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Melodrama, cine y política

octubre 24, 2016Deja un comentarioArtículos, CineBy Jaime Villarreal

fassbinder-rainer-wernerIncluso el melodrama es verdadero porque si no hay familias así, si no hay situaciones así, las familias cuando se encrespan, las personas cuando se sienten aisladas o enamoradas o frustradas o destruidas reaccionan melodramáticamente. Creo yo que el melodrama ha sido verdadero en la medida en que se ha acercado al deber ser autodestructivo, trágico, patético de las personas
Carlos Monsiváis

 

 

En una mesa dedicada a la relación entre autores y medios de comunicación, en el décimo Encuentro Internacional de Escritores del Consejo para la Cultura y las Artes de Nuevo León, el escritor Hugo Hiriart, magnífico conversador, afirmó el contraste con el papel de los escritores en cine o en televisión: “El teatro tiene una enorme ventaja sobre todas las otras actividades y esa ventaja es que no le interesa casi a nadie, prácticamente a nadie le importa”[1]. El dramaturgo destacaba así la casi nula censura o la casi completa libertad creativa del autor teatral (“Uno puede poner una obra en la cual una mujer se aparee con un perro o lo que uno quiera y no les importa”) en la actualidad de medios masivos, además del gran respeto inspirado en directores y actores ante la menor posibilidad de modificar las obras dramáticas en la puesta en escena.

 

Muy diferente es el caso de esa televisión masiva y abierta que está empezando a menguar su hegemonía a merced de los servicios de paga y a través de internet. Ese poder se ha manifestado en audiencias de millones o cientos de miles, y quienes hemos aparecido alguna vez en pantalla, así sea en el canal más recóndito de la peor televisión pública, lo sabemos por esa típica observación de propios o extraños en la tienda de la esquina: “lo vi en la tele”. En términos de Walter Benjamin, el teatro es el prototípico arte aurático, irrepetible, que conserva autenticidad, valor de culto, ritualidad, carácter religioso: “El valor único de la obra de arte ‘auténtica’ se encuentra siempre en todo caso teológicamente fundado” (Benjamin, 2008: 17). Me gusta explicar esa aura de la obra teatral señalando la posibilidad de que, durante la ejecución, cualquiera de los presentes en el convivio, diría Jorge Dubatti, actores, público, técnicos, puede perder la vida. Esa ventaja creativa del teatro se manifiesta como desventaja en su repercusión social –una obra muy exitosa, después de una temporada de cien representaciones, difícilmente habrá sido vista por diez mil personas–, frente a la gran capacidad de exhibición del cine o de la televisión.

 

Valor de culto y valor de exhibición entonces son inversamente proporcionales en los términos de Benjamin, que ponderan el atrofiamiento del aura en el siglo XX. En un sentido muy similar, Hugo Hiriart propone una ecuación por la cual el aumento en los posibles espectadores de las obras (en gradación: de teatro, cine y televisión,) y en el monto de dinero con que se producen y patrocinan dichas obras es inversamente proporcional a la libertad y la virtual calidad artística de tales obras. A mayor número de espectadores y dinero de producción, menor calidad y libertad artísticas. No siempre es así, todos hemos visto obras de teatro pésimas y de bajo presupuesto, lo mismo que superproducciones muy bien logradas. Aunque para nadie es un secreto que la verdadera censura de los medios masivos pasa por los patrocinadores de los mismos, al grado de que la televisión comercial se ha vuelto el “arte” insulso de no decir nada peligroso para los anunciantes.

 

De la misma manera en que la reproducción técnica, por ejemplo, de las imágenes religiosas transformó y liberó en los siglos pasados el ritual privado de quien pudo llevar a su casa un grabado o una litografía de una virgen o un santo; la reproducción de la obra de arte por esos y otros medios actuó en detrimento de su auraticidad. La reproductibilidad no le es extrínseca al cine, cuyas copias se pueden generar por miles, sino consustancial:

 

En las obras cinematográficas la reproductibilidad técnica del producto no es, como en el caso de las obras literarias o pictóricas, condición exterior de su difusión masiva, pues la reproductibilidad técnica de las obras cinematográficas se basa inmediatamente en la técnica de su producción. Una que no sólo posibilita del modo más inmediato la difusión masiva de las obras cinematográficas, sino que la exige directamente. Y la exige porque la producción de una película es de tan elevado presupuesto que un individuo que, por ejemplo, podría comprarse un cuadro ya no puede comprarse una película, que es siempre adquisición del colectivo (Benjamin, 2008: 19).

