Como el pseudópodo de una ameba, una franja de tierra verde se extiende dificultosamente desde la región centro-golfo hasta el área en la que se asienta la ciudad de Monterrey; por lo demás, rodeada de grandes extensiones áridas. Para alguien que, como yo, creció en Hermosillo, donde sólo salir de la ciudad supone verse rodeado de montes pelones, resulta chocante la insistencia con que algunos regiomontanos se consideran habitantes del desierto. El verdor de las montañas que rodean a Monterrey es innegable y majestuoso.
No solamente el paisaje puede verse con mayor claridad con los ojos del extraño. También la mayor integración de la ciudad a la cultura del centro del país, por comparación con otras regiones del norte mexicano. Al llegar en 1998, para mí esto fue evidente; antes de ser capaz de identificar los rasgos específicos que lo explicaban. Lo sentía en el clima de mi primer otoño regio, en la comida que se ofrece en las calles, en la forma en que se festeja a los muertos y en el fervor guadalupano, así como en los acentos que se escuchan en la zona del mesón Estrella, donde cada 15 días compro un kilo de queso veracruzano a una de las familias migrantes que ofrecen productos traídos desde sus lugares de origen.
Pasarían años para que llegara a conocer mejor la historia de la ciudad, su composición demográfica y los flujos migratorios que recibe, especialmente de las huastecas potosina y veracruzana. Si en el imaginario local suele subrayarse la asimilación de los recién llegados a la cultura local –la del trabajo arduo, el consumo de cerveza y la afición a sus equipos de futbol–, lo que yo percibía primero, intuitivamente, era la transmisión cultural en sentido inverso. Recientemente he visto consolidarse este proceso en una práctica que se vuelve cada vez más cotidiana en el área metropolitana: la venta de tamales en hoja de plátano.
Así como esa franja de verdor se extiende entre el desierto hasta alcanzar a Monterrey, la cultura de regiones más centrales del país se infiltra en la norteña –y pretendidamente blanca– capital industrial.
Una distorsión cognitiva similar a la que lleva a Monterrey a considerarse única en el panorama nacional (conquistadora del desierto a través del trabajo, “sangre blanca en su totalidad” escribía Fuentes Mares en 1976) ha tenido algunas manifestaciones recientes. Éstas se han desplegado en el marco de la tan sonada promesa de campaña de Trump sobre la construcción de un muro a lo largo de toda la frontera México-EUA.
La primera de esas manifestaciones que llamó mi atención fue un meme en el que se fantasea con que Nuevo León quede al otro lado tras la construcción del polémico muro. A pesar del carácter humorístico, o justamente por ello, la imagen es poderosa. La idea de la no pertenencia al resto de México no es exclusiva de Nuevo León sino dispersa en todo el norte del país. Aquí, sin embargo, es fortalecida por el poderío económico local que además induce a simplificar la compleja y multidimensional relación de la entidad con una administración federal, innegablemente centralista. Una frase sintetiza la supuesta injusticia: “nosotros mantenemos a los chilangos”. Una simple búsqueda en la red me llevó a contenido similar, recientemente creado. Por ejemplo, un video, también en clave de humor, en el que se plantea una hipótetica exigencia de visa a los mexicanos para ingresar a Nuevo León. En ese video aparece con toda claridad la vinculación con la figura del gobernador actual como uno de los rasgos de esta nueva oleada de pensamiento separatista. Su independentismo de papel sigue rindiendo frutos.
El asunto, sin embargo, va más allá del chiste. Poco después del meme del muro, Anonymous Monterrey hizo circular una propuesta de independencia de la entidad y constantemente publica en sus redes información que abona a la idea del saqueo a Nuevo León por parte de la federación. Por su parte, el legislador local Samuel García, aunque un poco más moderado en el alcance, hizo un llamado similar: solamente un presidente de la república norteño garantizaría que “se nos dé lo que nos corresponde”.También en las páginas de El Norte se ha abogado por la idea de defender los intereses del estado ante el maltrato de la federación , a la que se acusa de causar una situación de crisis presupuestaria y estancamiento económico.
