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El Oroxxo: el grado cero del capitalismo

febrero 27, 2017Deja un comentarioArteBy Alejandro Vázquez Ortiz


oroxxo2La inauguración del Oroxxo tuvo el efecto deseado: una reacción inmediata, ni unánime ni contundente, pero sí inmediata. Y la información obró lo suyo. Los comentarios y diálogos duraron lo que se tarda uno en recorrer hacia abajo el navegador de Internet. En lo que algunos vieron una patochada de un farsante, otros vislumbraron un gesto lleno de ironía y genio.

 

¿Qué es el Oroxxo? ¿Un escupitajo a las reglas mercantiles del arte? ¿Un oportunismo de marchante disfrazado de crítica social? ¿La trastienda publicitaria de la Bienal de Femsa?Los objetos intervenidos en el Oroxxo problematizan un dilema tan viejo como la noción moderna de arte: la tensión dialéctica entre la producción material y la mercantilización de la obra artística.

 

En el Siglo de Oro un relojero, un tintorero y un pintor eran virtualmente indistinguibles en términos de estatus. Todos eran artesanos y como tal estaban sujetos a los gravámenes y aranceles propios del comercio. Velázquez se revela contra esto y exige la exención de los impuestos para los pintores. El argumento no era otro que el hecho de decir que los pintores ejercían las artes liberales, pues en los procesos de producción se ocupaba el conocimiento del trívium y el quadrivium.

 

Entendamos esta petición en toda su significación: ¡sería tan absurdo como ver a un relojero pidiendo una beca del FONCA! Esa separación del gremio de los artesanos es el inicio de la concepción moderna del arte. Si bien falta mucho para el arte conceptual, Valázquez subraya el proceso de la generación de la obra por encima del residuo material que se merca.

 

Debo decir que cuando me enteré del Oroxxo, me causó cierta animadversión. Por lo general, tengo una tendencia a que el arte contemporáneo me arranque bostezos y aburrimiento. La razón: en tanto la técnica ha desplazado cualquier noción de artesanía en el juego artístico y la obra es apenas el residuo de la labor espiritual del genio, el proceso se me antoja una parcela demasiado pequeña donde el artista se limita a ejercer una breve soberanía idiota.

 

Por eso, la idea de que Gabriel Orozco vendiera papitas con pegatinas en seis mil dólares (que eran los titulares de las noticias) se figuraba, como mucho, el gesto cínico y pobre. Pero cuando empecé a leer más sobre la instalación, me fue intrigando más y más.

 

Primero, acaso debamos entender la instalación al completo. Se trata de una réplica exacta de un Oxxo en donde se venden objetos de consumo cualesquiera junto con otros intervenidos con los círculos característicos de la obra de Orozco. Los primeros se adquieren con dinero falso que se da a la entrada de la exposición; los segundos, regidos por una regla inversa de oferta y demanda se venden en un rango que va de los seis mil dólares a los 45 dólares. La intención es que la venta de las piezas caras, subsidie la venta de las más baratas e incluso los productos industriales de consumo como los sobres de comida para gato o las tostadas Rancheras.

 

Y cuando empecé a analizar este mecanismo, no pude menos que pensar que el juego del Oroxxo va más allá de la mera dialéctica del producto artístico. Mejor que el Pop Art de Warhol o el Muralismo Mexicano, creo que Orozco ha conseguido llevar a una reflexión profunda las reglas de mercantilización, no solo del arte, sino de los sistemas de significación y en última instancia del capitalismo.

 

Notemos esto: la intervención de los productos se basa fundamentalmente en pegatinas con la obra característica de Orozco encima de los logos de los productos. No es una intervención del logo, ni mucho menos una crítica, sino un reemplazo. Quien compra un Paquetaxo intervenido no está consumiendo un producto de Sabritas, sino uno de Gabriel Orozco.

 

Se trata, sí, de una forma de apropiacionismo, pero la apropiación no es de un objeto artístico, ni siquiera de un objeto industrial: se trata de la apropiación de un capital intangible, del significado del logo. Hay algo de inquietante en la operación: todo el arte desde el siglo XX hasta la fecha ha basado su postulado en el discurso y la signifcación (incluso, diría yo, en la hipersigificación de los símbolos). Que Gabriel Orozco juegue con esta apropiación no es nada nuevo. Lo interesante viene después.

 

Se trata de la inversión de la maquinaria capitalista. Es decir, el juego invertido en el que la venta deprecia el producto contraviniendo el sentido de la regla primera de la oferta y la demanda. En este caso, entre más se vende un objeto, menos valor tiene. Entre más popular sea un signo, menos sentido tendrá.

 

Y no sólo eso: el valor de la mercancía intervenida está dado por el logo del artista. La marca que se apropia del logo original del producto de consumo es fagocitada por el valor de la intervención; pero su venta la deprecia. La destruye. Y esa venta sirve, precisamente para subsidiar la compra de mercancía corriente con dinero falso. Mercancía que llega a su uso final y queda doblemente despojada junto a su par intervenida: despojada de su valor de fetiche artístico, pero también despojada de su valor real al ser comprada con dinero falso.

 

La genialidad de esta pequeña tienda paralela es que, en ese circuito cerrado, la lógica se contraviene. La verdadera obra no está en los objetos intervenidos sino en la marginalidad de los objetos de consumo industriales que se obsequian subsidiados a los asistentes. Vemos que ese despojo de significado de estos objetos: cervezas, periódicos, chicles… que palidecen ante los procesos de hipersignificación de los objetos intervenidos, son en realidad el sentido que sostiene la instalación.

 

Se trata de hackear los signos, de hacerlos funcionar al revés. Lo que vale es lo gratuito, pues el objeto regalado es el que se consume. Lo que no sirve es lo que se compra (el objeto intervenido), pues en el momento mismo de comprarse, se deprecia y disminuye su valor, y su caducidad ni siquiera le otorga el rango de fetiche. Todo esto para crear una tienda que es el grado cero del capitalismo. Se trata de una Robin de Locksley del signo que roba a signos ricos en significación para dar a los signos pobres sin significado.

 

Y nos lleva acaso a reflexionar, desde que vemos estas reglas inversas operar, la función que generan los logos, los signos, las marcas, los significados que suplantan los objetos. Incluso aunque aquí el signo sea inverso: en donde el objeto artístico se presenta como una trampa del consumo; y el objeto en serie (unos Rancheritos, por ejemplo) como una donación gratuita para el espíritu.

 

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Sobre el autor

Alejandro Vázquez Ortiz

Escritor y editor. Miembro del consejo editorial de An.alfa.beta y actualmente becario en el Centro de escritores de Nuevo León de CONARTE. Ha publicado "Artefactos" (2012). Recientemente obtuvo el Premio Nacional de Cuento Joven Comala 2015.

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