La expresión «frenesí jubilatorio» no es mía. Pertenece a una conversación entre Elie Théofilakis y el filósofo francés Jean François Lyotard. Se trata de un diálogo en torno a la exposición de Los inmateriales, el famoso montaje de 1985 en el Centro Georges Pompidou de París.
Comentando la sala de informática, donde se disponían hileras de computadoras y monitores IBM para que los asistentes a la muestra pudieran crear su obra inmaterial, dicen los interlocutores:
«Lyotard: […] Hay algo así como un apetito voraz de estas cosas (los microordenadores) entre los jóvenes y los niños. Nuestro deber es defender ese ideal.
Théofilakis: Sí. Toquetean el teclado con un frenesí jubilatorio. Decir que esta digitalidad es alienante es meterse el dedo en el ojo».
No hay ironía en tales palabras. Ambos pensadores tenían una confianza ciega en las posibilidades liberadoras de las herramientas digitales. Otorgándoles la venia de que esta conversación ocurrió hace más de treinta años podemos disculparlos, mas no olvidar su expresión.
El frenesí jubilatorio, que arrancó como chispas sobre el teclado de aquellos primitivos ordenadores, se ha disparado. Hoy no hace falta visitar un centro cultural de vanguardia para encontrarse a merced de una computadora. Y la omnipresencia de lo digital ha tenido un efecto curioso:
Se trata de la disponibilidad perpetua del tablero y el foro para expresar y opinar.
Hoy no se puede pasar de largo a través de los temas. Internet y las redes sociales son una especie de auditorio en donde podemos verter nuestras opiniones; sea de la agenda internacional de un país extranjero o de un servicio ofrecido por una franquicia de tamales. Todo está abierto y disponible para expresarse.
No es el ejercicio democrático de acceder a los medios. La idea de que se trata de una forma en que el ciudadano puede obtener representación en el espectro de lo público es más que sospechosa.
Hay algo más profundo e interesante en esto. Me refiero al extraño resultado de la producción de opiniones que de otra forma ni siquiera se habrían formulado.
No hay representatividad, sino sobreproducción. O lo que es lo mismo: hiperexpresión. La sobrepoblación de opiniones que a nadie importa sino al propio sujeto que las formula. Esto es expresión sobre el mundo, pero que delimita el horizonte de acción del mundo del sujeto. O acaso sería mejor decir que en la medida en que el sujeto emite una opinión sobre tal o cual cosa consigue apropiarse del mundo.
Incluso llega a generar una suerte de placebo. Acaso el sujeto, en la medida en que reúne la fuerzas para producir discurso, llega a imaginar que sus esfuerzos reditúan en una transformación. Y que su discurso, puesto a circular como documento puede operar un cambio tan significativo o más que firmar una petición de cambio a través de Internet.
De esta forma parece que nuestro frenesí jubilatorio empuja constantemente la agenda de opiniones al olvido. Si hoy opinamos de lo mal que jugó la selección mexicana de fútbol, mañana nos burlaremos de algún diputado o diremos nuestros pareceres sobre las marcas de chicharrón prensado de las diferentes carnicerías. El pergamino digital lo deglute y olvida con la prisa necesaria por producir y mostrar nuevas opiniones, nuevos temas, nuevas expresiones.
La libertad de expresión entonces se asemeja bastante a la gazmoñería de un cliente insatisfecho. Y por eso conseguimos utilizar el mismo nivel de indignación para reseñar la democracia representativa federal mexicana que un restaurante italiano o una película que no nos gustó.
Y en ello el argumento se licua y desaparece. Se destruyen y se reducen a una plasta de idiocia sin límite. Lo único que importa es producirse en la opinión. Expresar. Practicar con demencial locura el frenesí jubilatorio al teclear cosas que no valía la pena decir.
*Imagen de portada: pixabay.com