Cuando pienso en la memoria, me acuerdo de la sonrisa de una tía de mi madre que padecía el mal de Alzheimer. Era justamente el gesto afable lo que le funcionaba como una máscara de disimulo a su condición, una coraza que impedía traspasar al exterior esa mezcla de angustia y horror y que al mismo tiempo era capaz de sostenerle el infinito instante de intentar ubicarse en los rostros e historias de aquellos que decían conocerla.
¿Qué somos sin la memoria? Acaso cascarones de un mecanismo ausente, un recipiente vacío.
Samuel Beckett dice, a propósito de Proust:
“El individuo es el escenario de un proceso constante de trasvase, trasvase del recipiente que contiene el flujo del tiempo futuro, manso, pálido y monocromo, al recipiente que alberga el flujo del tiempo pasado, agitado y pintado de múltiples colores por los fenómenos de sus horas”. [1]
Escribir es un también un ejercicio para la memoria. Frase cliché de los literatos, pero también de los manuales preventivos de salud. La grafía fija el intento de hacer permanecer la entelequia del presente y vacilar entre ese estado de trasvase al que nos somete el tiempo y en el que nuestra identidad se encuentra igualmente trastocada.
En “Cenizas a las cenizas”, Harold Pinter pone al descubierto un ejercicio en el que la memoria desconoce a sus poseedores. La obra es una conversación que comienza en el indagatorio celoso de un amante por el pasado de su pareja y se va hundiendo en la arena movediza del recuerdo hasta convertir a una de los protagonistas en el eco de un acontecimiento histórico atroz, pasado y sin embargo siempre presente, como lo es la desaparición o la violencia sistemática de unos contra otros, como si el código genético de la humanidad ya lo contuviera en su inventario.
¿Quiénes somos cuando recordamos?
Hace diez años, buscando un acto que representar y siguiendo los pasos de Pinter, yo escribí en un cuaderno:
“Mis recuerdos son los recuerdos de otras personas. Lo que yo he visto antes ha sido visto por otros. Nada me pertenece.”
Este era el inicio de un reto que me impuse para crear una obra sobre el tema de la memoria, más tarde titulado “Prohibido acostarse al sol”. Para abordar el asunto hice antes varios ensayos, las más de las veces forzados e impositivos, a los que la obra se resistió imponiendo una serie de movimientos internos, fragmentos, imágenes, ecos que utilizaban a las palabras como vehículos de transporte.
El resultado fue un espacio en el que no existe ya el horizonte de futuro, pues la catástrofe ha alcanzado a la humanidad, lo único que queda a los personajes es recordar. Una tortura inversa al que enferma de olvido.
Años después de haber concluido la obra en una llamada de teléfono alguien me dijo: “Tú en realidad no sabes lo que hiciste con esa obra. Esto va más allá de ti.”
Y tenía razón…
El camino de mis pasos cotidianos me hizo encontrar ecos de esos movimientos que yo creía tan personales en el accidente nuclear de Chernobyl, el personaje de la replicante Rachel de la película Blade Runner y hasta, como le fue señalado a un joven director de la puesta en escena el año pasado, con el libro del Eclesiastés de la Biblia:
“¿Qué es lo que fue? Lo mismo que será. ¿Qué es lo que ha sido hecho? Lo mismo que se hará y nada hay nuevo debajo del sol (…) No hay memoria de lo que precedió, ni tampoco de lo que sucederá habrá memoria en los que serán después.”
Al componer aquella obra hice una suerte de rompecabezas en donde mis piezas se correspondían con otros continentes. Descubrí que en su acción de trasvase, el tiempo ejerce al mismo tiempo una filtración.
¿Quiénes somos cuando recordamos? ¿Una especie de actores de nosotros mismos o de otros que jamás hemos visto?
Recuerdo que alguien me contó del caso de otro enfermo de Alzheimer al que rodearon de notas en las que se indicaba para qué servían los objetos y le ponían alarmas para recordarle las horas importantes. La vida de este hombre era como un museo rodeado de fichas técnicas, indicios, “restos acústicos, restos visuales”.
Intentando ubicar el origen de esta historia, me descubro un gesto en el rostro que seguramente se parece al de aquella tía. Oscilo imperceptiblemente en un movimiento interno y permanente. Un mecanismo del cual no percibo el ruido y sin embargo… No lo logro. Creo que en realidad es una memoria falsa. Algo que tal vez vi en una película.
“Hacia el final de la obra, tanto la habitación como el jardín que asoma al fondo están apenas ligeramente definidos. La luz de las lámparas se intensifica considerablemente, pero no ilumina la habitación.”[2]
[1] Samuel Beckett, “Proust”, Tusquets Editores, México, 2013, p.p 19.
[2] Harold Pinter, “Cenizas a las cenizas”, Revista (Pausa) TEXTOS Nº 0, Sala Beckett, Barcelona, España, 1996.