Hablar de Federico Campbell es hablar de mi padre. En su biblioteca leí las primeras entregas de Máscara negra, la columna que el tijuanense publicó en La Jornada Semanal de septiembre de 1989 a enero de 1993. Ahí, bajo la lámpara de su mesa de trabajo, conocí los nombres de Dashiell Hammett, Raymond Chandler, Chester Himes, Jim Thompson. Ahí también llegué a familiarizarme con los apellidos de Hank González, Ruiz Massieu y Colosio Murrieta. La educación sentimental del salinato parece haber sido esa: la estrecha relación entre crimen y poder. Campbell, lector cuidadoso de Leonardo Sciascia, fue su mejor columnista literario, su mejor comentarista político, su mejor intérprete.
En aquella mesa de trabajo aprendí lo que muchos años después leí de manera directa en Padre y memoria, último libro del autor: “El lector mexicano actual podría asimilar su experiencia del Estado o de la ley con el fantasma del padre encarnado en Pedro Páramo. Porque Pedro Páramo es una mentalidad, un resultado histórico y social: somos hijos de una cierta concepción cultural del poder y de una práctica: la de la impunidad y las elecciones siempre fraudulentas”. En el momento en que tropecé con esta frase, comprendí que Máscara negra, más allá de la crítica que pueda hacérsele a esa clase de libros que hipostasian el carácter de una nación echando mano del mito, había sido el Laberinto de la soledad de mi generación. Sólo que en lugar de la alta cultura paziana nuestro telón de fondo era el mundo del hampa y la impunidad. Algunos años después la novela roja que Campbell imaginó en su columna semanal (una novela hiperrealista que trabaja con la impunidad de la clase política, con el uso indebido de las instituciones del Estado para solapar sus crímenes) sacaría a la literatura mexicana de su marasmo académico, acercándola a Rulfo y al periodismo. Estas obras, señaló en una de sus máscaras, llevarían títulos lo bastante sencillos para comunicar el espanto: “Personas desaparecidas, El autor intelectual, Cárceles clandestinas, La reina de las pruebas”.
Siguiendo las huellas de mi padre di pues con la impunidad pero también con el periodismo, la literatura y el lenguaje de una época marcada por la cultura priista. Mi padre fue por igual crítico y transmisor de esa tradición. Como en Kafka, la tradición del padre puede metaforizar el poder, la opresión, la autoridad, la intolerancia; o bien, como en Philip Roth, el legado moral, la ética, el afecto, la resistencia. Lo más seguro es que lo agrupe todo. Porque el cobro de ese patrimonio siempre es conflictivo. Para que se cumpla, para que la transferencia sea completa, creativa, ha de establecerse una tensión entre la tradición del padre (como pasado) y la tradición del hijo (como presente).
Así pues en Federico Campbell la tradición está ligada al padre, acaso porque la madre, al acompañarlo, fijó los objetos, el lenguaje hablado, a un tiempo presente. El padre no. El padre, al estar ausente, requirió de la memoria. En este rescate del padre a través de la memoria el hijo olvida o recuerda mal. Porque la memoria es siempre activa: no reproduce fielmente los acontecimientos sino que los inventa, los recategoriza y reclasifica desde las emociones presentes. Esta idea la encontramos en La clave morse, libro autobiográfico en el que cada hermano recuerda un padre distinto. Ahí el padre es ese telegrafista retirado que manda mensajes desde el pasado. Sus hijos deben conocer el código para reconstruir el mensaje, reinventándolo en el proceso. Porque el lenguaje, como la memoria, lo pigmenta todo, lo transfigura: “El lenguaje da espesor al tiempo olvidado y establece un diálogo con el presente”.
Como uno de los padres de la literatura tijuanense, Federico Campbell cultivó casi todos los géneros: la nota periodística, el cuento, la novela, el ensayo político y el literario. De éste, escribe: “Tesis sin prueba, el ensayo literario propone, sugiere, insinúa; aspira a la persuasión y sólo puede encomendarse a las pautas que aconseja la retórica en su parte más inventiva: la argumentación”. Con el propósito de persuadir, el ensayo literario puede llegar a la mentira, nunca al engaño. Porque la creación literaria, en palabras de Óscar Wilde, apuesta por una verdad más profunda que aquella que emerge de “la deplorable preocupación por la exactitud”. La mentira es proliferante, se desdobla en la fabulación. La mentira es a la literatura lo que el olvido a la memoria: la posibilidad de tornar la tradición del padre (de Sciascia, de Rulfo) en la memoria del hijo (Tijuanenses, Traspeninsular).
De estas cuatro combinaciones (crimen y poder, padre e hijo, memoria y olvido, pensamiento literario y mentira) surge el mensaje de Campbell: si la tradición la hacen los padres, la literatura la escriben los hijos. En esa reinvención de la tradición (emprendida por Franz Kafka, Juan Rulfo, Philip Roth, Raymond Carver, Paul Auster, Jonathan Franzen) se ubica la obra del tijuanense: “Ese periodista de La Jornada Semanal al que deberías leer porque no tengo idea de qué hacer contigo y este país se desfonda,” sentenció mi padre una tarde de domingo. Y así lo hice. Veinticinco años después, en medio de una crisis social que se agrava, comprendo el porqué: “Necesitamos saber contarnos a nosotros mismos para poder ser lo que somos, no para asimilarnos a lo que los demás creen que somos. Vamos escribiendo y editando nuestra vida buscándole una forma narrativa, un tono, una verdad interior”.
Si es cierto que somos hijos de una cierta concepción cultural del poder, en nosotros está la posibilidad de transmutarla, desanudando en la ficción una tradición política que liga el poder con la impunidad y el crimen. La obra de Campbell nos permite reconocer y transfigurar el código a partir del cual se organiza todavía nuestra vida pública. Este:
Imagen: Federico Campbell (izquierda) con Leonardo Sciascia, en 1985