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El otro canon

noviembre 20, 2016Deja un comentarioAristarquíaBy Víctor Barrera Enderle

pngbase642f7306c1a3f1c645Reza el inicio de uno de los ensayos más importantes escritos en estas desoladas tierras que el aldeano vanidoso cree que todo el mundo es su aldea. Lo propio acontece con novelistas, publicistas y comentadores mediáticos de medio pelo: piensan que la literatura es la micro esfera que nubla sus encandilados ojos. En consecuencia, hacen listas, reprochan ausencias, pugnan por ser representados, encienden insulsas controversias. Pregonan la falta de una crítica puntual, es decir, de aquella que los cite, que les tire un lazo. O, en contraparte, llaman juicio crítico a cualquier comentario que rebase los estrechos límites del binomio bueno-malo, con tal de sentirse aludidos, legitimados. Sin embargo, se rehúsan a concederle a ésta, a la crítica, la categoría de literatura. Para ellos es una herramienta, cuando resulta favorable a su obra; o un lastre (nido de resentimientos), cuando se muestra adversa. De ahí, el coro de sapos que clama su importancia; o el aullido de lobos que pide su extinción.

 

El desconocimiento es estructural. Parte de la tajante división entre, por un lado, escritos con alguna dosis ficcional, y, por el otro, textos cuyo principal soporte sea la reflexión. Los primeros ingresarían en una categoría artística (la imaginación como vía de ingreso al universo de las letras); los segundos, se quedarían en la pura contingencia: su índole sería efímera, y su constitución se formaría con base en la dependencia.  A partir de ese tajante deslinde, cada grupo andaría su propio camino, sin la posibilidad de cruzarse, o, mejor aún, de complementarse.

 

La separación se antoja irreparable. Sobre todo, en la medida en que se sigue difundiendo una lectura parcial de la literatura, vinculada a títulos y nombres. Los circuitos de distribución, de por sí precarios, concentran sus apuestas en un puñado de obras. El resto es bregar contra la corriente. Durante décadas se predicó en favor del libro y de la lectura; y se montaron campañas educativas, se redactaron al vuelo reformas culturales, y se establecieron presupuestos determinados. Pero sólo con el fin de cumplir, de cubrir un requisito. No se tomaron en cuenta las mediaciones, las conductas lectoras, y, sobre todo, lo que implica sacar un libro al espacio público y hacerlo llegar a las manos de los lectores.

 

Tal vez la principal estrategia para propagar a la literatura (para definirla, enseñarla y difundirla) haya sido, a lo largo de la modernidad, la conformación e implantación de un canon, sea de corte nacionalista o de aspiración universal. El término “canon” procede del griego y su significado primario era “caña” o “vara”, y, por extensión, se le asociaba como “norma” o “medida”. En la tradición judeo-cristiana, el canon se refiere a los textos bíblicos de inspiración divina que, en su conjunto, conforman la Biblia. Debajo de este proceso, sin embargo, se encuentra el complejo problema de la representación. Lo canónico se asocia al espíritu de un pueblo (y, por añadidura, a su expresión cultural y literaria). Es un sistema de valores (religiosos, morales, estéticos, políticos) que opera verticalmente. ¿Quién decide lo que es canónico? Para el caso bíblico, fue el Concilio de Roma del año 382; para el literario, los criterios son diversos y muchas veces contradictorios. En ambos casos, sus defensores claman por la inmovilidad y la perpetuación. Ponderan la obligación de cuidar esos textos porque, en su perspectiva, son la más genuina expresión de nuestra identidad colectiva: ellos hablan por nosotros y, en buena medida, nos definen. Par el ámbito de las letras, su presupuesto de base es inalterable: el canon es la literatura. Harold Bloom, férreo defensor del valor estético de la literatura, define, en su ya clásico ensayo El canon occidental, a los autores y libros que alcanzan la distinción de canónicos de esta manera: “la respuesta, en casi todos los casos, ha resultado ser la extrañeza, una forma de originalidad que o bien no puede ser asimilada o bien nos asimila de tal modo que dejamos de verla como extraña.”   En años recientes, esta concepción esteticista ha sido duramente cuestionada.

