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No es el Islam como lo pintan

mayo 20, 2016Deja un comentarioEnsayoBy Leopoldo González

02-LeopoldoGzz(2)No habrá paz entre las naciones sin paz entre las religiones
Hans Küng, teólogo suizo

 

El Islam sueña con el Paraíso celestial en la tierra y cree que un mundo rígidamente alineado con los versículos, mandatos y grandes apotegmas religiosos del Corán es posible. También considera que todos los demás —el que no cree en Mahoma y el Islam, incluidos católicos, budistas, sufíes, protestantes, partidarios de una religiosidad libre y heterodoxos de todas las patrias— deben ser reducidos por su bien al culto de Mahoma, para ser dignos de entrar en la historia de la salvación.

 

Asimismo, postula que la única creencia religiosa aconsejada por Dios a la sociedad humana es la suya, porque el profeta Mahoma —supuesto descendiente de Ismael, hijo de Abraham, y en línea directa de Abdmenaf, su abuelo—no podía estar equivocado: recibió al dictado la palabra sagrada del Corán del ángel Gabriel (en la montaña de Hira, inmediata a La Meca); tuvo la inspiración divina y la iluminación directa de Dios para ser Profeta y, por consiguiente, según la tribu de los koreichitas a la que pertenecía, es la divinidad árabe por excelencia: el depositario de las verdades primeras dadas por Dios a los hombres.

 

Según esta creencia, el mundo anterior al nacimiento del Profeta estaba constituido por “doce idólatras” y un universo criminal en torno a La Meca, por lo que la fundación del culto entre los ismaelitas vino a significar una superación del estado “supersticioso, semisalvaje, desaseado, entregado al culto a los ídolos (…) y a los vicios más degradantes” en que transcurría la vida cotidiana de los agarenos del desierto, de suerte que la religión mahometana (la segunda en el mundo de hoy, después del catolicismo) vino a constituir un baño de pureza y un toque de gracia para gente ruda que había curtido sus creencias en la soledad del desierto y en la adoración de los ídolos, y un bálsamo de paz para las tribus de los alrededores de La Meca, entre ellas las de los chenanitas y los avazanitas, cuyas principales guerras de religión habían sido libradas contra los koreichitas.

 

El Corán, según las creencias básicas en que se funda el Estado Islámico, condensa lo mejor de las tradiciones de “la índole especialísima de la raza árabe” y es compendio de virtud, pureza, perfección, paz interior, bondad, luz y esperanza, frente a un mundo que pierde su tiempo en religiosidades light, en creencias desechables y en heterodoxias a la medida del “capricho” de los hombres, que en su individualismo desenfrenado han olvidado al Dios esencial, al Dios verdadero, al Dios bueno del Islam.

 

Así se ve el Islam a sí mismo, y es en el convencimiento absoluto y sin fisuras de que encarna la única verdad y la única razón de ser de la religión en el mundo (del latín, re-ligaré: volver a unir al hombre con Dios), donde hace radicar su voluntad de imponer a otros, incluso mediante la fuerza y la guerra de exterminio, su idea del Dios verdadero, de la religión verdadera y de la salvación verdadera.

 

Sin embargo, el Islam que se conoce en Occidente no es como lo pintan sus propias tradiciones, sus exégetas y voceros, sus ideólogos y predicadores, no sólo porque no es una religión pura en sentido doctrinario, teológico y filosófico, sino porque además se funda sobre la base de tres falsedades: la de que Mahoma desciende de la misma genealogía de Ismael (hijo de Abraham), pese a que media entre ambos personajes un espacio de veinte siglos; la de que Mahoma recibió el “sello de la profecía” de lo alto (sin testigos presenciales), como si bastara repetir tal versión de tribu en tribu y de pueblo en pueblo para hacerla verdad; y, por último, la de que el Corán es “palabra revelada” y fue dictado por el ángel Gabriel a Mahoma, en su retiro de tres días y tres noches en la montaña de Hira, de lo cual no hay escritura en piedra, manuscritos clasificados, constancia documental cierta ni, por supuesto, prueba paleográfica alguna.

