No amo al hombre, amo la sed que lo devora
Antoine de Saint-Exupéry
No dudo que tú tengas alma, pero yo no tengo, yo no la siento; yo creo que no todos tenemos alma
Consuelo Sunsín
Si Saint-Ex, como le decían familiarmente sus amigos, en su última carta dejada en la cabecera de su cama, confiesa que estaba hecho para ser jardinero, Consuelo Sunsín, estaba hecha para ser Scherazada, Colibrí, Charito, es decir la amante de un gran hombre. No importa si escritor o príncipe pero famoso que le diera a ella el aura que siempre consideró merecer.
Rastrear sus vidas es, en cada caso, hallar un cuento o un mito. Consuelo, mito narrado por ella misma, Antoine, cuento creado por su empecinada vocación de arriesgar la vida. Ambos, opuestos, difíciles, de cuyos trazos se yergue un contraste, una oposición sellada en sus cuerpos, sus voces, sus aspiraciones.
Consuelo, 1900?-1979, nació en El Salvador en un pueblo perdido en las cerrazones no sólo de los cielos sino también de una geografía olvidada a causa de su canícula y la ausencia de recursos naturales. Por oposición Saint-Ex vive su primera infancia en el castillo de Saint-Maurice-de-Rémens muy cerca de Lyon, en una región de arroyos, bosques, colinas. El paraíso en la tierra. Nacido en las mismas fechas que Consuelo, su estirpe es aristocrática y por tanto exhibe título nobiliario, es conde. De la chiquilla educada en un colegio de California donde aparentemente se casa con un mexicano a edad muy temprana, a los intentos de Antoine por llegar a ser aviador, cuestión que apenas pudo concretar en una compañía comercial de traslado de correspondencia, un abismo y al mismo tiempo parecida derrota.
Si él se envuelve en un misticismo que lo lleva casi al sacrificio a través del deber, ella decide obtener su espacio en el mundo a cualquier costa. Sus obsesiones son semejantes por el furor que ponen en ello, pero opuestas por el sentido que las mismas tienen. De alguna manera con la fascinación que ejerce sobre los hombres, Consuelo lo logra con mayor fluidez que él. Saint-Ex debe empecinarse mucho para volar en la soledad de los cielos de los continentes más lejanos. Para realizar vuelos de noche, solo, para recorrer la tierra de los hombres desde arriba, para hacer de correo en el sur del sur, esto es no sólo en el hemisferio con dicho nombre, sino allí donde termina la vida y las estrellas refulgen como en ninguna otra parte del mundo.
Veamos un poco en qué consisten los particulares vuelos de ambos.
Consuelo quiere pertenecer a los ojos de los otros, reinar en ellos, alcanza su objetivo al llegar a México y encontrarse por pura prepotencia de su parte con la mirada de Vasconcelos que la contiene. Éste advierte de inmediato de lo que ella está hecha: de los agasajos del amor fortuito, perfecto para un hombre que además de esposa tiene amante de fuste como es Helena Arizmendi. La vuelve pues su encanto más íntimo. Y cuando se va a París le manda un boleto para que se reúna con él. En París, la vida de Consuelo está lanzada al firmamento de sus intenciones más avorazadas. Reina en la pupila desvelada de bohemios y poetas, se vuelve estrella de un poeta grande, Enrique Gómez Carrillo, poeta guatemalteco, trasnochador y disparatado parrandero que no ha puesto cauce a sus desafueros y que al encontrarla juega con ella al gato y al ratón hasta que Consuelo pone los límites de la honra: o se casa conmigo o me pierde.
Y se casa, está sifilítico y al año ha de morir, pero le da a su mujer la gloria de devenir una viuda famosa con una fortuna material incalculable. Con eso tiene Consuelo para andar de amores con quién se le dé la gana, se llame el septuagenario D’Annunzio, u otros de igual renombre, más viejos o más jóvenes. Cuando se encuentra con Antoine, es una reina sin reino y una narradora inigualable de sus propias aventuras. Una mitómana.
