Lo primero que me reconforta como artista y colega de otra artista como Miriam, es el don que nos hace con la ética de la fraternidad en su trabajo creativo. Esta exposición que presenta por estos tiempos en Plaza Fátima, es el resultado de una investigación, planeación, observación y mucho más de la identidad femenina plasmada en sus esculturas con un objetivo ineludible. Una mujer es lo que piensa y lo que piensa prefigura su andar, su despojamiento y sus galas frente al mundo. De tal modo que cuando Miriam convoca a un grupo de escritoras de México sabe que es precisamente este perfil hondo y cierto, lo que quiere aprehender de nosotras. Nos dice vestidos, ropa primigenia, el primer manto, túnica, falda, como quiera llamársele, que nos define en tanto mujeres. A cada una a su modo, a su guisa. nos impulsa hasta el desafío para, a través de la escritura, decirnos sobre el tema de nuestras propias vestimentas. Así, surgen nuestras voces que luego Miriam graba y suma a la exposición. Los largos vestidos cuyo volumen y forma es semejante, se oponen en el tratamiento de las texturas y en las marcas de nuestras escrituras que se deslizan, resbalan, saltan, caen, desde las mismas telas. también se han estampado en ellos nuestros rostros, y la suma de los elementos expresivos particularizan de tal modo que ofrecen una identidad única. la de cada una, la de cada mujer, la de cada creadora.
Saludo con admiración el trabajo de Miriam Medrez porque ofrece compartir con todas las artistas y por ende todas las mujeres, una condición de semejantes y de diferentes, pero iguales en la invocación del amor y la paz a través de organismos vinculados no por las premisas y el lenguaje conceptual, sí por los afectos, las complicidades, lo que nos hace NOSOTRAS por encima de las clases y las razas. Un universo abundante en acuerdos, no en guerras. También un reconocimiento de miradas a propósito de nosotras todas.