Estoy frente al edificio al final de la loma. He puesto los tanques en su lugar y tapiado las puertas. He dibujado las tachas con keroseno y he repartido en el patio los 10 litros de gasolina. He hecho el menor ruido posible y aún así ni un alma ha llegado a detenerme. Traigo en una bolsa el libro y el encendedor, ambos regalos de mi tío. Hay un papel en el suelo que pienso usar para encenderlo todo pero sería más solemne arrancarme un pedazo de mi camisa. Mis camisas encienden hasta con una chispa, eso siempre lo decía mi ex esposa. Corto un pedacito de la manga, activo el encendedor, y le prendo fuego. Lo dejo caer en el primer charco, como decía el libro, 3 charcos para llegar a la puerta principal, que está tapiada también, con una larga mesa de cobre detenida por 4 bloques. Ha sido un trabajo arduo de 4 horas. Son las 3 de la mañana. Hay palomas en la cúpula.
Mientras el fuego lucha por rodear las paredes laterales para llegar al patio, recuerdo a mi padre y a ese poema que escribió que le ganó fama de traidor. Era un poema en donde se burlaba de la bandera, se vomitaba y limpiaba el culo con ella. Decía cosas muy salvajes, en soneto, lo leí y lo releí cien mil veces. Hubo averiguaciones, estuvo detenido dos días, vinieron periódicos de toda Latinoamérica a entrevistarle. Dejó de fumar, se peinaba, y aparecía en televisión con camisetas de franela y una barba que le rozaba el pecho. Nadie se explicaba – incluso sus amigos – cómo mi padre había llegado a escribir algo así. Sus “camaradas” más allegados, movieron todas las fichas para desacreditarle, quitarle casi todo; si se descuidaba, le quitaban la casa. Le dejaron sin empleo, atentaron un par de veces contra él, y su buzón se llenaba de cartas virulentas, con cientos de mensajes absurdos en donde se le dibujaba como un súcubo deleznable. Amigos de mierda, semi amigos, buitres persignados de pacotilla, decía.
Luego de divorciarse de mi madre dos años después de que escribió el poema, mi padre murió solo, entre 3 gatos, 2 perros y un ejército de cucarachas en la cocina. Nunca dejó de decir que no comprendía el por qué había conspiraciones en su contra, por qué habían querido matarle en el hospital y por qué sus amigos estaban molestos por el poema. Pero toda esta molestia no tenía sentido, me rebasaba, no le tomaba mucha importancia. Hasta que un documentalista de Argentina, que firmó un contrato con mi padre para filmar su muerte, me contó un año después, que mucha gente en México le había amenazado para que no terminara su película y que al principio, el odio no había sido lo antipatriótico del poema, sino que en cierta parte decía algo de la Virgen de Guadalupe. Me cagué de risa, todo tenía sentido. Mi padre tenía agua en los pulmones, padecía diabetes, el seguro social le ponía trabas para tratarle, su seguro de vida era inválido aquí y en China y los vecinos – los putos vecinos – le arrojaban desperdicios de comida y animales muertos en el patio. Y todo era por una línea. Una línea que ni merece la pena replicar. Mi padre murió un 3 de febrero. Lo encontré al día siguiente.
El fuego ya está llegando a la cúpula, pero a las palomas no parece importarle. La luz está martillando como un estrobo las azoteas de las casas que están debajo. Es genial ver que en momentos así no existe seguridad para nadie. Puedo aplastar la fe, lijarla con fuego y silbar una marcha. Mi tío me regaló este libro de un autor de Noruega que lo explica todo a la perfección. Seguí los pasos como un cirujano. La tierra, dice, debe calentarse y uno debe quitarse los zapatos para sentir la antesala a eso que todo mundo teme. Me los quito. Y mientras me descalzo un par de perritos que estaban copulando se han quedado pegados. No pueden moverse y el fuego empieza a acercárseles. Uno de ellos comienza a chillar. Corro hasta ellos y de un solo puntapié los mando directo al fuego. Estaba limpiándome un pie cuando aparece la policía. Al fin. Uno de los oficiales me pregunta ¿está usted bien? No. ¿Trabaja aquí? No. El otro oficial apunta a la cúpula. La cruz, gigante y que antes lucía unos neones enormes alrededor, está a punto de caer. Ambos policías comienzan a llorar. Ya hay un par de vecinos que se hincan ante la destrucción y comienzan a rezar. El crujir del hormigón falso al caer hace que la noche tenga sentido otra vez.