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9 pistas de karaoke para el funeral del pequeño judío que escribió la Biblia

noviembre 20, 2016Deja un comentarioEl quinto maloBy Roberto Kaput

10-roberto-kaput-interiorLet’s work on a format that would appeal to inner-directed adolescents, lovers in all degrees of anguish, disappointed Platonists, pornography-peepers, hair handed monks and Popist, French Canadian intellectuals, unpublished writers, curious musicians
Leonard Cohen

 

Sí, no fui amable. La noticia me tomó desprevenido, no imagino otra reacción. Se nos fue Leonard Cohen, escribes como reclamando no sé qué camaradería. ¿Se nos fue? ¿En dónde nos ubicas que crees que podemos decirle adiós a alguien? Soy malísimo para ceder a esos chantajes. ¿Qué clase de amistad crees que tenemos? ¿Por qué debemos encarar el duelo juntos? ¿No sabes que el dolor es lo único que no sé compartir, que me lo trago? ¿En qué fecha se detuvo nuestra relación que así me llamas? Mis muertos son mis muertos y no respondo al llamado de nadie. Ni al de ellos. Reconoceré sus muertes cuando esté listo. Esto tiene que parar, no podemos seguir mandando recados para notificarnos la muerte de un ser querido.

 

Ring the bells that still can ring, forget your perfect offering. There is a crack in everything, that’s how the light gets in. ¿Cómo viviste en privado la muerte de tu padre? No lo sé. Sé que estuve contigo, fumando en una de las bardas de la funeraria. Sé que te abracé y te dije lo siento sin toda esa palabrería con que justificamos la pereza de pararnos frente al deudo para darle el pésame. Sé que tu padre se sintió halagado cuando le dijiste que la primera impresión que tu mejor amigo tuvo de él fue la de un boxeador cansado detrás del mostrador, aturdido entre los Gansitos. Lo sé porque me lo dijiste inmediatamente después de que P. nos enseñara el endecasílabo de Quevedo que se había tatuado de tetilla a tetilla. Pero no pasamos de ahí. Poco a poco, en Facebook, he ido juntando tus historias. Me entero por ejemplo que al don le gustaba tanto el básquetbol que llegó a formar parte de la selección nacional. Me gustaría saber entonces en qué momento aceptaste que no habría más pases de bola, que el jugador con el número siete no iba a volver a pisar la duela. No el momento de su muerte, no: el momento en que comprendiste y aceptaste que el viejo había muerto para ti, así, en seco y sin componendas. Te lo pregunto porque a mí me tomó 24 horas aceptar que mi abuela, la gorda, se había desinflado como un globo. 24 horas enfrente del ataúd, al lado de mi madre, recibiendo el pésame de las tías, escuchando historias disparatadas de los primos. Linda bandada de pájaros: cuervos de pico grueso, canarios de mala suerte. Una de esas aves de ascendencia mongólica contrató a una anciana para que dirigiera el rosario. De todas las lloronas de un puerto con 250 mil habitantes eligió a la única mujer que mi abuela había odiado. Dodo estúpido y santurrón, imbécil de porquería, mariconazo. Entonces ese trapo negro de mujer se hincó frente al ataúd de la gorda y comenzó a llamarla por su nombre: Madre purísima, ruega por nosotros; madre castísima, ruega por nosotros; madre inmaculada, ruega por nosotros; madre amable, ruega por nosotros. El ritmo machacón de la oración nos imponía la muerte como algo sagrado, como algo frente a lo cual tiembla incluso el enemigo más férreo, algo que te sacude de tal manera que te orilla a refugiarte en los vivos. Sólo entonces dejé que la gorda se me escapara de las manos, desinflándose en su ascensión al cielo. Es tiempo de decir adiós, gordita, de reír y llorar para después llorar y reír si nos dejan y queremos.

 

