Cada época se manifiesta en algunas evidencias externas. En un periodo como el nuestro, en el que pocas personas practican la religión, tenemos que encontrar referencias distintas a la catedral gótica. La industria concierne ahora a muchos más –puede ser cierto, como se ha dicho, que nuestras fábricas son el sustituto de la expresión religiosa.
Charles Sheeler
Tenía doce o trece años cuando, en una cuaresma, mi abuela prometió que no se vería en el espejo. Su sacrificio, alentado por las monjas del Sagrado Corazón, implicaba renunciar a la vanidad, lo cual, en cierta medida, es una renuncia a la identidad, un reconocimiento de que el yo terrenal es superfluo ante la enormidad del mundo, su historia y en últimos términos, el universo.
Esto ocurrió hacia 1940 en un internado, la Academia Comercial Femenina, ubicada en las faldas del Cerro del Obispado, en un elegante edificio de cuatro plantas, de ladrillo industrial y detalles neo-góticos colados en concreto, que contenía dos patios, el primero un nivel sobre el segundo, por la pendiente del terreno.
Hace unos cinco años, mi abuela vino de visita a Monterrey —se casó en 1948 y se estableció desde entonces en la Ciudad de México— y me pidió que la llevara a ver su antiguo colegio. Caminó primero por el patio de arriba, luego por el patio de abajo, en silencio. Recorrió los pasillos al aire libre y entró después en un salón; levantó instintivamente la mano izquierda para alcanzar el interruptor de la luz: seguía en el mismo lugar y es posible que incluso los focos fueran los mismos. Nada había cambiado en cincuenta y tantos años.
Al hacerse la luz, comenzaron las historias de mi abuela: “Yo era muy consentida y no me gustaba hacer mi cama. Aquí todas la teníamos que hacer, pero yo nunca la hice. Me enteré años después que la madre Güemes, que me quería mucho, me la había hecho durante los cuatro años que viví aquí, calladita, sin que nadie se diera cuenta”. “Cuando venían los inspectores del gobierno, escondíamos el altar y todos los crucifijos, y nos sentábamos a comer en la capilla para que creyeran que era el comedor”. “Una cuaresma prometí…”
Al terminar nuestro recorrido, salimos del edificio y nos encontramos en la ciudad de los recuerdos, vulnerada por el paso del tiempo. A pesar de que sobreviven ciertas casas de los años treinta y cuarenta en esta área, los alrededores del colegio no se preservan ni cercanamente intactos.
Antes aquí terminaba la ciudad. Más allá sólo estaban el Hospital Muguerza y el Palacio del Obispado, abandonado. Todo lo demás eran huertas, con árboles cargados de aguacates, naranjas, higos y nueces. En el camino a la ciudad estaban la plaza de la Purísima, la placita Hidalgo, la placita Bolívar y finalmente “el centro”, con el Palacio Municipal, la Catedral y el Casino alrededor de la plaza Zaragoza.
La Purísima era tan solo una iglesita de sillar. Mi abuela recuerda cuando empezaron a hacer planes para derribarla y construir una nueva, moderna, que todos decían, al ver las imágenes que aparecían en los periódicos, que parecía fábrica. A las monjas les parecía horroroso, en sus propias palabras, el proyecto de la nueva iglesia: ¿Por qué poner la imagen de la Virgen Chiquita —que salvó a la ciudad de una inundación en 1757, cuando una zapatera la puso de cara al torrente que venía desde el Cañón de la Huasteca y vio las aguas dividirse— en un espacio tan diáfano, tan amplio, sin rincones secretos, tan poco propicio al recogimiento?
No obstante la oposición generalizada, en 1941 comenzó la demolición de la antigua iglesia y la edificación de la nueva. Habían triunfado —por la intervención providencial, a los ojos de la historia de la arquitectura moderna en México— los que deseaban que se construyera la iglesia, entre los que se encontraban preclaros personajes como don Antonio L. Rodríguez, diplomático empresario, líder político de oposición y presidente del comité de construcción de la Purísima; el arquitecto Enrique de la Mora, autor del proyecto; el ingeniero Armando Ravizé, su constructor, y el recién nombrado obispo de Monterrey, Monseñor Guillermo Tristchler y Córdova.
