Y el mar entregó los cuerpos que había en él
Apocalipsis 20: 12
Llevaba días esperando al doctor. Había mandado a decir con Benito que le enviarán el médico a la casa. Cuando vio partir al muchacho en la lancha, se había sorprendido de lo grande en edad que se veía. Lo había recibido casi de niño y le había enseñado las faenas de la pesca, a adivinar la suerte o la sequía en el color del mar. El chico había crecido con él y con Perla, su hija. Le pareció increíble que, aunque sí había visto embarnecer el cuerpo de su hija para arribar a la adolescencia con paso maduro, había obviado el cambio que se daba en el antes imberbe pescador. “Ya es un hombre”, pensó al verlo desaparecer en los bordes azules del mar, “es tiempo de echarlo”. Apenas estuviera sano le daría las gracias y volvería a pescar sin la ayuda de nadie.
Y ahora no volvía, como si se oliera la nueva. Ya había pasado el tiempo de aquella espera taciturna y casi abnegada, ahora la tardanza del muchacho con el doctor lo tenía entre el enojo y la desesperación. En horas inciertas imaginaba que la lancha se había volcado entre las aguas revueltas que por lo general hay en el litoral, o que el chico había huido. Esperaba escuchar de un momento a otro el motor de la lancha. Era su único deseo. Oír la lancha. Todos sus sentidos se encontraban puestos en ello. Perla, su hija, también esperaba. Permanecía largas horas fuera de la casa pero nada en el aire les traía las noticias del doctor.
Ya iba para la segunda semana desde entonces. Al menos el primer día había logrado esperar junto a la puerta, sostenido a pesar del dolor, pero ahora ya no se podía tener en pie. Solo por las noches, cuando Perla se acostaba junto a él, el viejo lograba sentir el impulso de la vida. Al verla, Aníbal se sentía joven como en este instante que observaba el pelo sobre la almohada, las curvas de la mujer bajo las sábanas. Cerró los ojos y la oscuridad lo tranquilizó como antes. Perla dormía junto a él, o no dormía, porque había tenido una noche revuelta, abanicándose el calor, revolviéndose bajo las sábanas. Aníbal la miraba ahora tendida también ella a la espera. El cuerpo moreno, firme y listo para las cosas del hombre le afloró una sensación de juventud en el suyo. Casi podía olerlo, ese golpe poderoso de hembra enredándosele en las narices con la furia de siempre. Le vinieron de golpe a los ojos y al oído y a todos los miembros de su cuerpo una sensación de recobrado esfuerzo, como si por un instante la mujer le devolviera el aliento. Intentó degustar el aire salino, húmedo, y alzó la mano con dificultad hacia ella.
“Todavía estoy fuerte”, se dijo y a la par de la angustia, a cuenta gotas, recuperaba los ánimos. “Hoy vendrá la lancha”, se dijo apenas alcanzó el hombro de Perla. La recordó en el estero, inclinada frente al agua, como la primera vez. Tragó saliva cuando Perla se reacomodó en la cama quedando más cerca de él, como tentándole no sólo las manos. También en el cuerpo de su hija debía encontrar algo para pelear contra la muerte y tanteó con morosidad la piel femenina. A diferencia de otras noches cuando estaba sano, cató la piel de Perla con morosidad, detuvo los dedos en los omóplatos, los metió bajo la blusa y percibió la redondez de aquella carne, el borde arrugado del pezón y al instante la respiración agitada de su hija se deslizó entrecortada y rítmica sobre él.
Otras noches, ese movimiento hacía que ella se dejara tocar. Los dedos cicatrizados por el cordel de la pesca hurgaban, delineaban el camino hacia la vulva, bajaban con la lentitud y el instinto alerta de una bestia al merodear en los alrededores. Después ella soltaba un gemido que lo impulsaba hasta que finalmente la montaba con urgencia. Ahora sus dedos siguieron el camino hasta detenerse en los calzones pero ella no respondió. Aníbal cerró los ojos e intentó atraerla hacia él pero no pudo.
—Ya no—. Respondió Perla y le quitó la mano con una violencia desconocida.
Cuando lo miró, había en sus ojos un odio que Aníbal creía haber domesticado con los años. Se sintió fuera de lugar, ofendido, y quiso escupir para bajarse el coraje que le trepaba bajo la nuca como un cangrejo.
