La impunidad es salirse de la regla sin castigo. ¿Podría existir el derecho a salirnos con la nuestra?, ¿Cómo defender al enemigo público número uno del País? Titubeo, no lo niego, pero llevo tiempo sospechado que en este coro condenatorio hay más reproducción de control que justa autonomía.
Podría parecer un sinsentido, pero muy poca crítica ha mediado entre la práctica infractora y su automática condena. No hay permiso para discutirla. Atendiendo precisamente a esa censura es que hoy quiero pensarla como un derecho.
No es lo mismo la impunidad con que ostentosamente viven los impostores de la representación —dícese Presidente, gobernadores, alcaldes, secretarios, o la casta empresarial—, que la impunidad a la que quiero referirme en este texto. Distinguirlas es necesario para poder comenzar a discutirlas, analizar sus causas y sus probables soluciones y, por qué no, aceptar que algunas de éstas son gravemente necesarias.
Cierto que las reglas son necesarias para que las organizaciones funcionen, pero cuando la ruptura es la regla y no la excepción estamos ante una problemática distinta. La impunidad o es excepcional o no lo es. Es decir, cuando la regla se rompe sistemáticamente estamos ante una problemática distinta. México ocupa el segundo lugar en el Índice Mundial de Impunidad. ¿No es esto un síntoma de que es el sistema de normas el que ha quedado agotado?
Apenas para lanzar la idea pondré dos ejemplos, uno macro y otro micro.
El primer ejemplo es la economía informal. La actividad económica no declarada sostiene al 57.8 por ciento de los trabajadores del País. Su crecimiento es de un dos porciento anual. Es nuestro sostén. Si se le aniquila México se cae y, sin embargo, es criminalizada. Esto quiere decir que la mayoría de los trabajadores padecen la ansiedad y el miedo del migrante sin papeles, que no puede acusar a quien lo explota o se beneficia de él so pena de ser encontrado “fuera de lugar”. ¿Puede el sesenta por ciento de la población económicamente activa estar desviada?, ¿no sería más lógico entenderla (y respetarla) como una fuga al orden establecido?
El segundo ejemplo es quizá más controvertido: es poder excusarse de cualquier compromiso aludiendo a razones del corazón. Porque no puede uno contentarse con ver las estrellas por la ventana de una computadora. Ni puede uno perderse todos los cumpleaños de los hijos, o resignarse siempre a no hacer lo que se nos de la gana, como perseguir una ilusión. La práctica soberana, el mandarse solo, es castigada con radical fuerza por, —qué desgracia—, la sociedad ideal.
Podríamos convenir con que esta idea de lo impune es más poética que realista, pero en la sociedad que anhelo la gente enamorada tiene derecho de ausentarse algunas veces en su vida. Claro, podríamos pensar que esto sería un caos, pero yo más bien creo que así podríamos vivir en un sistema basado en la mutua comprensión, en donde lo mismo el jefe que el subalterno puedan darse estos lujos que no son más que derechos del “buen vivir”. Por el contrario, se acumula un rencor contra el sistema porque no ha aprendido a distinguir a un ser humano desesperado, que necesita apoyo urgente porque su bebé se enfermó, o que agradecería que lo dejen ir a un concierto sin culpas, respetando su derecho de impunidad.
Pero hay más. La impunidad es indispensable para la transformación. El miedo a romper la regla y a pagar por ello nos tiene paralizados políticamente. Nadie quiere ser encontrado en falso, so pena de perder los pocos privilegios acumulados. Sin impunidad no hay innovaciones venidas desde abajo, únicamente desde arriba. La impunidad es, entonces, un derecho necesario para virar, para saltar del tren y correr en sentido opuesto. Puesto así, a México le falta impunidad excepcional.