En el inevitable futuro post-humano la curiosidad habitará tan sólo entre las momias. Serán ellas quienes intenten desentrañar los misterios del antiguo y perdido mundo de los vivos. A ellas dirijo estas palabras (y, claro, también a cualquier vivo que accidentalmente las lea).
Querida momia,
A usted que desea escribir una historia del teatro psicotrónico, debo advertirle que el análisis de los textos dramáticos publicados en el Florilegio de teatro psicotrónico podría conducirla a explicar este teatro como una puesta en juego de algunos aspectos del cine psicotrónico y como una reinterpretación de la dramaturgia terrorífica del famoso Théâtre du Grand Guignol (el célebre teatro parisino de lo macabro). Esta orientación será, sin duda, certera. No obstante, las coordenadas del teatro psicotrónico exceden el ámbito del drama.
La “Nota sobre la escenificación del teatro psicotrónico” contenida en Florilegio… plantea algunas características de la escena psicotrónica y las justifica como una solución ante los problemas de producción de los textos, aunque las raíces de esta escena eran en realidad bastante más profundas.
Durante la segunda década del siglo XXI, mientras la gran zozobra se extendía por el mundo, yo, de manera egoísta, me dediqué a disfrutar de un desasosiego un poco más personal: tenía la certeza de ser un traidor, aunque ignoraba en qué consistía exactamente mi traición. A veces pensaba que el teatro era el culpable de mi malestar. En efecto, si aceptaba que el origen del teatro tuvo lugar en el momento en que un individuo se separó de su grupo para crear un espacio y un tiempo distintos, entonces tenía que aceptar también que el teatro no era más que una forma refinada de la traición. ¿De qué privilegios gozaba ese individuo no sólo para abandonar de esa manera a sus iguales sino, peor aún, para persuadirlos de la trascendencia de su fuga? Esta traición primaria me parecía, no obstante, seductora y me creía capaz de ejecutarla con un poco de cinismo y locura. Era otra la traición que, aunque no era capaz de enunciarla, me inquietaba. Usted se estará preguntando en este punto cómo puede inquietarme algo que no conozco. Mas, por extraño que parezca, los estados crepusculares del conocimiento, tan difíciles de asimilar para una momia que sólo tiene frente a sí a la eternidad, son, en efecto, la realidad del mundo de los vivos.
Finalmente, Georges Franju me ayudó a vislumbrar mejor la fuente de mi desasosiego. “Cuando voy al cine, afirmaba este director, me gusta que me hagan soñar, pero detesto que sueñen por mí.” Ahí comprendí cuál era mi traición: cuando reproducimos en un escenario un espacio real, cuando pedimos a los actores que imiten los gestos de la vida cotidiana, cuando confiamos al histrionismo ciego las riendas de la escena, no hacemos soñar al público. Lo suplantamos, más bien. Somos nosotros los que soñamos en su nombre. ¿Y acaso no era esto lo que habíamos estado haciendo por décadas en el teatro?
La escena psicotrónica nació de la certeza de que la escena debería ser sólo el sueño del público. Desde esa perspectiva, se impuso la necesidad de renunciar a la equivalencia entre aquello que se representa y aquello que lo representa. E incluso la noción de representación tuvo que ceder paso paulatinamente a la evocación. Si el teatro es algo que sucede en la mente de los espectadores, ¿qué sentido tiene construir el interior de una casa para hacerles ver el interior de una casa? Y aún más: ¿por qué mostrar el cuerpo real y vivo de un actor cada vez que se quiere presentar el cuerpo ficticio de un personaje? ¿Cuál es el objeto de estas redundancias invasivas?
El paradigma del teatro psicotrónico es una película de Lucio Fulci o de Mario Bava en la que figuraran exclusivamente maniquíes. La cámara se desplazaría entre las figuras antropomorfas para producir algún tipo de relato. El público indagaría el misterio de estos rostros y terminaría convencido de que los maniquíes piensan, sienten y tienen conciencia de muerte. Siguiendo los principios de esta película inexistente, el teatro psicotrónico reemplazó a la escenografía por el artefacto, al actor por el maniquí y la máquina patética y a la voz humana viva por el fonógrafo y la cinta magnética. Si bien, en su momento, el teatro psicotrónico fue considerado una mera excentricidad, el tiempo probó su trascendencia. No me refiero a la fugaz revaloración que tuvo mi obra en 2065, por la cual finalmente recibí un reconocimiento, sino al hecho de que el teatro psicotrónico anticipó los principios escénicos de ese magnífico teatro de momias, del cual, estoy seguro, usted debe ser un egregio exponente.
Para remunerar el interés que usted ha manifestado en mi trabajo, además de las notas que le proporciono para su investigación, deseo ofrecerle una obra dramática que le permitirá desplegar lo mejor de su genio creativo.
El texto que está a punto de leer, El discurso de la momia, se escribió especialmente para la edición 2015 de 7 Golpes a partir de algunas ideas de André Bazin y se estrenó con el actor Juan Luna Maldonado en el Museo de Culturas Populares de la ciudad de Monterrey, N. L. El mismo año tuvo una presentación en Arte Alameda (Ciudad de México) con la participación del actor Fernando Huerta Zamacona. No creo necesario señalarle la necesidad de dislocar los elementos de la escena, comenzando por el cuerpo y la voz del actor. En los tiempos en que usted lea esta carta, eso ya será una práctica común. Me despido agradeciendo su interés y confiando que su sensibilidad artística la guiará para tomar las mejores decisiones escénicas para el texto que le obsequio.
Saludos,
Luis Alcocer Guerrero.