Perla se alejó en la cama hacia la otra orilla. Todo pasó tan rápido que Aníbal no comprendió el porqué. Me ve enfermo, pensó, es por eso que ahora no quiere. Cerró los ojos. Quería recuperar ese olor, la mezcla entre suave y ácida de la piel de Perla. Anhelaba seguir vivo. Tal vez ya sano, las cosas volverían a ser como antes, se dijo cuando ella se sentó en el filo del colchón. La vio ponerse en pie y acomodarse el vestido que le había comprado tiempo atrás cuando había decidido tomarla por mujer.
—Hoy vendrá la lancha—. Insistió Aníbal.
Quería levantarse. Hizo un esfuerzo por mover las piernas pero sólo consiguió doblarlas.
—Al rato regreso—. Respondió ella.
La vio alejarse. Quería esperarla despierto, beberse esa imagen de ella entrando a la casa pero el sueño y la fiebre lo durmieron. Cuando la sed lo despertó, el sol ya estaba alto —veía la luz en la habitación, resplandeciente en la ventana y la puerta, el calor elevándose hasta el techo de la casa. Perla aún no regresaba. Le dolían los huesos y cada que pasaba saliva era como tragar navajas. Su boca era un terregal.
—Perla —. Gimió en voz alta tratando de llamarla pero nadie le respondió.
No debía de estar lejos, no había otro lugar dónde estar en esa zona más que en la casa o en la playa. Comenzó a toser por la ansiedad. Quería verla, saber que estaba ahí al alcance de la mano, pero la mujer no aparecía. O la lancha. Iba a gritar de nuevo el nombre de su hija cuando escuchó el motor de un bote. El ruido atravesaba el ir y venir del agua y llegó a sus oídos con toda su esperanza.
—La lancha, es una lancha.
El ruido del motor comenzó a disipar su enfermedad. Se sintió mejor, una inyección de ánimo desvaneció sus pensamientos. Ya se veía sano, como antes, como siempre. Ya se veía sentado frente a la mesa con un gran pargo listo para devorar, uno como el que cocinaba Perla: casi lustroso de sabor a pimientas, ajo y cebollas. Ya se veía nuevamente montando a su hija con el vigor de siempre. Conforme el sonido se acercaba, Aníbal recuperaba más y más su juventud. Intentó levantarse cuando sintió que el bote ya estaría rozando la playa. La embarcación se detendría y los pies del médico chapotearían al caer dentro del agua. Se dijo, cuando el motor de la embarcación se apagó, que con toda seguridad el doctor ya estaría camino a la choza. Benito andaría atrás, atando la lancha a la playa. Lo alcanzaría apenas terminara y juntos entrarían al cuarto ante la sorpresa de Perla. Fantaseó con la posibilidad de que con ellos viniera más gente, tal vez el compadre Mingo. Le contaría al galeno de la fiebre, del cansancio y el vómito, ese temblor frío en las piernas, como si tuviera los síntomas de una enfermedad nueva o de tan vieja que ya nadie se acordaba de ella. No podía probar bocado porque el estómago se rebelaba y lo hacía sacar en arcadas cualquier pedazo de comida. Y también le diría de la sed. “Esta maldita sed, doctor, sólo la mareo con saliva.”
La sombra que apareció en el umbral de la puerta lo animó pero cuando vio entrar a su hija y la juventud desapareció de golpe cuando no entró nadie tras ella.
—¿El doctor? ¿Dónde está el doctor? —Gimoteó.
—¿Cuál doctor?
—El que vino en la lancha. En la lancha, la escuché, ¿quién vino?
—No vino ninguna lancha. Ojalá y viniera una. Mejor le voy a preparar algo para almorzar.
Una corriente de aire entró y le refrescó la frente. Seguía incómodo. Había escuchado la lancha. El sonido había llegado firme y sin dudas. Maldijo no poder levantarse para ir y ver.
—Tengo sed—. Le dijo a decirle a Perla. Ahora ya no le importaba el sonido del motor sino la boca seca.
—Déjeme limpio el pescado. Ahorita le doy agua.
Pero no le dio. Desde la madrugada la sed le había amargado el paladar.
—Dame agua—. Insistió.
—Deje limpio el pargo.
