En 1915 operó uno de los grupos del crimen organizado más célebres en la historia de México: La banda del automóvil gris. Era conformada por un grupo de hábiles ladrones que se vestían con uniformes carrancistas y llegaban a las mansiones de familias adineradas exigiendo el paso para realizar un cateo oficial. Cosa que era relativamente común en la convulsionada era revolucionaria.
Luego de obtener el botín, desaparecían rápidamente en un automóvil Fiat color gris rumbo a los barrios circundantes de la Ciudad de México.
De la celebridad como delincuentes pasaron a la celebridad cinematográfica debido a la dramatización que uno de los cineastas pioneros del cine mexicano, Enrique Rosas, realizó en una serie de doce episodios titulada “El automóvil gris” en 1919. Primer gran éxito de la cinematografía mexicana, con un público que esperaba ávidamente la siguiente entrega episódica.
La banda del automóvil gris había sido capturada antes de su adaptación a la pantalla, habían sido condenados a muerte a través del fusilamiento, que fue registrado en celuloide. Rosas quiso darle a su producción un elemento osado, y en la secuencia del filme donde los integrantes de la banda serían fusilados, montó la escena del fusilamiento real.
“La escena del fusilamiento, a su natural horror, reúne su autenticidad con su absoluto realismo. Hemos querido demostrar cuál es el único fin que espera al delincuente” reza un moralizante cartel en el filme antes de aparecer la secuencia. Casi cien años después, el hecho de las imágenes reales de la muerte es, en gran medida, lo que le sigue dando celebridad al filme, sin demeritar en forma alguna sus múltiples logros en aquel contexto de nuestra cinematografía.
En días pasados estuve fuera de la ciudad, vacacionando en compañía familiar. En el desayuno mi prima veía su celular, su expresión era desencajada. “Horrible” dijo, y me contó el asunto del adolescente que había disparado sobre sus compañeros y maestra en el Colegio Americano del Noreste, escuela privada de Monterrey, recién ocurrido. Tal vez de forma egoísta no quise perturbarme más, ni preguntar gran cosa, había estado desconectado brevemente de los recurrentes hechos de nuestra cotidianidad: violencia, fosas clandestinas, gasolinazo, incremento de impuestos, políticos de actuar insultante, y un largo etcétera. Quería seguir así un poco más, al menos.
Un par de horas después me pasa su celular y dice, mira: La impersonal imagen de una cámara de seguridad, con su característica posición fija y picada (de arriba), con su imagen decolorada, empastada, descafeinada, alejada, muda. Todo parecía transcurrir normalmente en una escuela, la maestra de pié, unos chicos sentados, otro parado, hasta que de pronto uno de los adolescentes sentados simplemente se desmoronó hacia el suelo, aparentemente de la nada. Fue la imagen dura de la muerte, así, desnuda, sin pirotecnia melodramática, sin cuerpos abiertos de brazos extendidos y cayendo al suelo rodando, sin sangre esparcida, sin tiempo ralentizado, sin rostros en rictus doloroso.
Le devolví el celular. El momento instantáneo en el que un cuerpo vivo se convierte en una masa inanimada fue una imagen tan poderosa que no la digiero aún. La biología está muy lejos de cualquier recreación que hayamos hecho. Ese chico que se va instantáneamente, aquella familia iraquí fulminada por un helicóptero norteamericano (las filtraciones de Bradley/Chelsea Manning a través de Wikileaks). Y hasta no acompañar a alguien en su tránsito mortuorio se puede entender que la muerte real poco tiene de cinematográfico.
Nunca me atreví a explorar los videos que grababan los grupos del crimen organizado al asesinar a sus rivales capturados. La pura descripción de ellos me bastó.