The joke around the city is: The Jews are the conscience of the world and the Breavman are the conscience of the Jews. “And I am the conscience of the Breavmans,” adds Lawrence Breavman. Admitamos que estamos en paz. ¿Por qué la muerte de Cohen nos toca tan de cerca entonces? ¿Lo sabes? ¿Por qué Cohen y no Bowie o Harrison? No recuerdo que hayamos llorado a George. Ese fue nuestro Beatle, no nos hagamos pendejos. El tercero. Nuestros padres pueden seguir discutiendo sobre quién fue o quién no fue el primero o el segundo Beatle. Pero incluso ellos saben que Harrison fue el tercero. ¿No te jode? Mi amor por los Beatles no llegó a Ringo. Todas esas listas que lo colocan entre los mejores bateristas del rock and roll me dejan frío. Su pasado lumpen proletario sólo asusta a los chicos de clase media. Tú y yo conocemos la piquera y las bodegas y los baches que los tráilers dejan en la cuadra. Que no nos toquen las narices. Con el perfil socioeconómico no se hace carrera. A lo mejor porque mi amor por los Beatles no llega a Ringo puedo renunciar a los cuatro en asamblea. Leonard es diferente. Leonard es sólo Leonard Cohen, la conciencia de todos nosotros. ¿Recuerdas la edición Espiral de El juego favorito? La fotografía de Songs of Leonard Cohen desparramada sobre el amarillo de la tapa, el lomo y la contratapa. Ese libro lo comencé a leer en los multifamiliares de la colonia Otomí, allá en Tampico, donde viví con mi padre mientras estudiaba la prepa, y lo terminé en la López Mateos seis años después, contigo y con A., que nos prestó su ejemplar para que fotocopiáramos las dos páginas que le faltaban al mío. Fotocopiamos un capítulo entero en una de esas papelerías de esquina que ya desaparecieron o están a punto de desaparecer. El chico no supo cómo acomodar el libro, atípicamente angosto, para que las copias salieran en ambos lados. Leímos ese y otros capítulos con A. en Santa Catarina. Tres estudiantes de Letras Españolas pasándola bien entre trago y trago de Don Bucho. Cuando llegué a casa pegué con resistol ambas hojas en el ejemplar que había robado de la biblioteca de mi padre, igualé el sobrante de papel con una lija y finalmente lo coloqué en el librero, satisfecho con el resultado. En lugar de faltarle una hoja, ahora le sobraban dos páginas en blanco. No conservo el libro: no sé si lo perdí en una de las muchas mudanzas o se lo revendí a mi padre en una de mis recurrentes crisis financieras. Tampoco tengo corazón para preguntárselo. Pero me gusta pensar que la historia que leímos juntos era aquella en la que Krantz discute con Breavman por una rata albina. Lamento haber descuidado nuestras mascotas. Tengo un renovado interés en respirar el aroma de las flores que nacieron de sus tumbas.

 

I do not know if the world has lied, I have lied. I do not know if the world has conspired against love, I have conspired against love. The atmosphere of torture is no comfort, I have tortured. Trump llegó a América. Una condena general flota en el aire. ¿Dejamos de amar por eso? Cuando viví en Georgia con G. Rod me regaló un poemario de Cohen. “Hitler is alive. He is fourteen years old. He does not shave. He wants to be an architect.” En el mismo libro en que el futuro dictador madura, Cohen escribe: “Love me the first day of June. I’d rather sleep with ashes than priestly wisdom”. Llevé el ejemplar a casa y lo dejé sobre mi mesa de trabajo, junto con las entrevistas que debía traducir para el departamento de servicios sociales de la secundaria en que trabajaba como asistente y factótum de Rod, de Beth, de Matthew, del sistema escolar entero. Aquí está su Mexican interpreter señores, cuájense. Sólo Rod comprendía el espanto de esos documentos, él, un ciudadano francés que parecía transpirar todo el miedo que acumularon sus padres en la Casbah argelina. Nosotros tratábamos con personas y el sistema se alimentaba de reportes, de formularios, de actas, de toda clase de documentos redactados en dos o en tres idiomas que daban fe del roce incesante del mundo de la norma con el mundo de la excepción: demasiado lento, demasiado problemático, demasiado oscuro, demasiado extranjero. A Rod le fascinan todos esos documentos, me susurró con desconfianza un maestro de educación especial. Cierto, a Rod le fascinaban esos papeles. Pero su fascinación no se ajustaba a la fascinación que los bautistas atribuyen a un musulmán. Su fascinación era la del exiliado, la del fugitivo eterno. La ciudadanía francesa no le bastaba para sentirse a salvo. Desde hacia trece años cohabitaba con una rubia alcohólica que prometía tramitarle la Green Card. Rod leía los documentos como los musulmanes leen el Corán o los judíos la Tora: contrito frente a los anales de un pueblo elegido para la desgracia. Todo eso lo supe el día que me regaló Flowers for Hitler y me obsequió la mejor definición de hombre santo. Un hombre santo, me dijo, es un hombre que contiene (no combina) tradición y experiencia. Cohen es un hombre santo. ¡Navega, oh poderoso barco del Estado, navega!