—Que me des aunque sea un sorbo, chingado.
—Que me deje terminar.
Perla abrió el pez y lo dejó sobre la mesa. Encendió el hornillo, rebanó cebolla, tomates y chiles. El aroma del pescado invadió el lugar y el aire se enchiló provocándole tos. Quita eso, por favor, quiso decirle. Perla iba de la mesa al hornillo, del hornillo al tambo con agua, del tambo con agua de nuevo a la mesa y a darle vueltas al guiso. No le llevó más de quince minutos preparar la comida. Él le había enseñado a cocinar. De niña descamaba con una rapidez asombrosa. Una vez que no había nada qué comer, Aníbal había matado un pelícano y ella lo desplumó con la misma velocidad. La imagen del animal muerto sobre la mesa con las alas extendidas y la piel tensa y rosada dio paso al recuerdo de la lancha. La había escuchado.
—Dijeron que hoy venían.
—Si vino, ya se fue. No hay nadie allá afuera.
La casa se había animado por el olor del almuerzo. Perla terminó por servir la comida en un plato, sirvió agua y se sentó a comer. La sed en Aníbal dio paso al hambre. Miraba con avidez el guiso brillante y la manera como Perla comía.
—¿Recuerda la historia de aquella mujer que abandonó a su esposo hace mucho? —Dijo Perla mientras pellizcaba el pargo y se llevaba pedazos pequeños a la boca.
No supo por qué le contaba esa historia, sólo sabía que no le daba de comer. Tenía hambre. Tenía sed. Quiso callarla pero sólo alcanzó a abrir la boca para tragarse el olor que manaba de la mesa. Lo paladeó en el aire y salivó cuando Perla se sirvió otra porción. Sus movimientos eran rápidos y cortos. Sí, era una perfecta descamadora.
—¿No se acuerda? —Perla apretaba la quijada al tiempo que hablaba.
—Tengo hambre—. Respondió Aníbal pero ella ni hizo por verlo.
—Ya ni voy al estero donde se metió conmigo la primera vez. Quién iba a pensar que alguien que uno quiere más que todo en la vida va a venir y… ahora…
Trató de levantarse mientras Perla machacaba el pescado hasta convertirlo en una masa blancuzca, rojiza. Recordó la primera vez que estuvo con su hija: ella lavaba la ropa y él se acuclilló detrás de ella y le alzó el vestido. Tenía días rondándola, recordó cuando la deseó por primera vez: un relámpago sin prisa, sin culpa. La muchacha puso las manos, las rodillas tensas y musitó un “no” débil pero Aníbal terminó por bajarle las bragas mientras se desabrochaba el pantalón.
—Y lo dejé, lo dejé todas las veces—. Agregó y siguió comiendo. Se llevaba trozos grandes de la pasta blanquecina que había hecho con la comida y la masticaba sin prisa, sin hambre. De tanto miraba hacia la puerta como si alguien la esperara. —Pero ahora las cosas cambiaron, ya tengo un hombre…
Aníbal se quedó tenso. ¿De qué le hablaba? ¿Un hombre? ¿Qué hombre? Imaginó a ese hombre, con seguridad era un pescador, pero qué hombre podría ser si no dejaba que Perla fuera a la Barra del Tordo donde había más pescadores, marinos y biólogos. Las preguntas daban paso a otras. ¿Qué hombre? Imaginaba un desfile de hombres, uno tras otro delante de su casa, todos con palabras para llevarse a su hija. Oía sus frases de amor como graznidos frente a la casa: secos, estridentes.
—¿Quién anda ahí?— Preguntó Aníbal apenas escuchó ruidos afuera de la casa. Alguien estaba ahí. Su sentido de alerta se lo decía. Alguien andaba cerca de la casa. Incluso Perla miró hacia la puerta. Pero resultaba imposible. Nadie podría venir hasta su casa atravesando los pantanales y la parte tupida del cerro. O podrían, pero nadie lo había hecho en años. Solo él.
Una vez había hecho el camino, sólo una vez, con un vestido de regalo para su hija. Y al llegar, la había encontrado dócil frente al estero. Cuando volvió a la playa sin pensar en lo que había ocurrido, vio un par de pelícanos en la proa de La Malinche II. Les lanzó piedras. Las aves no se movieron. Les lanzó más piedras y las aves no se movieron. Tenían el cogote lleno y se preguntó cuántos peces llevaban ahí. Había en su mirada un odio manso. No se movieron y cuando les lanzó pescados los comieron con avidez y no se fueron sino hasta unos momentos más tarde.
