¿Qué impulsó a nuestros antepasados a levantar esas piedras informes, la mayoría de las veces, y sin embargo cargadas de algo misterioso que no sabemos cómo calificar? Esos dólmenes, esos menhires y tantos túmulos. Me he plantado frente a ellas con la rara sensación de rozar el infinito. Piedras albatros, donde su asentamiento en la tierra las hace torpes y ajenas a este tiempo de hoy en que reinan no las mariposas sino los artefactos, feos artefactos cuadrados, rectangulares, opacos. Ellas, las piedras no me remiten al simulacro de la vida, a la prótesis en que los humanos hemos venido a parar. Me acercan a la Muerte. Muerte con mayúscula, Muerte de persistencia, Muerte rotunda hecha de granito y laja, mármol y obsidiana. Porque ellas se levantan, se levantaron para eso, a causa de la Muerte, para honrarla, para retrotraerla de tal modo que los rostros que esconden no pudieran ser olvidados.
Nuestra primera creación no es a causa del juego ni del ocio, ni por hacer cualquier cosa bonita que nos entretuviera del miedo o del frío. Nuestro impulso estético viene de la Muerte. De la Muerte de quienes amamos y no queremos olvidar. Las piedras acumuladas de todos los sitios del mundo, en todos los rincones de la tierra, esos torpes amontonamientos pedregosos que uno ve al borde de los caminos y los senderos, en la profundidad del bosque y en las colinas y las costas, significa la ausente presencia de alguien que fue amado por su clan, o su familia o su amante o sus hijos. Se prolijó el hombre al hacerlos, acuñó recursos, reflexionó con las manos, soñó lo imposible: el lento regreso de los seres queridos. Acaso entonces levantó un altar con las mismas piedras que señalaban la pérdida para procurarse el vuelo de la esperanza, de los milagros, del eterno retorno. Entonces la muerte creó los primeros dioses con las caras de los que habían partido inexplicablemente.
Luego de la acumulación de piedras llegaron los primeros monumentos, toscos e informes, representaban a algún valiente, a algún padre comunitario, algún defensor del clan y su tierra, que había sido amado por su pueblo o sus huestes, o tal vez temido. Antes, los tiempos habían grabado manos en todas las cuevas. Manos, dedos, palmas, huellas de la existencia de un aliento que estuvo allí y deja su marca. Mucho después la primera pintura que denunciaba una cara, significó también aunque no lo advirtamos, un perfil en particular, el hálito de un ser que quedó grabado a causa de un contorno y unos colores. El retrato fue alguna vez sólo la recuperación de ese hálito que se había agotado. Es verdad que en el principio todos los retratos se parecían, todas las esculturas se parecían, sin embargo estaban encarnando la diversidad de seres humanos que hubieron de ser amados y cuya partida había producido tal desolación como para querer retenerlos a través de unos rasgos grabados, que implicaban todos los rasgos de la tribu, y que por eso mismo, para sus herederos, era único e inconfundible.
Vale decir la obra de arte nace a causa de la Muerte. Como forma de retener lo que se ha perdido. Será después cuando lleguen las palabras que iluminarán las arenas y los matorrales y cubrirán de vida el páramo o el valle que alguna vez fue habitado como si fuera el jardín de las delicias. Piedras, pigmentos, yesos, monumentos, manos y rostros grabados, y por fin la palabra iluminando sus contornos, son la conciencia de que hay un más allá de “el gran universo oscuro del que la literatura puede definir sólo una parte, lo más cercano, reconociendo sin embargo que es parte de la noche general circundante”, según confiesa José Donoso en sus memorias.
A causa de la Muerte estoy hablando de la Memoria. Muerte y Memoria se entrelazan en una mórbida espiral inacabable. Me atrevería a decir que todo el Arte es Memoria consentida o inconsciente. Pero la literatura…¡ay, la literatura! Esa recuperación de las imágenes más allá del olvido. Ese empecinamiento del que escribe en querer hacer del pasado el presente y proyectarlo más allá de él, arrojándolo al futuro.
No obstante lo que conmueve y agobia es que la mayoría de nuestra literatura latinoamericana, pienso en la sureña particularmente, está hecha en el olvido. Quiero decir en el exilio que lleva a ver lo que hemos perdido con una suerte de aura que nos propone el ejercicio de la memoria como un juego de las escondidas. Está pero no está, es pero no es. Memoria que se va por las entretelas del realismo mágico, que se pierde en las fronteras de los cuerpos libidinosos, que se arranca la cara en el momento del reconocimiento.
Los que nos fuimos de nuestra tierra, los que nos exiliamos, apelamos a la memoria como si ella pudiera devolvernos un mundo que desde nuestra partida, es infinitamente extraño. Muchos de nosotros nos pusimos a escribir, o mejor aún no podemos dejar de escribir porque somos marginales. En alguna parte tenemos que vivir por cierto, entonces vivimos en la reconstrucción de mundos que se nos han vuelto inaccesibles. Los de nuestra patria. Los que fueron nuestros, los que en el presente parecen añorarnos y sin embargo uno llega, porque a veces uno llega, quiero decir regresa, con el oculto ánimo de reconocer y ser reconocido, y ambos movimientos se tergiversan, se trastocan, operan en sentido contrario y entonces lo que es peor, uno sigue escribiendo de aquellos pagos en la propia tierra o por el contrario en la tierra ajena que ahora es la suya tergiversando los datos, los nombres y retorciéndolos en este único lugar que es el presente y que es el aquí. No sabe cuál, porque ya no los reconoce y cree estar siempre en otra parte.
Sin embargo se ha hecho la tarea, se ha puesto la memoria en la proa y se han recuperado miles de leguas y de lenguas que no tienen su lugar en el presente. El escritor ahíto de nostalgias ha provisto a pesar de ello, el rostro que había partido. Se enseñorea en los retratos de los desaparecidos, los idos, los perdidos, los que no volverán. EL escritor, quien de alguna manera es siempre un exiliado, atrapa al vuelo el aire de aquella pianola, el blues de aquel bar, las puertas destrozadas de aquella universidad, los gritos de los muchachos o la soledad de las mujeres viendo pelear a sus hombres, y toda la Muerte que ello conlleva se cifra en la letra que ha sabido parir.
También el escritor exiliado no respira por las ropas y las modas, se aloja en las calles y su despilfarro, se acerca al transeúnte común, ese que no pelea por nada sino por sobrevivir y de un trazo lo perfila entero y nos lo regala como quien ofrece un caramelo a un niño o una flor a una muchacha. Y así nos deja la memoria de lo pueril y cotidiano, que también es memoria trascendente.
La memoria está presente en un cuadro de Orozco o de Izquierdo o de Herrán, como está presente en la fuente de Lola Mora en la Universidad del Sur. La Memoria se pasea cabronamente por los cuadros de Goya y se ampara detrás de la sabiduría popular de Sancho Panza. Esa Memoria que es alusión de la Muerte.
Memoria y Muerte, hermanitas gemelas que nos acompañan desde que venimos a ser gente.
Tremenda relación entre muerte, memoria y arte. Felicidades por este ensayo claro y poético a la vez. Solo es confuso el párrafo que dice “…y cuya partida había causado tal desolación como para querer retenerlos a través de unos rasgos grabados, que implicaban todos los rasgos de la tribu, y que por eso mismo, para sus herederos, era único e irrepetible.” Porque debería decir “eran únicos e irrepetibles” para concordar con “rasgos grabados”. Entiendo que puede referirse al sustantivo “retrato” del enunciado previo, pero la distancia permite la confusión.