 

Además de los problemas de costo y rentabilidad, libertad y censura, culto y exhibición, destaca, por supuesto vinculado, el de la peligrosidad política de las obras cinematográficas. En este sentido, me parecen muy significativas las coincidencias en la historia del pionero cine silente con la de la de ese espectáculo popular definido en los siglos XVIII y XIX, “mucho menos y mucho más que teatro”, ha dicho Jesús Martín Barbero, llamado melodrama. Este género, más que con el milenario teatro clásico, nació emparentado con el entretenimiento de feria y la literatura oral de las primitivas historias fantásticas o de horror, explica Martín Barbero. Por otra parte, el escritor argentino Ricardo Piglia expone las réplicas de esas historias orales en la literatura impresa (la de Mary Shelley, Bram Stoker, etc.) como producto de una etapa de desequilibrio de la subjetividad europea vigente entre la caída del orden religioso monárquico y la muy posterior aparición del psicoanálisis. Aunque es verdad que esas historias, vehiculadas por el melodrama, no han dejado de tener vigencia en la literatura comercial y en los medios masivos de nuestros días.

 

En el cambio mismo de modelo de producción, de la monarquía feudal al alto capitalismo de las grandes urbes del siglo XIX, se sitúan también algunas transformaciones de lo popular que conformaron la historia cultural en la que el melodrama cumple un papel primordial:

 

Además, desde finales del siglo XVII disposiciones gubernamentales “encaminadas a combatir el alboroto” prohíben en Inglaterra y Francia la existencia de teatros populares en las ciudades. Los teatros oficiales son reservados a las clases altas, y lo que se le permite al pueblo son representaciones sin diálogos, ni hablados ni siquiera cantados, y ello bajo el pretexto de que “el verdadero teatro no sea corrompido” (Martín Barbero, 1991: 124).

 

Por supuesto que esa prohibición, levantada sólo parcialmente en el siglo XIX, responde a la intención de controlar las revueltas de las clases populares que en masa ya entonces habitan las grandes ciudades modernas y trabajan en las industrias nacientes bajo condiciones de explotación brutales. Derivada de esa prohibición de los diálogos en los espectáculos callejeros, en aquel periodo se revive el arte ancestral de la mímica:

 

De otra parte, y por extraño que esto pueda sonar hoy, el melodrama de 1800, el que tiene su paradigma en Celina o la hija del misterio de Gilbert de Pixerecourt, está ligado por más de un aspecto a la Revolución francesa: a la transformación de la canalla, del populacho en pueblo y a la escenografía de esa transformación (Martín Barbero, 1991: 124).

 

Originada en esas obras callejeras, más cercanas al circo que al teatro clásico, Martín Barbero identifica la entrada en escena de las emociones populares exacerbadas por la Revolución. Las historias, los espacios (“calles y plazas, mares y montañas con volcanes y terremotos”), los personajes incontenibles (llamados después planos, en comparación con los caracteres complejos de la novela realista), el tipo de actuación centrada en la grandilocuencia de las acciones más que en la de las palabras, todo ello es propicio para vehicular la flamante expresión de lo popular. Martín Barbero delinea así la estructura dramática característica del melodrama:

 

Teniendo como eje central cuatro sentimientos básicos —miedo, entusiasmo, lástima y risa—, a ellos se hace corresponder cuatro tipos de situaciones que son al mismo tiempo sensaciones —terribles, excitantes, tiernas y burlescas— personificadas o “vividas” por cuatro personajes —el Traidor, el Justiciero, la Víctima y el Bobo—, que al juntarse realizan la revoltura de cuatro géneros: novela negra, epopeya, tragedia y comedia (128).

