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El show de los muertos

noviembre 20, 2016Deja un comentarioCreaciones, PoesíaBy Enrique Carlos

El siguiente texto fue leído por Rodrigo Guajardo en la presentación del libro El show de los muertos, de Enrique Carlos, el pasado 21 de octubre en la ciudad de Monterrey. El audio que acompaña estas notas contiene la lectura de los poemas “Jackson letanía” y “Monólogo de Marcel Marceau”, grabados en voz de Guajardo para Levadura.

El show de los muertos (ESDLM; Impronta, 2014) no es un poemario de la caída sino del sumergimiento. Empieza del suelo para abajo; no va a la noche; continúa de la noche hacia adentro. No vemos cómo muere el poeta; partimos de que lo hizo. Menos sorprende así que, en una de las notas que hallé a propósito del libro, Claudia Cisneros mencionase que los poemas que componen ESDLM no se parecen nada a lo que ahora escribe su autor. El poeta de este libro ya pasó. Pasó de sí —la portada de este libro es su lápida y la lápida que lo cierra una desbandada de epitafios. Pero él ya es otro. Y esta transfiguración es la que todo el libro busca; la consigue porque el libro acaba. Lo que sigue… —No encontraremos el arribo a un nuevo puerto aquí. Ese estará, acaso, en los poemas que vendrían o vendrán después y que, mientras, ni conoceremos ni vislumbramos.

 

Así entiendo la particular tensión que hay entre Carlos y este preciso volumen.

 

El libro es solo duelo. Y también, en la “carrera” de Carlos (aquí, una carrera casi inmóvil) es un libro de vino: de necesario añejamiento. (No sé si haya otra manera de publicar poesía). Por eso, y por la mortificación del poeta (una que creo comprender desde dentro), este libro sólo podría haber surgido después de muchos años de escribirse —lo empezó en 2007, a los 18 años— y de ser filtrado, con esa paciencia que no es pasividad sino pasión. Hay una corrosión que se siente untada en las cortezas de los poemas: poemas por demás lacónicos, como ESDLM en suma. Por eso hay una suerte de integridad en el ensimismamiento, en la que cada poema es a la vez todo el libro, y por la que llega a resultar difícil expresarlo —como ahora, para mí. Porque se trata de una repetición en lo oscuro y lo silencioso. Todo aquí es implosión, y cuesta decirlo —propiedad que le debe a una de las hojas que lo componen: “La innombrable”. Los poemas surgen a pesar, en el borde de un agujero negro que tiende a engullirlos. Ese vértigo permea la selección de 16 poemas que finalmente conforman la obra: una de la que quedaron fuera (en no sé qué limbo cernido muy justamente alrededor de las páginas) muchos más —lo sé porque Carlos me lo dijo— que no conocemos a ciencia cierta, pero cuya omisión, cuya falta toca los bordes de los versos que sí quedaron. Eso es obscenamente in-visible en el poema que cierra ESDLM —de modo que leemos, literal, la textura de amputaciones.

 

Embebido o impregnado como estoy de su lectura (lo he leído una y otra vez tratando de asimilar… de inocularme su obcecación mortuoria), no puedo menos que estar hablando de él en “negativo”: es decir, para invocar ESDLM hay que recurrir a muchos “no”. Estamos ante una obra negada, en varios sentidos… a la que, si le ha sido posible afirmarse (a saber, en estas páginas, tal como obra) ha sido por una serie de ausencias cuya repetición, bien templada, acaba por revelarse como materia oscura y sin sonido. La luz de la que hablamos aquí es, obviamente, una luz negra, un plasma sómbrico parecido al que intermite a las orillas de las luces del estroboscopio que, me parece, abren este poemario:

 

Encarnadas luces en mis ojos
ojos negros estos en lo negro
luces que hacen parecer que brinco
otra vez
                 mi sorda tristeza esconden.

Descompuestos relojes en el pecho
su propio réquiem bailan mis zapatos.

 

Es, pues, una danza noir. Hay varios elementos de ese género presentes acá: la mujer parecida a la muerte —que identifico en un sentido verdaderamente fatal: azar y contingencia letales que cambian la vida… hasta su contrario. Esta mujer es la innombrable, la que no se puede decir; por eso alentarla quizá sólo cabe en las oclusiones que el poema convoca. —Y que evocan a esa paneriana “mujer que amé parecida a la nada / vaciando su cuerpo esbelto / en el amanecer de la noche”. Del noir siguen las pistolas; el humo, las cenizas; el rebelde. El crimen. La huida (el poema “J.D.” es acaso el único con algo parecido a un aire que respirar: el que abanican las despedidas.) Una huida casi ontológicamente imposible porque aquí habitamos en un universo definido —dicho sea en estricto rigor— por la cerrazón. Una trunquedad abrupta como en la que intuyo empieza este libro y en cuyo cabo opuesto termina. Estamos en el sitio de la claustrofobia, una claustrofobia verbal que (me parece) halla su propia ars poética en el “Monólogo de Marcel Marceau”: una algarabía apagada y en muñones.

