¡Qué magnífica historia sería la verdadera historia de Hemingway contada por él mismo! Pero no, nunca la escribirá. Al fin y al cabo, tal como él mismo dijo, hay que hacer carrera
Gertrude Stein
Los bachilleres
Para colmo, fue Hemingway y no Joyce quien marcó mi vida de lector adolescente. París era una fiesta y Tampico un puerto tristón con cuatro o cinco bares habituales en donde se nos conocía como los bachilleres. En las escolleras, con bailarinas de nombres disparatados, íbamos señalando con el dedo los lugares en que había transcurrido nuestra infancia: las palapas, los antiguos balnearios, la refinería, la bocana, y así hasta que nos amanecía en los hormigones con forma de matatena escuchando el silbido de las toninas. Habitábamos una ciudad fantasma desde aquel año en que un ajuste de cuentas nos había enseñado lo que era un helicóptero Hércules. Entonces se descolgaron retratos, desapareció el fútbol, las clínicas homeopáticas fueron quedando como meros cascotes donde se oxidaban camas hospitalarias. Y en aquel fin de fiesta yo cargaba con un solo libro y una libreta de apuntes.
París como escritura
Poco queda de aquel primer encuentro con Hemingway. Su versión sobre el París de los años veinte está cruzada por una ética espartana que cada vez me resulta más ajena. Pero todavía me persiguen ciertos rituales y manías. Pienso, sobre todo, en el capítulo llamado “Miss Stein imparte cátedra”, donde además de señalar la importancia de la primera oración recomienda parar de escribir antes de que la historia quede en un punto muerto, de manera que pueda retomarse con facilidad al día siguiente. Con París era una fiesta aprendí lo que era enfriar los textos, guardarlos en un cajón hasta que fuera posible volver a ellos como si los hubiera escrito un extraño al que estamos condenados a enmendar la plana; aprendí a respetar los horarios de la creación, a no fatigarla, a permitir que se recargara entre jornada y jornada. El viejo escritor, con su vocabulario habitual, llamaba a esto “una disciplina buena y severa”.
Sin embargo, no son las lecciones de carácter práctico las que tengo más presentes, sino aquellas otras que se asemejan a las manías del jugador de casino —un tirón de lóbulo, soplarle a los dados, putear al crupier, jugarse el resto—; pequeños gestos que en el caso de Hemingway van de la mano con el olfato y el tacto: pelar lentamente una naranja cuando la escritura no marcha; el olor de la madera en el proceso de afilar los lápices; el tacto de una pata de conejo en el bolsillo del pantalón. La intimidad de la escritura, no sus reglas.
El memorialista
Pero hace poco regresé a al libro y descubrí algo más, algo que a los diecisiete años se me escapaba. Me interesaba entonces, digo, ese retrato del escritor joven que renuncia a la seguridad de un trabajo de reportero, encara los retos de una vida azarosa y se entrega al perfeccionamiento de su arte de la mano de Gertrude Stein, Ezra Pound y Sherwood Anderson. Hay cierta ambigüedad en este personaje: por un lado, nos presenta sus años de aprendizaje en el París de los años veinte; por otro, nos niega la experiencia de ese proceso al presentarse como un artista maduro. Podría decirse que esta doble mirada surge de la estructura de la memoria como género literario. El memorialista superpone la experiencia del que narra al material narrado. Otros han sacado ventaja estética de este cruce de puntos de vista. Pienso, para echar mano de otro exiliado en París durante los mismos años, en El buen soldado de Ford Madox Ford, una novela que juega con esa clase de registro. A Hemingway no le interesa desautorizar a su narrador sino contribuir a su triunfo. En este sentido, en el episodio donde Hadley pierde una maleta con los “trabajos de aprendiz” de su marido es elocuente. Al retomar la escritura, Hemingway no sólo logra remontar la contrariedad con el temple que caracteriza a sus mejores personajes, sino que asegura para el resto de su obra un rango de madurez retrospectiva. El genio nace de golpe y barbado.
Lo que trato de decir es que, en mi caso, el carácter didáctico de la obra se vio ensombrecido con la relectura. Pero lo que surgió en su lugar fue la figura de un joven explorador reconociendo un terreno que lo amedrentaba y fascinaba al mismo tiempo. Una figura mucho más entrañable, fresca y vulnerable que los personajes masculinos a los que el autor nos tiene acostumbrados.