 

No es casual, entonces, que el melodrama sea el género seminal de la narrativa cinematográfica. Esto es más claro si tomamos en cuenta que, por cuestiones relativas al desarrollo tecnológico, en el cine silente se repitió de forma distinta aquella restricción de la palabra experimentada más de un siglo atrás en las prohibiciones dispuestas sobre el teatro popular francés e inglés. La carencia de diálogos y sonido se subsanó parcialmente en aquel cine fundador con la inclusión de efectos sonoros, música, intertítulos y con la participación de la figura de un explicador en directo: “que se encargaba de dar a los espectadores las informaciones que una mostración, juzgada deficiente (o al menos incompleta) puesto que estaba privada del ‘decir’, no podía fácilmente transmitir” (Gaudreault y Jost, 1995: 35).

 

El cine fue de hecho en un inicio un invento incluido como parte del repertorio de ferias y circos: “No hay que olvidar que quien inicia la conversión del aparato técnico en dispositivo cinematográfico, Méliès, era un ilusionista de barraca de feria, un prestidigitador”, apunta Martín Barbero (126-127). La generación de competencias narrativas cinematográficas más sutiles en realizadores y público sólo se desarrolló con los años. Así, el impedimento del cine silente para reproducir sonidos y parlamentos repitió en buena medida aquella estructura dramática del melodrama que había servido para expresar lo popular hacía más de una centuria: la técnica de actuación centrada en las acciones, la mímica, los personajes arquetípicos y planos, las historias de emociones y desenlaces exacerbados.

 

El antiguo poder de expresión de lo popular originado en el melodrama teatral se masificó con el cinematógrafo y su relevancia política creció junto con la industria capitalizada sobre todo en los Estados Unidos. En el ámbito latinoamericano el melodrama ha sido de una relevancia fundamental. Nuestras culturas predominantemente orales se apropiaron y desarrollaron el registro melodramático a través de diversos formatos desde el siglo XIX en el relato oral, la canción popular, el circo, el teatro, la literatura culta publicada en libros y la de folletín inserta en los diarios modernos de la segunda mitad del siglo. Antes incluso de que cundiera en Latinoamérica el célebre modelo de la pirámide invertida proveniente del periodismo norteamericano, centrado en el pragmatismo del proceso editorial y en la pretendida neutralidad del reportero, las mismas notas periodísticas eran narradas en tono melodramático.

 

Lo mismo ocurrió en el siglo XX en la radio, el cine, las fotonovelas y la televisión. Por su oralidad, los medios masivos han sido vitales en la conformación de identidades en nuestros países, incluso mucho más importantes que la misma tradición letrada abanderada por la alta literatura latinoamericana y reflejada en nuestros sistemas educativos y libros de texto.

 

Como anécdota significativa, recuerdo una entrevista sobre el cine mexicano, otorgada para TV Perú por ahí del año 2000, en que Carlos Monsiváis pregunta y contesta sobre Pedro Infante: “Es el modelo nacional. Si me dices: ‘el mexicano más importante del siglo XX’, te digo sin pensar: ‘Pedro Infante’. Por sobre Emiliano Zapata, por sobre Lázaro Cárdenas” [2]. Las grandes presencias, que no grandes actores, del cine mexicano de los años cuarenta le permitieron a los mexicanos en general desarrollar una personalidad. ¿Qué representa Pedro Infante? Responde Monsiváis:

 

Representa el tránsito de lo rural a lo moderno, a lo urbano, representa un estilo de simpatía, de gracia, de conquista, representa un donjuanismo no afrentoso, representa la masculinidad que llora, representa la postura que no se impone a través de la arrogancia, representa la capacidad histriónica porque es muy buen actor, tanto de comedia como de melodrama, y, sobre todo, representa para millones de mexicanos de la clase que sea la posibilidad de tener personalidad, a pesar del ambiente en el que están viviendo y de donde surgen.

