No soy afecto del turismo ni las visitas a los museos. Hay algo en mí que me impide ir, de propio pie, a visitar una ciudad extraña, o un centro cultural. Es a la vez una pereza y una resistencia política. ¿Acaso la pereza no es ya una resistencia política? Pero es una clase especial de pereza: la flojera de ir a buscar los acontecimientos. Será por eso que en más de treinta años nunca había puesto un pie en la Ciudad de México, salvo en transbordos aeroportuarios.
En fin. El caso es que hace un par de semanas viajé por trabajo; y también por las mismas cuestiones acabé en Polanco. Y teniendo algo de tiempo que perder antes de acudir a reunirme con mis colegas, entré al Museo Soumaya que estaba a un tiro de piedra, atraído por la posibilidad de ver la última fundición de “La puerta del infierno” de Rodin.
Desde que entré me dio mala espina el asunto. En el vestíbulo, justo después de pasar por el detector de metales, al fondo junto a una tarima y unas sillas para un público inexistente estaba la emblemática pieza de Rodin. Un pórtico terrible y lleno de detalles a analizar, estaba colocada junto a unos floreros casi como decoración de la tarima que estaba adornada con una bandera panameña.
Decidí adentrarme en el museo, sin tomarle demasiada importancia. Pensando que seguro es una colocación provisional, y nada más.
En el primer piso me encontré con una sala inusual que provocó en mí un efecto inmediato que se alargaría hasta el final del recorrido: extrañeza ante una suerte de amontonamiento de objetos que, más que parecer que se exhibían en un museo moderno, sugerían la idea de un antiguo gabinete de curiosidades de un noble crepuscular o un burgués acomodado.
Artefactos de oro y plata, cofres, relojes de bolsillo y una extensa (y costosa) colección de notafilia y numismática estaban acomodadas (casi arrojadas) en escaparates, a veces pobremente iluminados. Tengo cierta debilidad por el coleccionismo de monedas y me pareció obscena la forma en que estaban expuestas en amplias vitrinas con cuarenta o cincuenta piezas y una somera indicación de la ceca de procedencia.
Puede distinguir algunas monedas que solo conocía en publicaciones como una pieza de 8 reales de Carlos III con resellos cantoneses, o el famoso peso de bolita. Busqué entre las vitrinas una pieza que para mí es un fetiche: el peso “Muera Huerta” de la ceca de Durango de 1914. No lo encontré. Al final me fastidió encontrarme junto a estas piezas históricas menos preciadas, relojes de bolsillo de los años 80 cuyo único mérito (ya que eran más bien feos) era estar hechos de oro de equis quilates.
Miré mi propio reloj pensando en que si esto se prolongaba más de veinte minutos en la siguiente sala, me marcharía a comer unos tacos de longaniza que estaban en un mercado fuera del museo.
La segunda sala fue aún peor. Si ya sospechaba que el museo era un despropósito de un hombre con fondos ilimitados (pero de buen gusto muy limitado), la sala “Asia en marfil” me lo confirmó.
Incluso haciendo a un lado mi simpatía por la causa animalista; esta parte de la exposición permanente se me antojó de pésimo gusto. El museo obedecía a una doble función decorativa y petulante, casi como el hogar de un buen burgués. Y tan aburrido para cualquiera que no sea su séquito de comensales.
En esta sala los objetos estaban amontonados con el capricho de un ama de casa que desea que sus visitas se asombren del poder de su cartera, antes que crear un espacio de contemplación para el despliegue estético de una pieza.
Pasé por la sala casi a trote, apenas viendo de reojo algún cuerno de elefante difunto convertido en pagoditas y carretitas o peinetas de suripantas asiáticas.
Cuando llegué a la sala de novohispanos, pensando en buscar el elevador más próximo e irme de ahí, la cosa mejoró sensiblemente. Aunque el amontonamiento y la falta de rigor son omnipresentes en el museo, algunas piezas consiguen destacar por encima del resto. Entre ellas “San Jorge y el dragón” de Marten de Vos, aunque se trate de los extremos de lo que originalmente era un tríptico, la obra es sí misma es poderosa.
Lo que empecé a notar en esta sala es que agrupaciones de obras obedecen a una noción de tema. Por encima de la museografía, lo que interesa es que todas las pinturas de la Virgen María estén por acá, las de Santa Teresa de Ávila por allá y las de la Torre de Babel por aquí; no importa el pintor, el año o la corriente.
Confundido y agobiado por el sistema de mamparas de las salas, avancé a la tercera sala. Ahí encontré la pieza más memorable de todo el Soumaya: “Puerto mediterráneo” de Vernet. Alguna vez, leyendo las críticas de los salones de Diderot, me enteré del manejo de las luces y contraluces, pero verlo en vivo fue una experiencia apabullante. Lo vi largo tiempo recordando que Diderot aseguraba que Vernet había educado su ojo para poder ver la luna correctamente.
En cualquier caso, la sala de europeos era lo mismo: amontonamiento y capricho. En una mampara había cuadros de caballos como si fuera el vestíbulo de una ranchería y tenías a Siqueiros, De Chicro y otros empotrados, codo con codo, por el solo tema equino.
Más allá había bocetos de Degas que apenas cumplían la función de fetiche testimonial, impropia de cualquier experiencia estética. Al salir corriendo de la sala casi tropiezo con unos papeles de Gibran Khalil Gibran que estaban expuestos en unas vitrinas, supongo porque no encontrar otro lugar para ponerlos.
También era sorprenderte el nivel de los cartelones en los pasillos entre las salas. Penosas explicaciones casi de enciclopedia Encarta 98 de las corrientes artísticas.
Llegué a la sala con una exposición temporal de la ciudad de Venecia. Ya fastidiado del recorrido y viendo una monomaniática repetición de paisajes con canalones, avancé a las escaleras sin detenerme a ver ningún solo cuadro que parecían un mero reclamo turístico de la ciudad.
Llegué al final del museo pensando en los tacos de longaniza y viendo cómo no retrasar más mi almuerzo. En la última sala, bellamente iluminada por un tragaluz central, había un acervo importante del escultor Rodin.
El amontonamiento se disimulaba por la falta de mamparas. Cosa que a la vez hacía que todos los espectadores deambuláramos sin orden entre las esculturas. Daba la impresión de estar en una bodega, más que en un museo.
Solo había dos cosas que destacaban de forma importante en la sala:
1) La escultura “Tres sombras” con una luz del mediodía que caí sobre los hombros de las tres figuras y que tenía una afortunada banca al frente para sentarse a contemplarla y 2) el nombre de la sala “Julián y Linda Slim”.
Lo demás era lo mismo. Un caudal arrojado a un bonito edificio, para que los turistas deambulen entre los objetos, maravillándose del desconcierto y la riqueza de un empresario. Tristemente cualquier intención estética queda opacada por una función decorativa.
Cuando regresaba en metro al centro histórico llegué a la conclusión de que lo único que superaba en experiencia estética a los tacos de longaniza del mercado fue, sin duda, el Vernet.