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Rey Vengala. Una historia de artistas

noviembre 20, 2016Deja un comentarioEnsayo, ReseñasBy Hugo Valdés

13-verticalEn el Rey Vengala. Una historia de artistas, David Meraz elabora un prolongado como ácido canto para dar cuenta de la evolución, personal y estética, de Leonel Vengala, artista plástico cuyo cenit se registra en el Monterrey de los años noventa del siglo XX. Formado por retazos existenciales y psicológicos de muchos pintores reales, Vengala convoca una serie de rasgos deplorables si se tiene en cuenta que su comportamiento refleja la voracidad y ramplonería de cualquier nuevo rico —en el caso de Vengala, cuando accede al éxito económico y a la fama—, que contrasta con la faceta esencial del personaje: su prurito innovador y su oficio sostenido, credenciales que lo avalan como un auténtico creador.

 

Continuar la novela sobre estas bases es tarea nada fácil, por cierto, pues cuando David se pregunta no sólo qué es un pintor, sino qué es un pintor de Monterrey, y sobre todo, uno logrado y consagrado, por más vueltas que le da —a través del ejercicio y la conceptualización de Vengala y demás—, solo acertará a proponer: “Decir buenos pintores significa también algo bastante difuso. Puede tratarse de la técnica. O del estilo. O de la relevancia temática en un contexto actual. O del éxito comercial. O del mismo artista como personaje”.

 

Por la forma en que se estructura, Rey Vengala se antoja una suerte de comparecencia donde la narración cambia sin aviso de uno a otro personaje, de una a otra voz —del crítico Sixto Averio, de la galerista Francis Arroyo, del propio Vengala, etcétera—, para ilustrar el mapa interior del artista a partir de la exploración de distintas etapas. Así, estas voces que se suceden incansablemente maquetan estampas sobre episodios definitorios del pintor —en particular la muerte de su padre, Hermes Vengala, apodado el Gringo por su fenotipo norteño—, pero presentadas a veces efímeramente, como apariciones que luego se retomarán, cual si Vengala mismo acudiera a los recuerdos y aceptara su arbitrariedad a la hora de emerger.

 

Sostengo esta afirmación por el modo como se retorna de la evocación precisa al tema más amplio que vertebra el texto en ese momento —la ruptura del pintor con su pareja, Cary, por ejemplo—, para de allí derivar en ciertas partes de la vida de Vengala a través de una sucesión de cuadros narrativos, como si la memoria solo los barajara para el lector. Por eso no me parece raro leer: “recuerdos que llegan, vienen como espuma de una ola que se va, espuma hundiéndose en la arena, recuerdos que uno agarra y se extraña, como si fueran recuerdos de otra gente”. Así, los bandazos que da la narración, aunque no pareciera articulada por un tema fijo, conducen hacia una cara distinta de un calidoscopio cuyo propósito fuera mostrar tanto la actividad artística y el impulso creativo, como el fracaso y el afán de timo que incuba a cambio destinos frustrados y ruinas humanas.

 

Subrayo que el pulso de esta narración deliberadamente errática, estructurada por meras asociaciones libres, recuerda el proceso del zapping, donde el veloz cambio de canales corresponde al de los temas que el dan cuerpo a la novela. Y gracias a este esfuerzo de recuperación, azaroso cual una ruleta que se detiene de pronto en uno u otro pasaje vital de Vengala o en los intereses estéticos de sus coetáneos, dando lugar a párrafos perfectamente diferenciados de los que advienen casi enseguida —algo que sólo puedo comparar con la propuesta estilística de Camilo José Cela en Tobogán de hambrientos, San Camilo 1936, Oficio de tinieblas y Cristo versus Arizona, o de Fernando Vallejo en El desbarrancadero, donde ambos autores optan por una escritura clausular—; gracias a esto, decía, la lectura en modo alguno aburre, si acaso solo puede confundir un poco. Mas cuando se entiende que el texto aborda cualquier otro aspecto de la psicología y del periplo existencial de Vengala, cada fragmento sobre una nueva propuesta del artista o bien sobre el fenómeno del arte local a través de una reflexión es siempre bien recibido. No sólo la personalidad del pintor, sino la novela toda se forja así a la manera de un mosaico bizantino, como si el autor echara mano de pedrería y vidriecitos.