 

Suzanne takes you down to her place near the river. You can spend the night beside her and you know that she’s half crazy. And she feeds you tea and oranges that come all the way from China. And just when you mean to tell her that you have no love to give her, she lets the river answer that you’ve always been her lover. No recuerdo uno solo de los nombres de los protagonistas de aquellos documentos. Recuerdo que traduje para las personas detrás de ellos, para poder saludarlos en la mañana antes de repasar la estructura gramatical del presente progresivo. Imposible de otra manera. Recuerdo que antes de la ducha matutina, salía al porche a fumar un cigarrillo, a contemplar el bosque de pinos detrás de la tela mosquitera. Cuando sonaba el despertador podía ver a G. desperezarse. Me entraban unas ganas locas de decirle lo mucho que la quería y que estaba más que agradecido por su compañía. Pero entre ella y yo había una puerta cristalera y un montón de pendientes. Todo se aceleraba: el niño, el café, quitar la escarcha del parabrisas, la carretera. También perdí ese poemario. Lo perdí de la misma manera en que perdí a G. De cada uno de nuestros fracasos queda acta: actas civiles, actas religiosas, actas migratorias, actas académicas, un día casi me la matan en el quirófano por negligencia médica así que también quedan actas hospitalarias. ¿Sabes algo de ella? ¿Sigue ocultando sus pecas? ¿Continúa siendo la mujer más elegante y más despeinada? Nos queda un hijo del que hablamos por Telegram. Le perdí la pista. Escríbele. Un mensaje es bastante. Discúlpala si no contesta de inmediato, desde el divorcio somos más lentos, más cautos con nuestros sentimientos. Sin embargo, me gusta imaginar que todavía participa del banquete. No se puede de otra manera. Yo no puedo. Eso lo entendí con C. Cuando leí tu mensaje, en lugar de secundar mi enojo me impulsó a revisar mis emociones. ¿Por qué les gusta Cohen? ¿Por qué su muerte los toca tan de cerca? Ese es uno de sus encantos principales: en lugar de grandes respuestas o silencios profundos me invita a encarar el río del tiempo. El tono apocalíptico de The future cede al estrellarse con el verso más modesto de Cohen: “Love’s the only engine of survival”. La chica lleva tatuada en la cadera una de sus mejores traducciones: “Love is all you need”. El huevo o la gallina, me dirás. No importa. Para comprender el significado último de ese verso necesito el piano eléctrico de Al Kooper en All those years ago. El tiempo y el río. La bruja y el escarabajo.

 

And I thank you, I thank you for doing your duty, you keepers of truth, you guardians of beauty. Your vision is right, my vision is wrong. I’m sorry for smudging the air with my song. ¿Por qué nos gusta Cohen? ¿Por qué su muerte nos toca tan de cerca? De Leonard me gusta su discreción. Estoy listo para morir, declara un día. Me propongo vivir para siempre, aclara otro. Yo le creí. No que fuera a vivir para siempre, la impostura no da para tanto. Pero sí unos años, unas canciones más, otro disco de estudio. Venga, anciano, un último gesto, un pase de magia dedicado a la tribuna. Llega a lo más oscuro de lo oscuro. Dale. Y nos lo concedió: me propongo vivir para siempre, ese fue su último gesto; el saludo a Dylan, compañero de profesión, el pase de magia dedicado a la tribuna. “Voy a decir algo de que le den el Premio Nobel. Para mí es como ponerle una medalla al monte Everest por ser el más alto del mundo”. Voilà! El pequeño judío nos rescata de la muerte. Sólo los grandes hacen esas promesas. Sólo los más grandes las mantienen dos semanas. También me gusta su indiscreción. Basta revisar las diferentes intros de Chelsea Hotel. Aun si aceptáramos que no es una de sus mejores canciones, siempre podremos solazarnos con las intros. Carnegie Hall, 1988: “I said to her, ‘Are you looking for someone?’ She said: ‘Yes, I’m looking for Kris Kristofferson’. I said: ‘Little lady, you’re in luck. I am Kris Kristofferson’. Even though she knew that I was someone shorter than Kris Kristofferson, she never led on. Great generosity prevailed in those doom decades. Anyhow, I wrote this song for Janis Joplin at the Chelsea Hotel”. Somos feos, de acuerdo, pero siempre podremos reírnos de sus indiscreciones.