Ahora escuchó la risa burlona del mar. Chocaban las olas atacadas por la risa, planeaban los pelícanos sonriendo bajo el sol. Y comenzó a tener miedo.
—Que quién anda ahí, con una chingada—. Gimió Aníbal al notar ansiedad en Perla.
Ya no era esa muchacha a quien le había enseñado a cocinar. Su cuerpo se le antojó lejano. Su rostro no tenía ni un asomo de dulzura. El sudor se le había amontonado bajo la nariz y quiso limpiárselo pero no tenía ni fuerzas para eso.
—¿Qué te traes?— Repitió Aníbal y la voz le tembló seca a causa de la sed.
—Estoy comiendo.
—¿Sí vino la lancha, verdad? Escuché el motor.
Aníbal recordó sus dedos cicatrizados cuando hurgaban en ella, la forma como la abrían, su dedo un garfio en la carne tierna y la mirada de odio que poco a poco había desaparecido y que había descubierto violentamente en la mañana. Le había puesto Perla porque en esa zona no se daban. La playa era corta. Perla. Siempre que iba a la Barra del Tordo volvía con algo para ella. El vestido había sido tan sólo el primer regalo. No se podía quejar. Le había dado todo lo que podía. “Y lo dejé todas las veces”, repitió Aníbal lo que ella le había dicho. Las cosas han cambiado, también le había dicho. Comenzó a sentirse viejo, viejo, podrido, sin fuerzas, igual a los pelícanos que ya no podían desprenderse de las rocas en la playa y terminaban muertos en tierra.
Perla terminó de comer y se puso en pie sin levantar los platos.
—Ojalá nunca llegue tu lancha —dijo mientras sirvió en la mesa un plato de comida, un vaso con agua con la certeza de que el hombre nunca llegaría a ellos.
Aníbal vio salir a su hija con las manos vacías, sin un atado de ropa, nada. Intentó llamarla sin lograrlo. La desesperación era lo único que tenía cuando una sombra apareció en la puerta. No supo distinguir si era la de su hija o la de otra persona, intentó levantarse y gritó: el mismo sonido gutural con el que ahuyentaba a los pelícanos, un desgarramiento de la garganta, pero las fuerzas le fallaron en ese momento y se tuvo que recostar. Cuando alzó la cabeza la sombra había desaparecido. Después oyó el gorjeo del motor de una lancha. Estaba muy cerca y volvió a su único pensamiento, el doctor, que venga el doctor. Comenzó a tener miedo cuando notó que la lancha se oía muy cerca, como si estuviera ya en la playa. El sonido llegaba fuerte, próximo. No pudieron haber entrado tan cerca. De seguro Perla estaría con ellos, contándole los síntomas al doctor. Benito con ella. Benito, repitió con amargura. Conforme el sonido del bote se alejaba, primero perdiendo intensidad hasta volverse apenas un grano de ruido se dijo que no, la lancha se había ido. No habría doctor. Con la casa en silencio intentó ponerse en pie, pero no pudo. Quiso escuchar cualquier cosa pero sólo percibió el graznar de los pelícanos.
Amarrado a la cama por la debilidad, ansió verlos por última vez en el borde la lancha, perezosos, tercos, siempre ahí aunque les tiraran piedras. Tal vez desde ahí, apoyadas ambas manos en la quilla, vería las dunas, el sol alto, el color de la arena y esa pátina verdosa, como légamo de las aguas en el estero la tarde que volvió con un vestido para su hija. Aguzó la mirada para ver si lograba ver entre la puerta algún rastro de mar o de una lancha que ya sabía no iba a estar pero en lugar de eso sólo pudo ver de nuevo el estero, a Perla dentro de él, con el agua hasta los tobillos. Y Aníbal se acercó, le colocó la mano sobre la espalda y la bajó lentamente mientras subía el vestido de la chica y apretaba con fuerza aquel cuerpo. Escuchó un “no” y entonces miró el sol alto y al par de pelícanos que volaban bajo él.