 

De hecho, por la también deliberada ausencia de espacios en blanco o figuras tipográficas para separar párrafos; sumada a la capacidad de desplazarse sin transición de una anécdota a otra —por obra de todos esos cortes abruptos pero eficaces, desde la rememoración de terceros hasta la introspección de Vengala, ello siempre a renglón seguido—, el lector accede a un vertiginoso continuum con el que acaba comprometiéndose, incluso con el que acaba haciéndose uno. A título personal, me resulta ya imposible imaginar esta novela escrita de otra forma, o al menos en alguna donde se separasen sus párrafos en atención a las voces que los soportan o los temas que convocan.

 

Aclaro que mi evidente entusiasmo ante esta ópera prima, además la de un artista plástico con una trayectoria bien labrada en este ámbito, no nubló mi ejercicio lector al grado de impedirme ver los yerros —hay en efecto rimas asonantes y consonantes, repetición de algún párrafo completo al par de páginas de haberlo escrito, cuando bien pudo solo resumir la acción referida en aquel para proseguir la narración, entre otros—, o cuestionarme si en la composición de la novela viene a cuento el rescate que Sixto Averio emprende sobre Bailarina Sánchez, un personaje de décadas pasadas cuya “escasa obra no fue complaciente, ausente de ornamentos o delicadeza”; alguien, en suma, “mucho más cercano a la masa informe de paseantes sin rostro ni nombre, caminando como un fantasma rumbo a la desaparición pero llevando consigo un esplendor indiscutible”… y a ratos también, como el propio Vengala, un farolón, un engañabobos que se aprovecha del mercado del arte articulado en la ciudad y más que nada del presuntuoso afán de las clases altas de sentirse resarcidas y elevadas culturalmente merced a la adquisición de onerosa obra plástica.

 

Quizás no suceda así en el caso de Bailarina —para Averio, “el más honesto creador de belleza, magia y espantos” que hubo en la ciudad hacia la mitad del siglo XX, “un cometa que andaba por la vida exaltado e incendiándolo todo, desgarrado y peligroso, traicionero y amoroso”—, ni en el de esos personajes de provocativos nombres zumbones como Gran Meco, “crítico y curador con cierto renombre”, estos sí coetáneos de Vengala, y cuyo papel en esta sátira novelada tiene sentido obvio por su relación con el fenómeno del arte.

 

A fin de cuentas, pareciera proponernos David Meraz, es obligado conocer todas las caras del calidoscopio, tasar y sentir cada una de las piedras y vidrios del fresco bizantino como quien repasa las cuentas de un rosario para entender a cabalidad eso tan huidizo que es una persona y, peor o mejor aún, una dedicada a la creación. Entre esa propensión indisimulada a solazarse en las vísceras y en la mierda —recordatorio de la fugacidad y futilidad de lo humano— y la remembranza nostálgica de su padre, el Gringo, a costa de compararse incluso con él, el retrato de Vengala surge en esta novela abarcando todas sus facetas y edades: el joven depredador bisexual coexistiendo con el gran creador en ejercicio; el merolico en que deviene cuando su pareja lo abandona —“padecía la cualidad de los provocadores, los caudillos, mesías y malditos: hablar y hablar y dar lecciones de vida como un psicópata, un líder social o un politiquillo con capa de héroe”—, antesala del personaje solitario e introspectivo de las últimas páginas, arrobado con la rutina de un pájaro carpintero que observa a unos metros de su casa, y al que le viene muy a pelo esta autodefinición: “Soy una botella vacía, me he quedado solamente con el aroma de las cosas”.

 


 

 

David Meraz, Rey Vengala. Una historia de artistas, Consejo para la Cultura y las Artes de Nuevo León/Secretaría de Cultura, Monterrey, 2016.

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Sobre el autor

Hugo Valdés

Autor de las novelas "The Monterrey news", "Días de nadie", "El crimen de la calle Aramberri", "La vocación insular" y "Breve teoría del pecado"; de los libros "El laberinto cuentístico de Sergio Pitol", "El laboratorio del crepúsculo y otros ensayos", "Ocho ensayos sobre narrativa femenina de Nuevo León" y "El dueño y el creador. Un acercamiento al dédalo narrativo de Sergio Pitol". Ganador del Certamen Nacional de Literatura Alfonso Reyes en 1994, del Premio Universidad Autónoma de Nuevo León a las Artes (UANL) en 2007 y del Premio Nuevo León de Literatura en 2012.

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