Las juntaba en un bote de plástico con tapadera porque cada mes venía La Bruja a cambiárselas a mi padre por aceite quemado que, lo sabíamos muy bien, le daban en el taller mecánico de Fito. Prácticamente yo era la dueña del imán y mi trabajo por las mañanas se limitaba a pasarlo entre los fierros grandes y de desecho para atraer las limaduras y rebabas. Todo era juego en ese entonces, desde sacudir los filosos cortes, hasta limpiar el polvo de geométricos fragmentos de fierro; ya sabía yo que en casa de La Bruja ella le daría una revisada minuciosa para que quedara sólo lo más fino, lo que no se sintiera de inmediato. Varias veces le había preguntado a mi padre sobre el porqué de la obstinación de La Bruja por las limaduras. Se había inventado varias razones: la que más me gustaba era esa que hablaba sobre su hijo, El Mago, que las utilizaba para el efecto de Lluvia de Estrellas. Alguna vez lo intenté en la noche oscura y funcionó: se prendía una pequeña fogata y se espolvoreaban las limaduras sobre las llamas. Era lindo cómo se encendían, cómo refulgían y aparecían las estrellas, aunque a mí me gustaba más imaginarlas como luciérnagas de vida breve, allá en los ranchitos afuera de la ciudad, al límite de las acequias y de las norias. Pero ahora sé que mi padre nunca me dijo la verdad, y yo, en serio lo digo, tampoco lo haría si tuviera hijos, aunque seguramente también ya me los perdí.
La señora esa era mala, “mujer mala”, le decía mi madre mientras se pintaba las uñas en la banqueta al empezar la noche. Creo que para esos años ya no se prostituía, sino enseñaba a unas jovencitas a defenderse de los hombres malos, de los que disfrutan estrangular y amoratar la carne. También las protegía con fiereza: decían que cargaba en su bolso, entre muchas agallas nocturnas y el dinero sujeto en una liga, una pequeña pistola que usó dos veces, allí en las bardas del aeropuerto, donde sucedían los tratos. Por eso las chicas la respetaban, la querían y le pasaban su cuota, aunque las extinguiera tan rápido.
Yo nunca le sonreí siquiera, me tenía prohibido mi madre hablarle, aunque a cada rato me regalaba paletas de dulce cristalino, de colores bellos, como los peces de las peceras en el acuario. Mi padre, sin temor alguno, las arrojaba al Rengo y a la Güera, los perros guardianes del taller que lloraban cuando La Bruja aparecía, apenas, doblando la esquina, allá pegada al aeropuerto. Yo la veía venir, a la vez que los perros la olfateaban: yo con los ojos, los perros con el olfato, atinábamos que se acercaba. Acostumbraba a mirar fijamente esa calle, no por ella, sino porque esperaba la llegada o el despegue de los aviones: esa sensación sigue siendo un suceso para nosotros, mi padre y yo.
Las vecinas decían que se amargó porque nunca tuvo hijos, que de ahí venía la maña de hacerles eso a las pobres muchachas de la barda del aeropuerto. Como si los hijos las hubieran salvado a ellas del pecado de lanzarles escupitajos a las muchachillas esas que se vendían con sus esposos. Ellos también debieron salir afectados, ahora que lo pienso; imagino que las molestias se extenderían desde su centro hacia el interior, recorrerían sus conductos hasta llegar a la vejiga, al estómago: luego el cáncer en otro cuerpo, en el de los hombres que también morirían. Me traje la duda hasta estos años, después que ya había muerto La Bruja: ¿funcionan mejor las limaduras metidas con crema y embarradas o bebidas junto con Choco Milk? Introducírselas es horrible, mejor beberlas, así, disimuladas en los grumos de chocolate, que casi no sepa el sabor a sangre seca que tiene el fierro.
No sé de dónde mi padre le sacaba un hijo mago a La Bruja, no sé de dónde imaginó que el polvo servía también para hacer decorados de cuadros que retrataban las dunas de Samalayuca: yo nunca he visto que las dunas brillen como la plata, ni que en ellas exista ese gris brillante de los animales del monte. Esa arena siempre es café, a veces casi blanca con pequeños pozos de sombra, según el sol y su caminar. Además, por qué le inventó, también, un hijo pintor, si esa señora había utilizado las limaduras adentro, en su cuerpo: decían que así lo aprendió allá, en ese pueblo que, aseguraba mi mamá, estaba lleno brujas de pócima en mano.
Lo entendí tarde, ya cuando junté todas las ideas, todas las pláticas: las del cáncer de las chicas, la de los maridos y sus secretos, la de las muertes tempranas y las de las formas de abortar. Los recursos de La Bruja fueron siempre efectivos, pero no deja de sorprenderme que ella haya muerto tan vieja si también tenía en su cuerpo esas limaduras que impiden hijos, que llagan por dentro, que matan rápido y que yo juntaba con la curiosidad de una niña que exploraba la vida entre los fierros del taller de su papá, mientras esperaba la llegada de los aviones.