 

Por ese ámbito… las delimitaciones de este universo están ceñidas también a un juego de referencias a obras y artistas que quizá sean las únicas vistas hacia un mundo, más que exterior, anterior: donde alguna vez cupo vivir. Todos los artistas de los poemas de Carlos están muertos —salvo aquel que, por seguir entre nosotros, puede nombrar el panteón de este libro: Charly García y su canción: “El show de los muertos”. Hermosa clave que apela a una tradición y a un sentido (uno) en medio de este rito funeral.

 

De súbito tuve un poco la impresión de leer estos poemas como por un hueco en la pared; de escucharlo por los visillos, y la peligrosa sensación de espiar, de invadir con las sensaciones, de leer como profanar ESDLM. Y como a este libro se llega (tal su nombre y su cortante, filosa edición, lo prometen) por eliminación… Quise deshebrar las sensaciones, la madeja de las voces subumbrales —como “tu cabello de oro, Margaret” se escucha más bien molido en lacia ceniza de la (callada) sulamita.

 

Lo apagado es lo que hay que escuchar aquí porque en Carlos no hay melancolía sino pesar: y su escritura no suelta esa suerte de música lánguida (acaso de arpas, violines)… En su vez, la sordina sobre el metal vacío del saxofón del Pájaro que se desgañita en el fin del mundo (es decir, al principio de este libro). Al cabo, lo que el metal tiene por sonar es su abandono encandilante:

 

Hasta mi muerte cuando muero brilla.

 

Al fin, piedra negra sobre una piedra blanca —cada poema de ESDLM sobre su página.

 

Rodrigo Guajardo

Jackson letanía y Monólogo de Marcel Marceau / Voz de Rodrigo Guajardo

http://revistalevadura.mx/wp-content/uploads/2016/11/Dos-poemas-de-Enrique-Carlos.mp3

 

 

JACKSON LETANÍA

 

Yo sé que el final no es esta línea

que las luces se desangran y se encienden

debajo de los párpados.

 

Yo sé que guardar silencio es un llanto

peor que el llanto.

Que lo único posible son nuestros monstruos

proyectados hacia el centro.

 

Yo sé, el de mirada honda

aunque lejana

que el mundo se hunde en el mundo y hundirse

es el único modo de vivir.

 

El de manchas en vez de venas

trompetas lejanas igual a un grito

una niebla lavándula.

Manos de mujer buscando peces

en mis penas.

 

Yo sé que el final no es esta línea

que el alcohol es un muro y este muro es sólo un punto

de desprendimiento.

 

Yo sé

pero sólo escucho el cantar de un ave negra.

 

 

 

MONÓLOGO DE MARCEL MARCEAU

 

Nadie sabe

de qué está hecho

el silencio que respiro.

 

El material con el que

levanto muros

para protegerme del olvido.

 

Soy el rey de los fantasmas

gobierno un mundo

hecho de ecos.

 

Tengo mi castillo aquí

y en cualquier parte

atado lo traigo

con una cuerda desteñida.

 

Nadie sabe si por las noches

mi rostro es

como el de la gente.

Si duermo en una cama

o en el aire.

 

Nadie sabe si he muerto

o si he vuelto

a mi país

en un barco de juguete.

 

 

 

LÁPIDAS

 

[…] Silba mi madre un camino largo. El sol a cuestas en los hombros de mi padre. Yo soy el muerto. El silencio de los mudos cuando aprietan los puños. Calló mi madre. Mi padre anocheció. Yo soy el que en la madrugada aprendió a arder […] Bajando del tejado donde toqué su violín como una triste cabellera. Ella es como sangre de lirio. Un incendio en la nieve […] Derramado. Camino por las celdas como por un cementerio. No sé dónde ha pasado tanto dolor mi corazón, pero hoy por fin le cavaré una tumba. Lavaré su rostro en su tercera caída […] Clavarle un cuchillo a tan miserable silencio. El mediodía todo se pone azul […] Con los pies montados en la sombra levanto un lamento de algodón hasta las nubes. Revivo el incendio de los tristes […] Miro los muslos de mi muchacha mientras duerme. El mundo es cada vez más pequeño y pienso que podría llevarlo oculto entre las piernas. Mi mano sostiene la ceniza. La tumba me sostiene en su mano. Mi corazón se deshoja sobre sus rodillas […] Debe ser tarde. Tanto que mis ojos se han puesto negros […] Miro las copas prendidas de la noche como estrellas. Me asemejan a un meteoro. Estos ojos de ángel. Esta lágrima funesta en la mejilla. Bebo el insomnio de esas copas. Estoy actuando mi papel de ausencia […] Miedo a dormir. En todos lados te sueño. Un crisantemo entre los labios me pones. Ganas de golpear una pared hasta no sentir nada. Desaparecer en un charco de sangre […] Hay dos manos negras. Las mías. Limpian y pulen el néctar de las lágrimas. Un carbón amargo. Un tizne líquido […] Mis ojos se apagan como las luces que anteceden la función. Escucho la muerte como una bailarina. Todo mi cuerpo es un escenario […] Vengo del país del oro. Hasta mi muerte cuando muero brilla […]

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Sobre el autor

Enrique Carlos

Guadalajara 1988. Poeta y músico. Becario del PECDA, de la secretaría de Cultura de Jalisco, 2006–2007. Autor de Crisantemo cielo [CONACULTA, 2007] y El show de los muertos [IMPRONTA, 2015]. Fundador de Naranjito Blues, donde grabó cinco placas discográficas, 2007–2012.

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