Desde un punto de vista se podría decir que hay dos grandes vertientes de la historia de la filosofía: los reformistas y los heterodoxos. Digo «reformistas» porque pensar en un filósofo ortodoxo es un contrasentido.
Las vertientes se separan por las intenciones de sus obras. Mientras los reformistas se empeñan en buscar soluciones a los problemas filosóficos; los heterodoxos refutan las respuestas y muestran los errores confinados en ellos. No se falta a la verdad cuando decimos que los heterodoxos disfrutan de encontrar problemas, no de resolverlos.
Podemos encontrar grandes reformistas en Aristóteles, San Agustín, Santo Tomás, Descartes, Kant o Husserl.
Ellos me interesan porque aprendemos más cuando leemos a quienes pueden mostrarnos las génesis y reformas paulatinas de la Realidad, que cuando simplemente leemos a quienes no suponen desafíos, aquellos con quienes podemos estar de acuerdo.
El método cartesiano anuncia el célebre «pienso, luego existo» como la piedra de toque para la edificación del conocimiento y el escape a la duda infinita. Aunque el genio maligno nos confundiera de las maneras más diabólicas, sería imposible que dedujéramos una cosa diferente al cogito ergo sum.
Pero es labor de la heterodoxia, ¡tan similar a la del genio maligno!, descubrir si es realmente absurdo creer que el cogito cartesiano implica siempre al sujeto.
La respuesta es no. No creo que el hecho de pensar demuestre el hecho de existir. Tan simple como acudir a la controversia averroísta del s. XIII entre Sigerio de Brabante y Santo Tomás de Aquino en los comentarios al De anima de Aristóteles. El filósofo árabe Averroes dice que el intelecto material, necesariamente, debe estar separado del alma. Las implicaciones de esta separación no son pocas, pero la principal es la que pone en duda que el sujeto sea el lugar en donde ocurre el conocimiento.
En Averroes encontramos toda la parafernalia sacra de hipóstasis, jerarquías angelicales y, evidentemente, la de Dios mismo. Pero podemos usar su estructura para secularizar su pensamiento. Es decir, que el alma sea el sujeto (o la mente) y que el intelecto material sea algo así como el lenguaje, compuesto de vocabulario semántico y reglas gramaticales.
Porque hay un lenguaje, ¿podemos decir que el lugar donde se da es el sujeto?
La respuesta casi obvia nos dice que sí, pero, si buscamos esa prístina piedra de toque para elevar en ella el método científico, tenemos que dudar metódicamente de esta aparente trivialidad. ¿El lenguaje implica mi existencia? Lo haría, si el sujeto fuera una condición sin la cual no pudiera existir el lenguaje. Si pensamos que el sujeto es emisor (y no emisario) del lenguaje mismo, ¿será así? ¡El sujeto manufacturando a placer el mensaje por medio del cual se comunica!
¿O será más bien que el sujeto, si lo hay, se limita a transmitir y utilizar unas reglas y un vocabulario para intentar formar sus expresiones?
No emite, sino juega. ¿Puede entonces pensarse que la mente y el hilo del pensamiento del sujeto son verdaderamente anteriores al lenguaje? Aquí se nos aparecen interactuando, mas no hay superioridad de ningún tipo, porque el sujeto no puede transformar el lenguaje para que diga lo que él quiere decir, sino que tiene que aprender a jugar con el lenguaje.
¿El lenguaje, como el intelecto material, según Averroes, está separado de la mente? La imposibilidad de separar jerárquicamente el lenguaje y el sujeto (¿qué es más importante, el mensaje pronunciado o el sujeto que lo pronuncia?) nos lleva a otra duda: ¿no es el lenguaje más bien la condición de aparición del sujeto que su condición necesaria y suficiente? ¿No es a través del lenguaje (y sólo en el lenguaje) que podemos siquiera atisbar al sujeto o atisbarnos a nosotros mismos en lo que pronunciamos? ¿No somos, pues, lenguaje? Pero, en nuestra incapacidad de deformarlo, no podemos decir simplemente «somos lenguaje», sino «el lenguaje somos nosotros».
El lenguaje devora toda la inmunidad de la intimidad que queda abierta ante el logos (pensamiento/enunciado/lenguaje) y, el hecho de que haya pensamiento y que éste parezca darse dentro de mí (aunque mi interior y mi exterior estén determinados precisamente por lo que callo y lo que hablo), no significa que tiene que existir una sustancia que pueda llamar «yo».
Podemos pasar de las hipóstasis separadas del neoplatonismo y del alma del mundo, a la ciencia ficción: ¿Y si sólo fuéramos antenas; carcasas vacías reproduciendo el lenguaje; máquinas deseosas, sin alma, que realizan una tarea más grande que ellas mismas? ¿Si esto que pensamos fuera el pensamiento mismo pensándose en una autocontemplación perfecta? Es decir, que el mundo es una forma de realización del lenguaje. O, dicho de otro modo, que el mundo es el lenguaje pronunciándose a sí mismo.