El obispo antes había estado encargado de la diócesis de San Luis Potosí y había participado ya en una discusión sobre el proyecto con otros sacerdotes, durante una visita a Monterrey. La opinión de los demás era que se trataba de un proyecto muy arriesgado, alejado del carácter de la iglesia. Tristchler había dicho, por el contrario, que el proyecto proponía una nueva visión de la religión que a la larga tendría un efecto positivo sobre los feligreses por la libertad del espacio, lleno de luz, transparente, en contraste con los templos tradicionales, cerrados y tristes. El nombramiento de Tristchler como obispo de Monterrey llegó como sorpresa para todos.
La Purísima fue inaugurada en 1946. Con su audaz aplicación de los materiales característicos de la producción industrial de Monterrey, el templo resultó ser un espejo de la ciudad; las protestas contra su construcción fueron, vistas en perspectiva, la expresión del miedo patológico de quien no quiere encontrarse a sí mismo. En la nueva estructura, compuesta por dos mantos de concreto en forma de parábola que se encuentran y definen una planta en forma de cruz, la ciudad se vio a sí misma por primera vez, con su grandeza y sus contradicciones, su soberbia y su singularidad.
Al ser la sede de la primera iglesia moderna en el país, Monterrey se descubrió vanguardista, abanderada del progreso —y no sólo en la industria sino en otros aspectos de la civilización. El progreso se manifestaba en la ciudad, sin embargo, no en grandes naves de acero y cristal para la exhibición de los más recientes avances tecnológicos o en audaces puentes de concreto, sino en una iglesia, ligada inevitablemente al pasado por ser, ante todo, un contenedor para la imagen de la Virgen Chiquita.
A partir de los años cuarenta, en la Ciudad de México se construyeron en el estilo moderno, grandes escuelas laicas y gratuitas y hospitales públicos, expresión institucional del triunfo de la Revolución. Por el contrario, en Monterrey, ciudad de vocación moderna y orgullosa negadora del pasado —todavía hay quien dice, “aquí no hay historia, sólo trabajo”— la modernidad arquitectónica comenzó con la construcción de un edificio dedicado a la iglesia, la más antigua de sus instituciones.
Si la nueva estructura ligaba a Monterrey al resto del país, por ser su arquitecto de la capital y por ponerla a la vanguardia de la tradición arquitectónica que emergía entonces, la ciudad se mantenía al margen del proyecto de construcción nacional del gobierno federal, el cual sería, por muchos años más, enemigo del espíritu regiomontano, forjado casi un siglo atrás por gobernantes como Santiago Vidaurri, para quienes los símbolos patrios y protocolos de Estado eran fácilmente subvertidos, pragmáticamente, para el beneficio personal.
A mi abuela no le interesa visitar la Purísima. Prefiere que nos regresemos a la casa, antes de que oscurezca. Unos días después voy solo a ver la iglesia. La encuentro vacía, con el gris del concreto original escondido bajo capas y capas de pintura azul y aislante amarillo, y con hartos arreglos de flores de plástico. Me reciben los doce apóstoles de su fachada principal, obra del escultor Herbert Hoffman. Deben haber parecido excesivamente agresivos, con sus rostros flemáticos, cuando se colocaron ahí.
Al salir de la iglesia, alcanzo a ver una virgen discreta en la parte superior del campanario. Según he escuchado, la esculpió Adolfo Laubner en arcilla y fue quemada en las instalaciones de la Ladrillera Monterrey, como testamento del pacto entre el arte, el sector privado y la iglesia que se materializa en la Purísima.
Dicen también que las bancas del templo fueron hechas con las vigas de madera de la antigua penitenciaría, que se encontraba sobre un terreno que había sido parte de la Alameda. No sería imposible que la Purísima, ahora también en desuso por la transformación de las casas de la zona en oficinas, fuera destruida algún día. Ahora que nada es sorpresa ya casi nadie la recuerda. Podría construirse aquí, en el nombre del progreso, un centro comercial, con aire acondicionado y luz de neón; al menos eso ocurre en la pesadilla que hace despertar a los regiomontanos vanidosos que corren al espejo para verse a los ojos y asegurarse de que fue sólo un sueño.
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Este texto fue publicado originalmente en el libro Monterrey en el espejo. Crónica de sus habitantes, monumentos y espacios públicos (Fondo Editorial de Nuevo León, Monterrey, 2012), el cual puede conseguirse en http://www.fondoeditorialnl.gob.mx Revista Levadura agradece a Pablo Landa y al Fondo Editorial de Nuevo León la autorización para reproducirlo.
*Imagen de portada: Selene Velázquez