En cuanto a Saint-Ex vive haciendo de Correo Sur después de muchas vicisitudes para que alguien se atreviera a darle un avión a un hombre que parecía perderse a cada instante en sí mismo o en los horizontes ambiguos de sus propias carreras por el cielo. Ha tenido accidentes aéreos, ha perdido prestigio cada vez que ha emprendido un vuelo, deambula a partir de la primera guerra mundial de un puesto a otro y al concluir la guerra es dado de baja. Él insiste en quererse volador volandero aviador con el extravío de una filosofía que hunde sus raíces en el cristianismo primitivo, o bien en las filosofías de Pascal y otros semejantes. El corazón tiene razones que la razón no entiende, y él se nutre de ellas en la soledad de sus intentos aéreos. Por fin ha anclado en una compañía que le propone vuelos de Usuhaia o Río Grande a Buenos Aires cuyo itinerario lo zambulle en el aislamiento al que aspira.
Se autoerige como un extranjero sin casa, sin tierra, sin familia, su única familia fue su madre que lo protegió y guió hasta el día de su muerte y a quien añora y busca en cada rincón del vasto universo que quiere hacer suyo a fuerza de distanciamiento con el resto de los hombres.
Vive en Buenos Aires, lugar que detesta y rechaza, ni sale ni recorre sus calles y sus sitios cuando regresa de sus viajes. Allí lo conoce Consuelo porque viene a buscar una antigua herencia que según ella le corresponde por derecho. No vamos a entrar en detalles. No es nuestro asunto. Los presenta Benjamin Crémieux que ha viajado con ella en el mismo barco y ha sido seducido por su figurita, su andar de pájaro huérfano, y sus historias de nunca acabar. El poeta Crémieux que seguramente viene a visitar a Victoria Ocampo y a discutir acaso la aparición de Sur la revista literaria que Ocampo sostendrá hasta su muerte, hito en América Latina a causa de su prestigio y de sus colaboradores, los más afamados y en el caldero de la vieja Europa, que se despereza un poco ante los embates de los nuevos críticos e intelectuales de este lado del mundo como Alfonso Reyes, por ejemplo.
¿Cómo seducir sin dilación a la pequeña mujer de ropas oscuras y perfil indefenso? Aprovechar a los amigos que los han presentado e invitarlos a dar un vuelo sobre Buenos Aires en plena noche con el río de la Plata como estela de promesas luminosas, allá abajo.
Él es feo sin duda, con su nariz pequeña y en pico de pato y sus dimensiones torpes por la altura. Pero cuando le pide un beso y ella se niega, cuando él confiesa que no lo quiere besar porque es tan feo, ella se enternece y así lo cuenta, le da un beso rápido en la mejilla en ese su primer vuelo de noche que anunciaba ya el éxito de su primera novela Vol de Nuit.
Sin embargo a pesar de la rutina de los vuelos, y el distanciamiento con un mundo que por otra parte no le interesa, Antoine ve en ellos, en esos miserables sacos postales, lo dice así, henchidos de cartas, la representación o la metáfora de lo más tangible de la fraternidad humana.
Consuelo ignora que finalmente desposaría a un hombre con tales pensamientos. Un hombre que quizás por las alturas que habita siempre renegará de lo efímero del tiempo aquí abajo donde suceden los vínculos, la cotidianidad, la costumbre. Al escribir sus últimas letras y señalar que él debió ser jardinero, pienso que lleva la lucidez de quien se conoce mucho. Y me recuerda a otro hombre que yo conocí y amé que decía de sí mismo, las mismas palabras. Tan extranjero como el propio Saint-Exupéry. Ser jardinero del cielo le deparó a éste último la incógnita sobre los extraños sucesos y las curiosas conductas que rodean a los hombres.
