El editor debe ser un animal bifronte (y acaso, por esto mismo, monstruoso), cuyo uno de los perfiles debe aprender a mirar al aspecto material de la edición (presupuesto, cotizaciones, precio de venta al público) y con el otro no debe perder de vista el aspecto inmaterial (selección, diseño de página, línea editorial).
De esta inmaterialidad, no hay labor más importante que se pueda desempeñar que la de selección del texto a editar.
Escoger lo que sale y lo que no es un mero proceso de publicación mecánico. Es una labor delicada en donde se elabora un punto más en una evolución sostenida de una línea. Esto es: una propuesta de lectura. La conformación, quizá no de un canon (aunque a ello se aspira), pero tampoco de una mera cartografía de vanguardia o de revisión geográfica. O en todo caso, se trata de la elaboración, sí, de un mapa, pero de un mapa en donde podamos realizar hallazgos y encontrar tesoros.
Pero la selección tiene una doble condición: por un lado define la lectura; por otro contiene a la escritura.
El editor detiene la rueda del lenguaje en su evolución sin límite. El original (el manuscrito) sujeto a toda clase de peripecias y posibilidades, desde su desaparición (como en la novela del berlinés Michael Krüger, El final de la novela), su permanente reescritura (acaso como Paul Sheldon, el personaje de Stephen King en Misery) o su reducción a mera potencia e imposibilidad (como El libro vacío de Josefina Vicens).
El editor es quien detiene todas estas posibilidades para delimitar el original en una sola.
Resulta además interesante como la propia noción de original es moderna. En los talleres de composición de página de los antiguos impresores las correcciones al manuscrito se hacían hasta con el simple propósito de hacer cuadrar una línea tipográfica en el enramado para salvar las viudas y las huérfanas del texto y evitar la impresión de otro pliego y ahorrar una cantidad más o menos importante de reales.
Pensar que un criterio así determinó el uso de una palabra u otra en las ediciones príncipes de obras canónicas de nuestra cultura como El Quijote o los apuntes estenográficos de las obras shakesperianas es a la vez aterrador y fascinante. Lo primero por cobrar conciencia que nuestra cultura se basa en el albur material sin una idea que lo soporte; lo segundo porque precisamente esa esencia nos revela que nuestra cultura se asienta sobre las manos tintas y toscas de un artesano de la impresión.
Hoy, aunque las reglas hayan cambiado, el editor es quién cierra el texto. Lo clausura en medido de dudas e inseguridades del escritor. Cierra el infinito en una forma de original que en su forma lapidaria invita al horro y al nervio: ¿se habrá hecho todo lo posible? ¿Este infinito suspendido en el negro sobre el blanco justifica el quehacer de las prensas y su materialidad?
La preocupación es doble: el monstruo bifronte tiene que complacer a sus dos caras: por un lado ofrecer un trabajo inmaterial que satisfaga estéticamente al autor para confiar sus letras; por otro, aceptar sin vergüenza colocar el rótulo de precio de venta al público sin la comezón moral de estar participando de un fraude.
Así el editor debe de: con un par de ojos mirar al original, su materialidad domesticada en la gramática de sus sentencias; por otro, al infinito, las posibilidades siempre latentes del lenguaje.