 

There is a war between the rich and poor, a war between the man and the woman. There is a war between the ones who say there is a war and the ones who say there isn’t. Cuando terminamos de conversar C. me propuso encender las velas que tenemos en la mesa del recibidor. La mesa la heredamos de la inquilina anterior. Es una buena mesa de trabajo: amplia, sólida, antigua. Creo que decidimos cambiarnos de casa sólo por la atracción que ese mamut ejerce sobre nuestros cuerpos. Ya no hacen mesas así. Nosotros adquirimos la última mesa prehistórica del planeta por casi nada: soportar unas cuantas goteras, pelear todas las noches con una plaga de palomillas, raspar el moho de los clósets los fines de semana. Cuatro meses después logramos imponer cierto aire de casa en tres cuartos. Esto no es Manhattan ni Berlín. Esto es Bagdad. Our own private Bagdad. La tarde que terminamos de arreglar el recibidor colocamos velas en dos botellas vacías de Concha y Toro. La colonia del Prado es casi tan vieja como la mesa de la que te hablo. De Pascuas a Ramos explota un transformador que deja sin electricidad a toda la manzana. En el minuto más negro de las horas que pasamos a oscuras se puede escuchar el bufido de los toros que han muerto en la Monumental Lorenzo Garza desde el 37. C. que es medio bruja siente correr ríos de sangre y adrenalina bajo sus plantas. Por eso las velas. Esa noche las dejamos arder hasta el cabito por el descanso de Leonard, de Janis, de los toros que no alcanzan indulto, de los diestros y siniestros muertos o por morir a media cuadra de nuestra cama. Esa noche rezamos por el mundo y sus guerras con dos velas Getsemaní y un foco Philips de 72 watts. Hallelujah, hallelujah, hallelujah.

 

For those with eyes, who know in their hearts that terror is mutual, this hard community has a beauty of its own. ¿Recuerdas a los ancianos de la calle Rosa Bonheur que jugaban todos los domingos al póquer? Seguro que en más de una ocasión se jugaron el bastón, la dentadura, el rompevientos, el último minuto de vida a una carta. Mi resto, cabrones, ¿quién cubre la apuesta? Una tarde en que bajaba al Oxxo por la escalera de servicio identifiqué a mi rentero en una de las mesas de lámina. Jamás me había atrevido a mirarlos de frente, siempre lo hice de reojo. Estaba seguro de que si los miraba de frente corría el riesgo de quebrarme bajo el peso de sus 80 años. Considera que en ese lapso somos hijos, hermanos, amigos, alumnos, empleados, primeros o segundos en una relación sentimental, últimos en un triángulo amoroso. Yo sabía que mi rentero tenía un hijo con retraso mental y él sabía que yo tenía una gata con heterocromía. Nos guardábamos un respeto distante: un saludo aquí, un pago allá, un recibo deslizado por debajo de la puerta. Sólo en una ocasión rompimos el protocolo: él consideró que era muy noche para tocar a los Ramones y yo despaché la fiesta en atención a la disciplina que mostraba al pasear con su hijo todas las mañanas. Un hombre cabal pues. Nunca me censuró o celebró visita alguna. Él sabía. Y como yo sabía que él sabía me sentí comprometido a saludarlo. Apenas si se sorprendió. El saludo de ocasión, al parecer, era parte del contrato. Es el inquilino del ático, dijo a los demás. Sólo entonces me atreví a mirarlos de frente, dedicarles un buenas tardes plenario. Todavía no tengo claro lo que vi. No podría decirte si el terror de ese club surgía de la muerte de los otros, de la posibilidad de que el siguiente fuera uno de ellos, de la satisfacción de no serlo y llegar vivo a la siguiente partida. Un juego entre iguales. Mi respuesta final a tu mensaje es esta: repartamos las cartas que dejó Cohen sobre la mesa, reclamemos la belleza de nuestra difícil comunidad.

 

I’m still working with the wine, still dancing cheek to cheek. The band is playing Auld lang syne but the heart will not retreat. I ran with Diz, I sang with Ray, I never had their sweet. But once or twice they let me play A thousand kisses deep. Se nos fue Leonard. ¿Cubrimos o no cubrimos la apuesta?

 

Sinceramente,

 

R. Kaput

 

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Sobre el autor

Roberto Kaput

Investigador, ensayista y crítico literario. Doctor en Estudios Humanísticos por el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey. Docente en la Facultad de Filosofía y Letras de la UANL. Sus áreas de investigación son la historia del periodismo en el norte de México y suroeste de Estados Unidos, la narrativa mexicana del siglo XX y los estudios culturales en Latinoamérica. Ha publicado "El México de Afuera. Polemistas de la Revolución Mexicana" (UANL 2020) y "Somos lo que nos trae el tiempo" (Tilde 2020), biografía musical del grupo de Hip-Hop regiomontano THR. En 2019 entró al Sistema Nacional de Investigadores. En la calle aprendió a silbar.

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