Una de las principales discusiones que se dieron en torno al caso del tiroteo en la mencionada escuela de Monterrey es la petición en redes de no difundir imágenes del hecho para no contribuir a la violencia y por respeto a las familias involucradas. Incluso los medios electrónicos, contrarios a su morbosa práctica habitual, se sumaron a esta petición (dicho sea de paso, es importante señalar que cuando los hechos violentos son ocurridos en sectores marginados de nuestra sociedad muy pocos salen a la defensa de su dignidad, y las redes y medios se regodean en la reafirmación salvaje del otro, quienes nunca son víctimas de patologías psicológicas, familiares y sociales, como las personas de sectores acomodados, en el imaginario nacional).
Independientemente de la discusión que se haya dado entre quienes pedían la no difusión de las imágenes y quienes señalaban este hecho como una evasión de la realidad, lo que es cierto es que para encontrar en este momento histórico de la imagen, hiper abundante cuantitativamente mas no cualitativamente, algo que sea capaz de mover las conciencias parece que tiene que ser en la realidad más dura.
El fotógrafo norteamericano Joel-Peter Witkin tiene una celebrada obra visual en lo que podría ser una estética del shock, con figuras humanas marginales, deformadas, partes de cuerpos, extremidades, cabezas. Imágenes que pueden ser repulsivas, pero profundamente bellas en su particular propuesta estética. Witkin trabajó directamente con cadáveres obtenidos de las morgues, de los sin nombre, una especie de Caravaggio contemporáneo, donde la discusión ética nos daría para llenar otros espacios.
Pero aún así, al estar sus fotografías bajo el tamiz de un concepto artístico, por más chocantes que puedan ser para alguien su efecto es muy diferente al producido por las imágenes profanas al arte.
Ligo este hecho a una conversación de sobremesa que recientemente tuve con un estimado amigo, el fotógrafo Juan Rodrigo Llaguno. Hablamos de lo difícil que es en este momento, al menos para nosotros, encontrar un discurso visual que nos mueva como espectadores y creadores. Tal vez por la responsabilidad que es no estar al inicio de una carrera sino tener que mantener lo hecho anteriormente con un proyecto que aporte, pero también por el exceso de imágenes que provocan una atrofia psicológica y sensible.
Ha sido tanta la vorágine de los últimos años que pareciéramos ser como aquellos personajes inmortales de “Adán y Eva (todavía)” (Iván Dueñas, 2004) hartos de vivir y ver tanto que sus eternas vidas se han convertido en un permanente desgano. Nuestro punto a favor sobre ellos es que al menos nosotros no lo padeceremos eternamente.
Ya lo presagiaba Win Wenders en su “Historia de Lisboa” (1995) respecto de esos chicos adolescentes fascinados con las nuevas cámaras compactas que se dedicaban a registrar hasta el detalle más superfluo, antecedente de nuestros actuales platos de comida y selfies en redes… ¡Videotas! les llamaba el personaje protagónico harto de ese enjambre de video-niños…
En el discurso de Wenders se buscaba la imagen pura, que no estuviera contaminada por nada. Es inquietante pensar ahora que esas imágenes pudieran estar únicamente en las cámaras de seguridad de bancos, oficinas, escuelas y calles, a la espera de una tragedia.
No es nada nuevo señalar que la imagen en sí está en un momento de crisis. Que los discursos que hablan sobre el poder de la imagen contemporánea están más intelectualizados que otra cosa. El poder puro de la imagen te llega cuando estás frente a un cuadro de El Greco o Goya y sientes que caes de espaldas al suelo.
Probablemente debemos ir a una transición de lo que esperamos de la visualidad y entender mejor su función contemporánea, su relación con aspectos de la filosofía, política y sociología en este momento histórico de paradigma en crisis. La imagen como una abstracción interna, psicológica, sensible y particular de una experiencia externa, que no sólo se limita a lo visual sino a lo sensorial en todos los aspectos, así como al pensamiento mismo.
O estar atrapados en la búsqueda de esas representaciones significantes tórridas en medio de un océano de banalidad.