Sin amor no hay resonancias, sin objeto del deseo no hay héroe. De pronto don Quijote advierte que su imaginación se doblega. Que las cosas han llegado a su término. No quiero saber por qué: Porque está viejo, cansado o menos lúcido, o mejor todavía, porque la imagen de Dulcinea del Toboso se le está deshaciendo entre los dedos. El poder de su fantasía, mengua. Estar loco significa seguir vivo, bien lo dice Sancho. Aceptar la realidad tal cual, es elegir la norma, la muerte, la ley, la costumbre, el opuesto de los ideales, los sueños, las revoluciones, las metamorfosis o lo que sea. Por eso me duele. No soporto a ese pobre viejo agonizante dando muestras de generosidad y cariño a todo mundo sin el filo con que juzgó todo lo que se le puso delante, en el pasado. Ese Quijote vuelto Quijano en su lecho de muerte, tranquilizando a amigos y familiares porque ha recobrado la cordura. Y lo que más me duele es que le pida perdón a Panza por haberle hecho creer que todavía hay caballeros andantes en este mundo. Cuando justamente ese fue el don más maravilloso que pudo haberle regalado.
Y como se quiebra Sancho me quiebro yo, con su voz y en su voz, al retomar su sabia índole de humanidad que sabe que la mayor locura es dejarse morir. Porque cuando induce a su amo a no morirse y retomar los senderos del caballero andante, está pidiendo la misma atención y el mismo afecto, la misma correspondencia que Falstaff con Enrique. También él apostó todo a su compañero de aventuras, su amo y su maestro, pero también su hermano y su amigo en las lides de las calles, los campos, las posadas y las noches.
Y al reflexionar sobre cómo escribieron sus autores a estos personajes, cómo fueron percibidos al correr de la pluma, casi diría que estoy convencida de la prontitud de Shakespeare por divertirse con Falstaff y luego por mero oficio y casi sin advertirlo, sacárselo de encima. Porque si lo creó orgánico, encarnándolo, seducido por su aparición, por sus travesuras y su pusilanimidad, se lo saca de encima, tal cual, a la hora de hacer crecer la obra. Es una cuestión de eficacia, no de corazón. En cuanto a Cervantes, también él hubo de encantarse a medida que crecía Sancho en tonterías y certezas pero en este caso lo dejó ser hasta el final. Más aun, estoy segura que al igual que yo, Cervantes lloró cuando Sancho lanza su último parlamento.
Mire no sea perezoso, sino levántese desa cama, y vámonos al campo vestidos de pastores, como tenemos concertado; quizás detrás de alguna mata hallaremos a la señora Dulcinea desencantada, que no haya más que ver. Si es que se muere de pesar de verse vencido, écheme a mí la culpa diciendo que por haber yo conchado mal a Rocinante le derribaron…
En la inútil espera de Falstaff, en su expectativa por ser reconocido una vez más por el rey antes su compinche, en la pasión de Sancho a la vera del lecho en que Don Quijote se vuelve cuerdo, en mi propio decaimiento por el olvido y el quiebre de esa vida paralela, la loca aventura de dos sinvergüenzas, o esa otra aventura de andar los caminos para salvar al prójimo, hay una utopía que no me oculto.
El otro mundo, la otra historia, el universo del revés si se quiere, la desesperada aspiración de salirse de este enredo mayúsculo que es nuestra civilización y también nuestra barbarie. Una humanidad debilitada en sus sueños, vencida en sus anhelos, donde las ciegas esperanzas que plantó Prometeo en nuestros corazones, han sido conculcadas.
Yo me quedo del lado de Falstaff, del lado de Sancho Panza, a riesgo de ser una delincuente común.