 

¿Quién de nosotros no conoce a un Pedro Infante identificable por sus reacciones y temperamento entre nuestros amigos, conocidos, familiares? Por cierto, a mi abuelo, que aún vive, le apodan Pepe El Toro…

 

Aunque ya no vivamos en aquella cándida sociedad para la que el surgimiento de los medios masivos significó poco menos que el vehículo de una mitología fundacional, el peso específico social y político del melodrama sigue vigente entre nosotros. Muestra de ello es la pasión paradójica generada en México por la muerte del compositor y cantante de música popular Juan Gabriel, autor de temas profundamente melodramáticos, de baladas y de música ranchera.

 

Melodramáticos y anacrónicos, claro, discriminatorios, me parecen los recursos narrativos a los que alude en la actualidad el llamado Frente Nacional por la Familia, con sus reacciones tremendistas y desproporcionadas que, por otro lado, son perfectamente entendibles desde esa competencia narrativa melodramática en la que hemos sido formados.

 

Para muestra, sólo algunas de sus consignas: “México ha despertado”, “es lo más humano de lo humano”, “el Frente Nacional por la Familia está decidido a luchar y ha llevado a cabo diversas acciones en defensa del matrimonio y la familia natural”, “lo que nosotros queremos es que se respete el matrimonio entre hombre y mujer”, “quieren despoblar a los países del tercer mundo para quedarse con las materias primas de los países del tercer mundo”.

 

Y no es cuestión de tendencia política, la izquierda es con frecuencia melodramática. Vuelvo a Monsiváis: “El melodrama no sólo es un género […] sino el modo verbal, gestual y narrativo de acercarse a una realidad cuando se vive en situaciones límite o que se creen límite”. No hay alternativa: “Porque el comportamiento digno es melodramático también, a la usanza latinoamericana. Y el comportamiento respetuoso es de un personaje en el cual la cámara no se va a detener. Y, como todos queremos que la cámara se detenga en nosotros, usamos el melodrama”.

 

En otro canal, en los años sesenta, en oposición al Neorrealismo italiano de Rossellini, De Sica, Visconti, que pretendía retratar la realidad de la posguerra sin mayor intervención del director, surgió en Francia, de la mano de los críticos-realizadores (Truffaut, Godard, Chabrol) de la revista Cahiers du Cinéma (fundada en 1951), el llamado cine de autor, que significó un giro trascendental en el diseño de propuestas críticas, estéticas y políticas independientes de las presiones de la gran industria cinematográfica.

 

Los teóricos, críticos y directores de la llamada Nouvelle Vague definieron ese ejercicio personal del cine como medio artístico de toma de posición y de generación de ideas. Ahora, en el terreno político, se mantiene esa figura compleja del autor cinematográfico responsable máximo de las propuestas expresadas en su cine. Para otra ocasión dejaré el registro de ese cine político de autor que más me gusta: el que no renuncia a la experimentación estética.

 


 

Referencias

Benjamin, Walter. “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”. Discursos interrumpidos I. Filosofía del arte y de la historia. Traducción de Jesús Aguirre. Buenos Aires: Taurus, 1989b. 15-60.

Gaudreault, André y François Jost. El relato cinematográfico. Barcelona: Paidós, 2008.

Martín Barbero, Jesús. De los medios a las mediaciones. Comunicación, cultura y hegemonía. Segunda edición. Barcelona: Gustavo Gili, 1991.

 

[1] Puedo citar a la letra las expresiones de Hiriart porque produjimos una memoria en video de aquel coloquio.

[2] “El placer de los ojos – Monsiváis y el cine” (tres partes), en YouTube (https://www.youtube.com/watch?v=Ex0WeTkaX_g)

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Sobre el autor

Jaime Villarreal

Doctor en Literatura por la Universidad Autónoma Metropolitana Itztapalapa. Es profesor invitado de la Maestría en Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Guanajuato. Sus áreas de investigación son los estudios culturales, la narrativa y el discurso ensayístico latinoamericano. Ha publicado ensayos, artículos y notas sobre teoría y crítica literarias en México, Chile y Brasil.

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