Desde que leí Indio borrado, desde hace más de un año, noté que había una preocupación por el espacio y una aproximación a las leyendas de la colonización, del agua, del envenenamiento. Y te quiero preguntar, a bote pronto. En todo lo que yo sé de tus intereses, ¿tú ves en México, en las ciudades mexicanas, en Monterrey particularmente, y en Colima, un territorio colonizado? Como son las colonias, colonias que se reflejan en tu novela.
México es un lugar muy raro, porque es un lugar en donde ha habido personas con excelentes ideas que se han aplicado en cuestión del territorio. Pero también ha habido gente bien imbécil. Se han aplicado ideas sumamente imbéciles. Ideas que nada más tienen el único interés de sacar el mayor beneficio económico lo más rápido posible, ¿no? Sí ha habido muchísimos planteamientos muy agradables de reforestación, de convivencia de jardines con barrios, con huertos, incluso en las leyes; pero a la vez, tenemos esta proliferación de urbanización a lo idiota. Es más, si uno checa cómo se hizo la colonia pues puede rastrear fácilmente todos los intereses particulares, la compra de los territorios, luego el cambio de trazo de la carretera para que pase por ahí. Y entonces la plusvalía, sube y va subiendo. O también, un fenómeno que se da en todo el mundo, y en particular en México: solemos crecer nuestras ciudades hacia donde hay mayor biodiversidad. O sea, en vez de crecer las ciudades hacia donde hay menor biodiversidad para mantener al resguardo los bosques, los pulmones de las urbes, solemos crecer para darles en la madre. Esa sería una parte de la respuesta.
La otra, la que tiene que ver con la colonización del territorio como tal, en México también conviven como dos o tres niveles de conocimiento o de relación con el territorio que se pueden resumir en dos: Por un lado tenemos la versión mamada de los españoles quienes básicamente no tenían ni la más remota idea de dónde estaban. Ni siquiera tenían palabras para nombrar absolutamente nada de lo que veían. Entonces iban aplicando las palabras que ellos traían, y se ve desde las cartas de relación y demás. Y dicen: “Hay mucha rosa”. ¿Cuáles rosas? O sea, las rosas son chinas. Aquí no había rosas, pero ellos a cualquier flor le llamaban rosas. Entonces, desde ese nivel en donde no se tiene el más mínimo conocimiento de lo que se ve, difícilmente se percibe en dónde diablos estás pisando y eso se tradujo en catalogar como parte de la naturaleza sólo aquello que tuviera interés económico. La plata, la cochinilla para los tintes, las perlas, solo eso. Y, por otro lado, está el conocimiento mamado de las culturas que estaban acá, que sí sabían en dónde estaban y tenían muy bien mapeadas las especies. Pero es un conocimiento que aún a la fecha sigue topándose con pared a la hora de tratar de integrarse a la sistematización universitaria, científica, farmacéutica y demás.
Entonces, todavía hay como dos Méxicos que se ven desde los mexicanos. De aquel que sí sabe que ve, y de aquel que no tiene ni idea de lo que ve. Y ya se podrían agregar otras variaciones de eso mismo. Obviamente, desde que partes desde esas políticas públicas, cuando tienes estas visiones encontradas es muy difícil hacer políticas públicas inteligentes. Y la mayor parte de estas políticas, o muy buena parte de ellas, surge de la visión mamada de los españoles, que no saben dónde están parados.
De hecho, recuerdo que cuando me interesé en estos temas, se me dificultó encontrar libros y publicaciones sobre nombres de especies y de plantas locales con sus nombres vernáculos. Hay mucha clasificación, pero no se practica la idea de bajar a cómo los llama la gente, cómo se nombra a las plantas, y que son nombres que se han heredado en la cultura popular. Eso casi no está registrado.
No, y de hecho eso viene por gracia y desgracia de la tradición española. Los españoles tampoco saben dónde viven allá. España es el segundo país más desertificado del mundo, después de Sudán. Y ellos tampoco tienen idea de dónde están, ni qué ven, ni cuáles son las especies que tienen. Nunca hubo tradiciones naturalistas en España al estilo de los ingleses. Donde existen estos christmas bird counts en los que sale la raza y se pone a contar pajaritos. Y por tanto los nombres vernáculos o populares de las especies, por lo menos de las aves o de las flores, de las flores de jardinería, pues sí son los nombres que se sabe la gente. Y en español no existen porque los españoles no sabían qué veían.