 

Al margen de su peculiar visión de lo sagrado y fuera de que a través de los siglos los islamitas han sabido darle un carácter, una proyección y un ropaje religiosos a sus creencias, no debe escapar a una visión crítica del Islam el que los mahometanos han hecho de su religión una genealogía de su cultura y un discurso de poder, como lo muestra el que —absorbiendo y superando por arriba la gran diversidad y conflicto de las tradiciones saudiárabes— hayan convertido al Corán y a Mahoma en el centro de una nueva y gran tradición dominante entre los árabes, ante la cual las otras tribus y las tradiciones menores no tuvieron otra opción que dejarse asimilar o subordinarse. El discurso de poder que explica el control y dominio de la tribu de los koreichitas sobre las demás, consiste en que uno de los descendientes de Adnan, llamado Fihr y apodado el Koreich, pasó a ser padre de la famosa tribu de los koreichitas, que adquirió en lo sucesivo una gran influencia en el valle de La Meca, a tal punto que uno de sus descendientes más poderosos, Kosai, no sólo se apropió de la intendencia administrativa y gubernamental de La Meca, sino que, con el fin de asegurar a su familia el desempeño permanente de tan importantes funciones, persuadió a los koreichitas de que edificasen en torno a la Caaba una ciudad que sería ocupada en su mayor parte por los miembros de la gran tribu koreichita.

 

La ciudad de La Meca fue construida hasta el siglo V de nuestra era, pero el valle de La Meca era desde tiempo inmemorial muy frecuentado por tribus árabes que se agrupaban en los alrededores del templo de la Caaba, cuya custodia y administración se disputaban las distintas tribus como un honor y un título de supremacía. Así, el fundamentalismo del Islam nace desde antes del siglo V, en el momento en que la tribu de los koreichitas se adueña de los servicios religiosos y del gobierno administrativo de la Caaba y La Meca, volviéndose desde entonces el culto dominante entre las tribus del mundo árabe.

 

El Islam fue construido a través de la historia como un sistema de poder económico, comercial, político y religioso, a partir de la amalgama y la fusión de las principales tradiciones árabes, cuyo apego a las genealogías y a una religiosidad extrema es fuente de identidad, punto de cohesión y estatuto de poder.

 

No obstante, el dios sin rostro del Islam creado por el mundo árabe, que sus historiadores y voceros intentan “vender” al resto del mundo como la verdad pura, granítica y esencial, es un dios secular construido en el centro de una tradición cultural y de una teocracia política, que se halla lejos de los atributos que suelen reconocerse, según Roger Caillois, a lo sagrado.

 

Además de la rigidez y la exageración en el ritual que definen al Islam, llama la atención que el Corán sea palabra divina al mismo tiempo que summum del saber, precepto legislativo y —en los hechos— constitución política, lo cual ha hecho de su forma de Estado una de las anomalías mayores que existen sobre el planeta. Quizás por ello Ikram Antaki (Siria, 1948-Ciudad de México, 2000), que no soportó la totalidad cerrada sobre sí misma en que había nacido, llegó a describir a esa sociedad y a su cultura como “un mundo de esquizofrenia elaborada y de vidas destruidas”.

 

Cualquier religión o secta que rebaja la idea de Dios a un fanatismo militante, no sólo empobrece a su Dios y los fundamentos de su culto, también distorsiona la concepción de lo divino y degrada la idea de lo sagrado, de las que cada hombre, cada sociedad y cada cultura —por distintos que sean entre sí— forman parte. Por tanto, sólo colocando una suerte de racionalidad arbitraria en el centro de una visión del mundo y de una práctica religiosa, se puede proponer al hombre que crea en un Dios de guerra, de sangre, de llanto y muerte, como hacen las hordas terroristas del Islam.

 

El gran problema del Islam como fenómeno cultural y del Estado Islámico como realidad histórica, son sus patologías y su relación de conflicto con todo lo que no es él mismo. Esto, que podría tener una explicación fundada en sus megalomanías y en una patología de la sangre, admite sobre todo una lectura filosófica pues el desprecio y la negación del otro —cualquiera que sea su esencia, su rostro, su lugar moral en la historia— está en la esencia del islamismo.

 

Por tanto, el no aceptar que otros hombres puedan tener una idea distinta de Dios y una visión diferente del mundo, y el tratar de imponer con semejante ferocidad y salvajismo una creencia religiosa sobre otras, hace del islamismo un totalitarismo religioso, no menos cruel, equivocado y sangriento que los totalitarismos ideológicos y políticos que conoció el siglo XX.

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