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Administrando el desastre

julio 20, 2016Deja un comentarioCine, Los filos del cineBy Óscar Montemayor

15 Oscar MontemayorEl cine en México sigue siendo negocio, pero no para los cineastas mexicanos.

Paul Leduc

 

El reconocido cineasta mexicano, Paul Leduc, dio la nota punzante en la más reciente entrega de los Arieles, los premios que la Academia Mexicana de Artes y Ciencias Cinematográficas otorga a lo que considera lo más destacado del quehacer fílmico nacional. El veterano artista fue merecidamente acreedor al Ariel de Oro por su trayectoria, y su intervención resultó lo más sonado de la noche al poner los puntos sobre las íes frente al discurso triunfalista oficial. Tal fue la incomodidad que la transmisión que realizaba el Canal Once, del Politécnico Nacional, fue absurdamente cortada durante las palabras del galardonado.

 

Leduc básicamente cuestionó a la recién creada Secretaría de Cultura federal, de la que depende ahora el IMCINE (Instituo Mexicano de Cinematografía), sobre su proyecto respecto al cine mexicano. Porque frente a la avalancha de cifras y dichos triunfalistas que la oficialidad pregona hay una realidad evidente: el cine mexicano no se ve aquí.

 

La oficialidad presume que en 2015 se produjeron 145 películas con apoyo público, cifra similar a la llamada “Época de Oro” de los años cuarenta. Se habla de un auge, de una vitalidad, de un récord, pero hay dos precisiones: Primera, sobre esta estadística hay que señalar que está compuesta por 78 cortometrajes, 21 largometrajes documentales y 46 largometrajes de ficción, cuando en 1945 se produjeron 80 largometrajes de ficción. Y en segundo lugar, de los 30 largometrajes producidos en 2014 sólo 4 llegaron a la pantalla grande, mientras que en los años cuarenta prácticamente todos.

 

No es comparable ni remotamente lo que ocurría en aquel tiempo con lo que ocurre ahora. El cine mexicano se produce pero no se ve. No hay censura, no hay dedos oficiales que decidan lo que está prohibido, pero las películas mexicanas no llegan al gran público. Es un nicho reservado a los públicos extranjeros, a los festivales alrededor del mundo, a un grupo de cinéfilos nacionales que deben acceder a él a través de la red o discos ópticos.

 

Pareciera que a los organismos oficiales les basta con soltar números halagüeños, pero están conformes con que los contenidos cinematográficos dominantes en un 90 por ciento o más del tiempo en pantalla sean del cine norteamericano hollywoodense, y para una que otra película nacional de humor ligero a imagen y semejanza, región 4, de la industria vecina.

 

Aunque evidenciemos este fenómeno con todo el sentido crítico que el caso merece, no es de extrañarse, finalmente. Es parte de una política que vemos repetirse en todo el gobierno federal desde hace tres décadas, donde el país avanza por buen camino a pesar del mal humor social, como dijo el mismo presidente de la república.

 

El Estado mexicano se ha convertido en un administrador del desastre más que en un agente que lo combata. Sus políticas son de estadísticas, de mover numeritos e indicadores, de palomear pendientes, pero no de políticas firmes para el combate de los problemas en su raíz. Conversando con el académico de la UNAM, José del Val, comentaba cómo para acceder a un mejor ranking internacional en combate a la pobreza, el gobierno revisa los indicadores y actúa con esa lógica. “Ah, ahí dice que casas con pisos de cemento” así es que cargan helicópteros con costales de cemento, van a zonas rurales, pavimentan los interiores de las casas, donde ahora los niños se pelan las rodillas al estar acostumbrados a jugar en los suaves pisos de tierra, palomean el indicador y México sube un punto en su sitio internacional. Magno evento, con aplausos, fotografías y televisoras para celebrarlo.

 

México entregó sus audiencias a la industria norteamericana con el Tratado de Libre Comercio (TLC) y el público mexicano se convirtió en un campo de extracción para aquellas corporaciones. Al igual que con la banca, minería, electricidad, petróleo y fracking, de la depredación neoliberal no se salvó el cine, que fue puesto a consideración del tratado como una industria y no como una exención cultural, como sí lo hizo Canadá, o Francia en el contexto europeo, dos países que tienen estructuras cinematográficas propias y sólidas. Para los dignatarios mexicanos producir cine era como producir escobas o partes automotrices, así  que el Estado mexicano no puede proteger esta actividad sin ser emplazado a un tribunal internacional por proteccionismo, como ha ocurrido varias veces con algunos pálidos intentos de protección al derecho inalienable de toda sociedad de verse reflejada en su creación cultural.

 

Las distribuidoras de cine nacionales, como Canana o Mantarraya (esta última una de las productoras más premiadas en la historia del cine mexicano) apenas alcanzan los 20 millones de pesos en ingresos al año en el mercado nacional. El promedio de ingresos de las norteamericanas, en este mismo ámbito, es de 2 mil millones. En los últimos tres años, la asistencia a las salas cinematográficas aumentó, pero disminuyó para las pocas opciones nacionales.

 

Cualquier intento por proteger alguna cuota mínima de tiempo en pantalla para producciones nacionales se enfrenta al poderío de la Motion Picture Association of America (que presionó con éxito para que fuera derogada aquella iniciativa del “peso en taquilla” con el que se establecería un fondo para la producción obtenido de un peso de cada boleto vendido en el país) y de empresarios nacionales como Germán Larrea, dueño de Cinemex (y de la empresa minera, Grupo México, responsable de la muerte de 65 mineros en Pasta de Conchos y del derrame tóxico en el río Sonora, ambos casos impunes).

 

Esta situación podría agravarse con el nuevo Acuerdo de Asociación Transpacífico (TTP) en marcha. Esperpénticamente, parece ser que la única esperanza en corto de que esto cambie sería el triunfo del candidato republicano a la presidencia de los Estados Unidos, Donald Trump, quien abiertamente se ha declarado contrario al TLC y al TPP.

 

Ante la disparidad de condiciones la respuesta recurrente es que el público libremente decide no ver cine mexicano, porque la culpa recae en los cineastas que se empeñan en deprimir a las audiencias con cintas pesimistas o aburrirlas con delirios intelectuales. A estas alturas del problema seguir argumentando que el aparato corporativo del entretenimiento no tiene que ver en el modelaje del gusto del público es perverso. Tampoco el Estado está para ese fin, pero sí para poner una mesa de juego equitativa. Y sí, para proteger, promover y reforzar la estructura cultural del país, cimiento de identidades y avance social.

 

En un momento donde no falta la creatividad y el talento, faltan las oportunidades. En estos tiempos aciagos en los que nuestro violentado país precisa de ejercicios visuales de memoria, reflexión y crítica, o bien de identidad, es cuando se dinamitan los puentes entre los creadores y su público. Por eso conmocionó el discurso de Leduc, porque puso en evidencia que detrás de la pirotecnia declarativa, para el Estado mexicano la cultura es una más de las ruinas que mantener al mejor postor. Y la mano invisible del mercado se encargará del resto.

 

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Sobre el autor

Óscar Montemayor

Originario de la ciudad de Monterrey. Tiene estudios de licenciatura en comunicación y posgrado en Artes Visuales. Se dedica profesionalmente al cine y a la producción audiovisual, además de la actividad académica. Ha participado en proyectos como director, guionista, productor y editor, algunos de ellos seleccionados en importantes muestras y festivales nacionales e internacionales: Venecia, Londres, Ciudad de México, Göteborg, Trieste y Guadalajara. Ha recibido algunos premios y becas para el desarrollo de proyectos cinematográficos a nivel estatal y nacional.

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