El cartógrafo
La obsesión de Hemingway con el espacio no es privativa de su libro de memorias. La encontramos en muchos de sus cuentos. Pienso en “Campamento indio” y “Colinas como elefantes blancos”. En el primero, un médico de provincia aborda una embarcación en compañía de dos indios, su hijo —Nick Adams— y el tío George. Se dirigen a la reserva que se encuentra en la orilla opuesta del río con el propósito de atender a una india que está en labor de parto. El médico quiere compartir con el hijo los hechos crudos del alumbramiento, presentarse ante él como el hombre a cargo de los asuntos primordiales de la aldea. Muchos críticos han señalado que el tema principal de la narración es la hombría y el valor del estoicismo. Lo que no han dicho, al menos que yo sepa, es cómo se logra. Me parece que la educación de Nick se desprende de la disposición jerárquica del espacio hecha por el narrador en tercera persona. Me explico: mientras que el río separa el territorio del padre del atraso social del campamento indio, la choza separa el mundo femenino del masculino. La presencia del chico tiene como marco, como cobijo, el discurso del padre, traductor del sinsentido que impera en la reserva. Esta presencia es la que establece una frontera entre los indios y el hijo del médico. Dentro de esta primera división externa se monta una división interna entre hombres y mujeres: mientras que los primeros fuman en los alrededores de la choza esperando el desenlace de la crisis, las primeras reconfortan a la parturienta. De hecho, el conflicto que plantea el texto gira en torno al marido de ésta, que al haberse accidentado tres días antes, no puede abandonar la habitación. El hombre yace en la litera superior, fumando en pipa, visiblemente nervioso. Trastocar ese orden espacial supone su condena: mientras la mujer da a luz en la litera inferior, él se degüella en silencio, incapaz de soportar los gritos de su esposa. A lo largo del cuento, Hemingway ha trabajado con varias oposiciones espaciales que tienen como correlato actores sociales: orilla/orilla opuesta (médico/indios), afuera/adentro (hombres/mujeres), arriba/abajo (marido/mujer), vida/muerte (femenino/masculino). La misma clase de análisis podría aplicarse al segundo cuento, donde la oposición entre el universo masculino y el femenino se da en una estación de tren. La decisión que tome la pareja habrá de afectar el rumbo que tomen sus vidas, ya sea en dirección a campos de grano y árboles (fertilidad) o bien a una hilera de colinas pardas y secas (fin de la relación).
El caso de París era una fiesta es más interesante porque revela la manera en que Hemingway experimentó el encuentro de dos culturas en los años en que Estados Unidos se abría al mundo. Dice Malcolm Cowley, protagonista de esa generación de estadounidenses que emigró a París durante la década de los veinte:
We were not being prepared for citizenship in a town, a state or a nation; […] instead we were being exhorted to enter that international republic of learning whose traditions are those of Athens, Florence, Paris, Berlin and Oxford. The immigrant into that high disembodied realm is supposed to come with empty hands and naked mind, like a recruit into the army. […] The ideal university is regarded as having no regional or economic ties.
Este ideal universitario de manos vacías, lo sabemos, nunca se cumple. Siempre hay un cartabón que traza el territorio con antelación y que moldea muchas de nuestras impresiones. El mapeo que Hemingway hace de París tiene mucho de esa labor cartográfica a la que se aferra todo inmigrante. El centro de ese territorio personal son los varios departamentos que ocupó con Hadley y su hijo Bumby. Todas las mañanas lo vemos salir de casa, hacer un breve comentario acerca del clima e internarse en las calles parisinas. El explorador americano lleva siempre una brújula y un código de conducta en el bolsillo. Podemos o no coincidir con él, lo que no podemos es dejar de agradecer ese recorrido por un bosque lleno de excentricidades y peligros. Sucede entonces algo francamente extraño: París se convierte en un objeto de deseo precisamente porque hay un dormitorio americano como centro de partida y de llegada. O como él mismo escribe: “París era una ciudad muy vieja y nosotros muy jóvenes; allí nada era sencillo, ni la pobreza ni el dinero ganado repentinamente; ni la luz de la luna ni lo bueno y lo malo; tampoco la respiración de una persona tendida a tu lado bajo la luz de la luna”.
Coda
Guardo algunas libretas de aquellos años y me doy cuenta de la enorme influencia que tuvo Hemingway en la elaboración de esos apuntes. Tampico me fascinaba, pero al mismo tiempo guardaba una distancia prudente frente al desmantelamiento de todo un estilo de vida. Estilo de vida que nunca fue el mío, hay que aclararlo. Mi padre era un maestro de secundaria y mi madre una telefonista que se habían mantenido al margen del sindicato petrolero. Recuerdo muchos partidos de fútbol que se desarrollaron contra las bardas de las colonias privadas de los ingenieros. Balón que cruzaba al otro lado, balón que se perdía; no había manera de traspasar aquella frontera. Pero lo que vino después, lo que se impuso lentamente a partir de aquellos años de modernización contribuyó en mucho a la situación actual del puerto. Nada era sencillo entonces ni ahora. Tampico era una ciudad muy vieja y nosotros muy jóvenes. A la distancia, me reconforta pensar que en mis recorridos por aquellas calles fantasmas siempre me hice acompañar de un libro de Hemingway y una libreta de apuntes.
*Artículo publicado en Interfolia de la Capilla Alfonsina Biblioteca Universitaria, UANL.