La escuela suspende al estudiante en un ambiente diseñado para aislarlo, es un sitio exclusivo para el aprendizaje, el análisis, y la experimentación exenta de las urgencias del mundo exterior. Paradójicamente, la meta de este aislamiento es precisamente la preparación de los alumnos para la vida fuera de la escuela, para la “vida real”
Boris Groys
El espectáculo escénico rebasa la finalidad del mero entretenimiento para convertirse en teatro. Lo consigue al infectarse de realidad: así puede reflexionar sobre sus propios medios (los del teatro y los de la realidad) y trascender aquella expectativa básica que espera de él distracción nomás, una complacencia, para de veras generar arte y conocimiento.
Si no realiza esto, no es lo que promete; si ni lo busca y se llama a sí mismo teatro: usurpa, miente. Se refocila en el confort de la representación tradicional burguesa y las reglas, ya guangas o rendidas, que este grupo instauró con su recién adquirido poder económico en algún punto del siglo XIX y cuyos productos estaban medidos para aislarse en sus salones exclusivos: los edificios teatrales. Se montaban obras por y para ellos y, así, antes de que acabara ese siglo ellos mismos ya habían dado con la traducción escénica “perfecta” de su drama burgués: la puesta en escena.
Tal perfección, a decir de José A. Sánchez en La escena moderna:
Había resultado de enormes concesiones realizadas tanto por el dramaturgo como por el director teatral: el primero, en aras de la verosimilitud y con el fin de alcanzar la máxima precisión en su cometido, hubo de reducir la acción al mínimo, encerrándola en muchos casos en el marco del salón burgués; el segundo, en virtud de la fidelidad del drama, se vio obligado a renunciar a todos los procedimientos espectaculares, limitando su misión, en algunos casos al estudio psicológico y la decoración de interiores.
Pero la puesta en escena también convocó al surgimiento del director escénico; su figura aparece en ese contexto ambiguo, en esa crisis, y sus miras apuntan a la elevación del teatro a la categoría de arte —lo que sucederá acaso hasta entrado el siglo XX. Antes sólo la literatura dramática era considerada así: el dramaturgo Sófocles era artista, no quienes lo actuaban, y en su tiempo la representación de ningún drama de Shakespeare fue orquestada para el público por nadie en particular o su labor no ameritaba nombre, dignidad: luz.
La luz es otro factor. El domesticar la iluminación por medio de dispositivos eléctricos contribuyó determinantemente a la puesta: con el encendido y apagado de las luces la convención de la cuarta pared naturalista se afirmó; ahora aparentaba estar ahí: lucía. La puesta en escena que cristalizaba en esa distancia transparente halló su mejor oportunidad en el realismo ilusionista; mientras Konstantin Stanislavski, avatar del teatro moderno, hacía su incursión en aquello que habría de consolidar. El método siempre fue un sistema vivo, en proceso y cambio continúo, pero su antinatural apropiación por escuelas que aún hoy perpetúan el viejo realismo ilusionista que respondió al siglo XIX, produce un teatro indefinido o en descomposición: artísticamente muerto.
¿A qué formación responde la escena que prima hoy, aquí; a qué escuelas, artísticamente hablando? Hay un error en la interpretación (hermenéuticamente, también): la obra continúa un desfase. La contradicción es más obvia en los jóvenes estudiantes, en ellos conviven por lo menos dos tensiones. La primera y más natural en la juventud: el rechazo a lo “viejo” y la consecuente búsqueda de algo alternativo, acaso propio de la generación; la segunda: la holgazanería y el desdén, la inercia, la negación al riesgo y la renuncia al devenir: su precoz envejecimiento. Este desfase es la brecha, la huella, de que la mayoría de los teatreros regiomontanos fuimos formados en las escuelas asépticas del aislamiento. Como si antes de la primera función hubiéramos “crecido” en camerinos sin conocer jamás el escenario ni al público, fuimos estrenados sin ensayo o incluso afuera continuamos ensayando sin llegar a estrenar.
Teniendo consciencia de esto, ¿cuál es nuestra responsabilidad? Como estudiantes de arte, ¿atenernos a la escuela? Como maestros de esas escuelas, ¿qué artistas formamos, para qué sociedad? Como artistas, ¿quiénes somos haciendo lo que hacemos? Hay una situación particular, ahora, en esta ciudad, en este país. Esta responde por decisiones y omisiones tomadas o no antes por gente como nosotros, formadas en escuelas iguales. La guerra y la incertidumbre han causado las mejores propuestas artísticas en la historia; también las peores propuestas artísticas en la historia han contribuido a causar la guerra y la incertidumbre.
Más allá del certero clisé sobre que el arte tiene un papel que desempeñar, el arte indefectiblemente lo ha desempeñado: para bien y para mal. Para una sociedad más justa, humana y visionaria, o para una gobernada por criminales; formando o artistas geniales o a ese falsamente irresponsable gremio de los idiotas sensibles —Margules dixit.
El arte contemporáneo es una historia de infecciones, y a los estudiantes ya no se les puede aislar… A los estudiantes puede seguírseles aislando, pero no hay justificación: a menos que tu cometido como maestro o institución sea contribuir a la decadencia de esta sociedad. La educación artística teatral está en crisis y eso es bueno aún, pues como afirma Pierre Bourdieu: “Una institución en crisis es más reflexiva, está más dispuesta a la interrogación sobre sí misma que una institución sin problemas”.
Nuestra institución los tiene –problemas–; nuestro país los tiene. Que continúen sin solución está dado de antemano y no nos necesita para nada. Lo único que nos queda por hacer es formular respuestas: formar artistas para un teatro vigente, vivo. Artistas. Para un teatro.
In Memoriam Dardo Aguirre: el primer maestro de la Facultad de Artes Escénicas de la UANL. Con gratitud y en deuda.