 

Críticos, como el argentino Walter Mignolo, sostienen que el canon no da cuenta de una representación, sino que la crea a su conveniencia, por ello pugnan, en el ámbito de los estudios literarios, por hacernos cargo de su opuesto: el corpus (la totalidad de textos de un campo literario dado).  Tal acción tensionaría el supuesto de una esencia universal de la literatura y por lo tanto volvería vulnerable la noción misma de canon. Si bien, yo no he defendido ni defenderé ninguna posición inamovible en lo que respecta a juicios estéticos, si me gustaría creer que cierta noción de lo canónico es necesaria, aunque despojada de su condición pétrea. Lo llamaría un “canon flexible”, si tal oxímoron me fuera permitido. La movilidad estaría relacionada con la mirada crítica, con el cuestionamiento constante y con la atención debida a expresiones emergentes.

 

Eso me lleva a la contraparte de todo el asunto: para que exista un canon literario es preciso que haya un canon crítico. Quizá uno sea más visible que el otro, y, en apariencia, pueda sobrevivir sin su contratapa (lo cual, dicho sea de paso, es ilusorio), pero no puede trascender sin el diálogo con el opuesto. Así de sencillo. Si Rubén Darío apareció un día de 1888 con un libro intitulado Azul… bajo el brazo, fue porque durante años se habían llevado a cabo discusiones y reflexiones críticas: artículos como “El arte y el materialismo”, de Manuel Gutiérrez Nájera (publicado en 1876), o los Recuerdos literarios (dados a la estampa en 1878), del chileno José Victorino Lastarria, ejemplos que habían puesto sobre la mesa la función de la literatura en el proceso latinoamericano de modernización llevado a cabo en las últimas décadas del siglo XIX.

 

El canon crítico debe ser aún más flexible que el literario, y no menos riguroso. Su existencia se pone constantemente en duda; se le vuelve invisible a la menor provocación. Pese a todo, sin embargo, ahí está, y es cuestión de enfocar la mirada (de observar todo el bosque y no sólo las hojas) para verlo. Al contrario de las obras ficcionales, los textos críticos aspiran más a la contingencia que a la trascendencia. Dan (o intentan dar) cuenta de lo que sucede en el presente, sea a través de la relectura del pasado, sea por medio de la indagación del futuro inmediato. El mismo ensayo de Harold Bloom, más que definir o establecer de una vez por todas el canon occidental, nos habla de las discusiones que el crítico norteamericano estaba sosteniendo en la década del noventa con otras manifestaciones de los estudios literarios (verbigracia: los estudios culturales, la teoría de género, la teoría poscolonial, etc.).

 

Por cada poema, una lectura sobre la poesía; por cada novela o cuento, un ensayo sobre la narración. No hablo de mecanicismos rígidos ni automáticos, sin embargo; esta relación no es directa, sino elíptica. Los desplazamientos, en el mundo de la literatura, se dan de manera circular: hacia atrás y hacia adelante.  Borges lo sospechaba cuando sostenía que cada escritor crea a sus precursores; él se refería sobre todo a autores que formaban, retroactivamente, una tradición. Dicha tradición, no obstante, se define también por sus contrastes con la crítica.

 

No estoy afirmando que para disfrutar de las creaciones artísticas sea obligatorio conocer su relación con textos reflexivos. Sólo apunto que existe un vínculo entre ambos universos y que conocerlo nos ayudaría a entender mejor el conjunto.  Y de paso relativizar y problematizar esa sinécdoque tan manoseada que los propagandistas llaman con toda ligereza “literatura latinoamericana”.

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Sobre el autor

Víctor Barrera Enderle

Ensayista y crítico literario. En 2005 obtuvo el Certamen Nacional de Ensayo "Alfonso Reyes", y en 2013, el Premio de Ensayo "Ezequiel Martínez Estrada". Su último libro es "Nadie me dijo que habría días como éstos".

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