Pero Consuelo no habitaba las alturas, tenía los pies bien asentados sobre la tierra. Cada triunfo de él en las Letras, como antes los de Gómez Carrillo, la adornaba a ella y le concedía trascendencia. La desafortunada anonimia en la que el escritor se agazapaba la alteraron siempre. Su ignorancia expresa de sus títulos nobiliarios también. ¿Condenaríamos a Consuelo por ello? No lo creo posible. Las mujeres, valga la redundancia, llevamos una carga ancestral de postergaciones. Nacida en un continente colonizado por los europeos, en un pueblo sin memoria, en condiciones de orfandad extrema respecto de su formación y autoestima, la resonancia de su pequeña persona reflejada en la vida galante, y luego en la vida legítima de las señoras, que por otra parte siempre había despreciado, no le alcanzó para ser periodista, escultora, escritora y salvo mínimos reconocimientos debió apropiarse de aquello que los hombres tienen de sobra, el espacio público para reinar a sus anchas. Ella lo logra por ser partenaire, por ser la segunda de a bordo. ¿Qué se le puede imputar? Al igual que su hermana europea Alma Mahler, sujeta asimismo a la condición de amante o compañera de Gropius o Kokoshka, del mismo Mahler y otros, esta última, europea, educada, hecha a imagen y semejanza de los hombres que amó o que la amaron, encuentra esa fisura para reinar, para hacerse dueña, para existir. Y también a pesar de la diferencia que presupone haber nacido en la cuna de la cultura occidental, sufre iguales postergaciones. Ser mujer es ser el Otro desprovisto de derechos. La hegemonía es masculina, conformada por las prácticas políticas y sociales de todas las épocas. Entonces una y otra se aprovechan de sus caudales, vale decir, de lo que pueden poner sobre el tapete y jugar.
Y por supuesto que se casó con él sorprendiendo en primer lugar a Vasconcelos por su inigualable destino afortunado. Ahora mujer del nuevo hombre de letras, agrega a ello los sobresaltos que causa a la sociedad francesa los accidentes del aviador que desaparecido de pronto, o con su avión hallado en el desierto, en África o donde fuere, le conceden el primer papel en su posible viudez, en los desgarramientos de la espera, en los sobresaltos con que, encantadora ficción, relata una y otra vez sus avatares de compañera dolida y fiel.
No obstante la fidelidad brilló por su ausencia, al cabo del tiempo, de tantos viajes, apariciones y desapariciones del piloto, de tanto ensimismamiento en la pureza del deber y los sacrificios por los hombres o las patrias, Consuelo comenzó a aburrirse mucho y halló nuevas maneras de contentarse, discretamente. También Saint-Ex que hubo de amarla tanto, resintió el peso de la costumbre y debió reconocer que otras mujeres podían contentarlo. El amor no es eterno, sobre todo cuando está sustentado en las carencias de uno y otro. El amor no existe, es el deseo que empuja a soñar con completarnos. El amor se escurre cuando se vuelve cotidianidad, espera y recomienzo y una vez más la repetición del ciclo.
Queda el desenlace que sobreviene al último mensaje mencionado al comienzo. Una vez más el avión de Saint-Exupéry se pierde en el último año de la segunda guerra mundial. Acaso sobre la Provenza, acaso en picada en el Mediterráneo alcanzado por los alemanes, acaso sobre los Alpes en medio de las nieves que cubren osamentas y aventuras con su hielo. Esta vez la fraternidad de los hombres no pudo ser constatada como en aquella historia de su compañero Guillaumet que tanto admiró y diera lugar a una de sus obras más notables, Tierra de hombres. Caído en Los Andes y sobreviviente a causa de haber pensado que si no salía del avión, no caminaba y se colocaba en una roca alta donde su cadáver pudiera ser localizado, su mujer no habría de cobrar la pensión.
A eso aspiró Antoine toda su vida, a esa grandeza, a esa pasión del hombre. En busca de ella pereció en un vuelo de reconocimiento. Algunos manifiestan que seguramente se suicidó, otros reniegan de ello y blanden El Principito como prueba. Yo pienso que justamente esta obra puede sugerir la versión contraria. En fin su avión fue hallado en 2002 luego constatado en 2004, en la zona donde se daba por hecho su accidente mortal, pero carecemos de su cuerpo, el cual nunca fue hallado.
Consuelo por su parte, se consoló (propio de su nombre y de su fama) pronto jugando el papel de viuda dolorosa de un héroe de Francia y gastando su inmensa fortuna en la vida que siempre gustó llevar.
De alguna manera una y otro encontraron el destino que andaban buscando.