Una tarde, hace años, recorría con desgano la oferta que el servicio de televisión por cable ofrecía. De pronto llegué a algo que me intrigó. Eran las imágenes cinematográficas en blanco y negro de una película que denotaba haber sido producida hace varias décadas, ni siquiera llegaría a los años sesenta, pero salían de los cánones estéticos a los que estamos acostumbrados en el cine de aquella época. Protagonizada por un grupo de personas de aspecto hispano hablando en inglés, casi la totalidad desprovista de las formas inherentes a los actores profesionales para mostrar una frescura inusual hasta cinematografías posteriores. La narrativa fluía sobre planteamientos políticos serios, e incluso un discurso feminista bastante actual aún.
Era La sal de la tierra, película dirigida por Herbert J. Biberman y producida por Paul Jarrico en 1954.
Esta cinta retrata un hecho real: el difícil emplazamiento a huelga por parte de los trabajadores, mayoritariamente de origen mexicano, ante la empresa minera Empire Zinc Company en el estado de Nuevo México, Estados Unidos, denunciando malas condiciones laborales, especialmente en cuanto a seguridad, además de un trato diferenciado respecto a los empleados anglosajones. Esto ocurrió en 1951.
Biberman decidió buscar a una actriz mexicana para el papel protagónico femenino, así es que viajó a México en búsqueda de alguna figura de la época, siendo que todas rechazaron la oferta al enterarse del tema a tratar. Sólo una actriz aceptó, Rosaura Revueltas, miembro de la célebre familia de artistas, quien empezaba su carrera y a quien se le auguraba un promisorio futuro en el cine, dado su talento además de su tipo y belleza física. En palabras de su nieta, la narradora Eva Bodenstedt, todos le aconsejaron que rechazara el proyecto, que pensara en su carrera que apenas despegaba, sin embargo quedó cautivada por la obra que los productores independientes norteamericanos le ofrecían.
El protagónico masculino fue interpretado por Juan Chacón, líder sindicalista mexico-norteamericano, y la mayoría de los papeles secundarios e incidentales por los mismos huelguistas de un par de años antes.
La filmación se realizó en un ambiente extremadamente hostil, en Nuevo México, en un Estados Unidos marcado por la paranoica persecución macartista. Bieberman y Jarrico estaban en la lista negra del obscuro senador McCarthy, integrada por personajes del ámbito artístico, socialista y librepensador. Pero tanto el director, como su actriz principal, sabían el terreno que pisaban, de manera que el día en que Revueltas fue detenida arbitrariamente por las autoridades estadounidenses metió en su equipaje el vestuario de su personaje, previendo el hostigamiento oficial que venía y final deportación. Sus escenas faltantes tuvieron que rodarse en México.
El resultado fue una obra que con todas las de la ley es considerada de culto. Piedra angular del cine fronterizo, político y de denuncia social, con un contenido visual bello e impactante, una atrevida narrativa de ficción con tonos realistas, estableciendo una temprana palestra para asuntos como la migración, el racismo y el patriarcado, en aquel momento casi invisibilizados, donde las minorías reclaman sus derechos y al mismo tiempo tienen que asumir el mismo reclamo por parte de sus mujeres, quienes terminan siendo el agente fundamental de la liberación. Mujeres que exigen voz y voto, igualdad y correlación de responsabilidades, todo englobado en aquella sublime imagen de Esperanza (Revueltas) levantando tímidamente la mano cuando una de sus compañeras reclama voz para ellas en plena reunión laboral, ante la mirada atónita de los esposos.
La película fue prohibida durante 20 años. No sólo en Estados Unidos, vergonzosamente también en México, en el colmo de la indignidad obsequiosa, periodo en el que no se le permitió trabajar a Rosaura Revueltas en el cine nacional.
La frontera producía un nuevo cine, uno de quiebre, tanto estético como de discurso. Un cine perseguido, proscrito, porque levantaba los fantasmas que el poder teme: la organización colectiva, la toma de conciencia del pueblo llano que no se conforma con un destino inevitable.
Un año después, uno de los directores mexicanos más respetados de la época, Alejandro Galindo, estrena una de sus películas más logradas: Espaldas mojadas, extrañamente dentro del esquema industrial mexicano. Aunque no propone una visión política tan radical como la cinta de Biberman, sí presenta aspectos que resultaron incómodos para los censores de la época, ya que muestra un aparato migratorio norteamericano represivo y da los primeros indicios de la hipocresía del vecino país, que restriega un discurso anti-inmigrante al tiempo que aprovecha económicamente el asunto.
Galindo propone una serie de tipologías fronterizas que serán abordadas posteriormente en infinidad de ocasiones, en la mayoría de los casos con menos fortuna, alejándose hasta cierto punto de las convenciones melodramáticas imperantes en el cine de la época.
Es aquí donde doy un salto de seis décadas para situarme en 2014. En ese momento fui invitado para encargarme de la dirección de contenido y programación del Primer Foro Internacional de Cine de Saltillo; Derechos Humanos, Migración y Frontera, iniciativa llevada por la crítica y promotora, Diana González.
Inmediatamente pensé en La sal de la tierra, que incluso cumplía sesenta años de haberse realizado, así es que el foro giró en torno a la conmemoración de esta emblemática cinta.
En ese momento, además, estaba aún el efecto de otra extraordinaria película, La jaula de oro, dirigida por Diego Quemada-Diez en 2013. Se invitó al director a presentar su multipremiada obra, por lo que se contó con su presencia en un círculo virtuoso que unía aquella obra pionera con una de las mejores manifestaciones del drama migratorio y fronterizo de los últimos años.
Cabe relatar una experiencia profundamente significativa. Durante el foro de cine contamos con la colaboración del sacerdote católico, Pedro Pantoja, quien dirige el sitio Belén Posada del Migrante, un humilde oasis de protección para cientos de migrantes que pasan por ahí, perseguidos por el hambre, el frío y el aparato represor mexicano, quien se asume desde hace algunos años como una border patrol del vecino del norte en una peculiar frontera ampliada.
Quemada-Diez quiso visitar el albergue del padre Pantoja, y de pronto se planteó la idea de llevar a los migrantes a ver las proyecciones de ese día: La sal de la tierra y La jaula de oro. Sorteando el clima represivo que había implantado en su discurso el gobierno municipal de Saltillo, se aventuraron por sus calles dos camiones llevando a las y los migrantes hasta una céntrica sala cinematográfica.
Ahí, sentados en la butaca, con sus palomitas, se vieron en la pantalla. Se reían, reconocían las situaciones, tragaban saliva por la nostalgia de lo dejado y por el desazón de lo venidero.
Hay muchas fronteras que podemos plantear en el cine: creativas, estéticas, narrativas, disciplinares, discursivas, teóricas. Fronteras que se erigen, se rompen, se subliman, se regodean. Pero hay otra frontera, la física, la geográfica, la política, la ideológica, la de aquí cerca, la que ha sido factor de un discurso muchas veces caricaturizado pero en otras, las menos, produciendo obras profundamente valiosas.
Son tiempos de monstruos, citando a Gramsci. En México estamos frente a ellos. Nos separa todo y nada. El efecto de una vecindad tan dispar trasciende los pocos kilómetros definidos en ambos lados como frontera, para convertirse en una conflictiva convivencia extendida mucho más allá. De nuestro lado requerimos urgentemente un profundo replanteamiento político y democrático, materia prima para generar un cine que siga siendo revelador y consecuente.