Hace unos días, un miembro del equipo de esta revista compartió a través de su cuenta de facebook una editorial de Lorenzo Meyer sobre las posibilidades que la elección de Trump abre al gobierno mexicano para replantear su relación con Estados Unidos. Inmediatamente un regiomontano argumentó -mostrando bastante información sobre el tema, por cierto- que el asunto es un falso problema para los neoloneses pues oculta lo que debiera ser el meollo de nuestras preocupaciones políticas: la relación Monterrey-centro. Descalificó al autor, entre otros motivos, por pertenecer a “la clase rebuznante chilanga”.
Toda pertenencia a un colectivo amplio es imaginaria, como lo demostró Anderson suficientemente. Las adscripciones, ya sea a un “nosotros” mexicano, así como a un “nosotros” regional o neolonés son igualmente construidas y apoyadas en mitos sobre el origen y el pasado común. Ahí cada quién tiene derecho a elegir.
Tampoco puede obviarse que la atracción que en el imaginario regiomontano ejerce la frontera y su instrumentalización en los delirios de localismo y superioridad tiene un indudable componente histórico. Esa frontera internacional, prácticamente no experimentada como espacio de vida cotidiana (en Nuevo León no tenemos una Tijuana ni un Juárez) pero ampliamente aprovechada comercialmente, ha marcado la historia y el desarrollo locales. La reubicación de la frontera a tiro de piedra de Monterrey en 1848 supuso para la ciudad la posibilidad para su despegue económico y para dejar de ser un poblado del México central sin mayor interés. Ello, aunado a la fuerte integración económica con un Texas ya estadounidense ha condicionado una simpatía y una orientación ideológica hacia el país vecino que contrasta con la animadversión que predomina en la mayoría del resto de la población mexicana que ve ese mismo hecho histórico como un robo de territorio.
La fantasía de quedar del otro lado del muro, es también, en parte, reminiscencia de los proyectos decimonónicos de independencia política de la región (como República del Río Grande y República de la Sierra Madre) y reacción a los esfuerzos del gobierno central de mantener a Nuevo León sin una amplia frontera con los Estados Unidos para evitar así su mayor independencia económica. El control de las aduanas fue una importante fuente de recursos que fortalecieron el poder militar y político del gobierno de Vidaurri a mediados del s. XIX.
Lo paradójico de esta reciente visibilización del impulso separatista neolonés es que tenga lugar justamente a propósito de una campaña electoral que nos ha mostrado con toda claridad lo grotesco que resulta culpar, sin más, al otro de los problemas propios; así como lo irracional que es –visto desde el exterior– esperar que se solucionen simplemente cortando las vías de contacto con los supuestos causantes de nuestros males. Sin contar, además, con lo sintómatico que resulta que el primer movimiento de retención de empleos en Estados Unidos que Trump buscara capitalizar mediáticamente ponga en riesgo, coincidentemente, planes de inversión estadounidense en Nuevo León.
Nuevo León ciertamente vive uno de los momentos más complicados de su historia reciente. Aunada al déficit fiscal que subrayan los detractores del centralismo, es evidente la impotencia de la administración pública local para atender los problemas de seguridad y desarrollo urbano. Sin duda, la relación con el gobierno federal y la inmigración podrían ser elementos a discutir en la búsqueda de salidas a la crisis actual. Pero el discurso independentista simplemente echa bajo la alfombra la responsabilidad de la ciudadanía y las élites por la inoperancia de unas autoridades estatales y municipales que han fungido por décadas como meros facilitadores de los proyectos del empresariado local. Por otra parte, las acusaciones de centralismo hacia el exterior en un estado que concentra en su capital cerca del 90% de su población suenan hipócritas. Que ese discurso pretenda, además, posicionar al gobernador actual como presidenciable antiestablishment en lugar de analizar su mismo triunfo como un revés a la apertura democrática hacia la ciudadanía y como muestra de nuestra inmadurez política es, de plano, estar viendo y no ver.