Un ejemplo para entender ese caso sería uno que ahorita tiene una caricatura muy bonita que se llama Puffin Rock, el atlantic puffin que es de la región del atlántico norte. En Gran Bretaña se llama así: atlantic puffin y se ve así como pachoncito. En España, se llama frailecillo porque es blanco y negro, y en Portugal se llama papagaio-do-mar. Es decir, los portugueses se dieron cuenta de esa ave después de ir a Brasil. Después de que conocieron los papagayos en la Amazonia, regresaron y vieron el atlantic puffin, y dijeron: “Ah, pues mira es como el papagayo, pero de mar”. Creo que eso ejemplifica muy bien el poco interés por la naturaleza que tenían las culturas ibéricas, o el nulo interés. Y eso se mamó por acá. De modo que los españoles no tenían nombres ni sabían a qué ponerle nombre, ni les interesaba. Al grado que luego tienen que importar otro tipo de naturalistas, como Humboldt, quien tampoco trabaja para la Corona Española. Los libros de Humboldt son los que les sirven a los gringos para la invasión del 46-48, y aquí no los teníamos. No se habían publicado en español. No se habían publicado en México. Esa es la herencia de allá. De la herencia de acá, la manera de sistematizar, si es que hubo, se perdió o se fue en los códices. Y además no hubo un imperio que tuviera una extensión que pudiera sistematizar la naturaleza del territorio, de todo el territorio, por la geografía misma. Estamos plagados de montañas. Decía Hernán Cortés que esto es un papel arrugado. De modo que las palabras, los nombres vernáculos y las especies, pues cambian de lugar a lugar. Brincas un cerro y la especie tiene otro nombre porque es el que se tenía ahí desde antes. Salvo las especies más comunes que tienen estos nombres en náhuatl que luego se tradujeron al español: aguacate, jitomate, guajilote. Básicamente todo lo que termina en –ote o -ate. Y de ahí en fuera, como dices tú, un desconocimiento total.
Ya planteando el panorama teórico e histórico, me interesa también esto en el terreno literario. Porque ya desde hace dos años tenemos la antología Norte de Eduardo Antonio Parra; y ahora el año pasado, la de Después del desierto. Y tú estás incluido en ambas. Mi ángulo es ir a ver lo anterior, precisamente en lo narrativo. Por lo que te pregunto, ¿tú ves o notas que, en la idea de desierto, dentro de la literatura norteña, hay una construcción ideológica que parte de este desconocimiento? ¿O si hay una parte ideologizada? ¿Cómo es la relación entre el escritor y el paisaje; el paisaje y la naturaleza?
La colonización del norte es un desgarriate. No se parece en nada a la colonización del centro-sur. Digamos que, de algún modo, los colonos del norte se parecen más a los colonos de Estados Unidos. Es decir, un montón de pelados que no tenían ni idea de a dónde llegaban. Y trataban de hacer algo con ese a dónde. Sin embargo, a diferencia de los colonos gringos o canadienses que arrasaron con todo lo que había, todos los conocimientos que había y después hicieron otro mundo, acá no era tan fácil sobrevivir. Entonces la gente que llegó tuvo que medio entender en dónde diablos estaba para poder sobrevivir. Porque no es lo mismo tratar de cultivar con los sistemas que había en el siglo XVI o XVII en Nuevo León o Sonora que cultivar en Pensilvania. Está panal. De modo que se reinventó otra forma de ser el desierto y de entender el desierto. Y, de hecho, en el norte hay más nombres comunes de las especies en español: de entrada, la gobernadora, larrea tridentata, que es la gobernadora como las yucas son las yucas, ¿no? Sólo la gente del sur las conoce como árboles de Josué porque así salieron en el disco de U2, The Joshua Tree. Pero pues para todos los norteños es la gobernadora. Y que son nombres hispanos. Esto sí creó una ideología de la sobrevivencia. Este asunto de “acá nos la pelamos bien gacho pa’ poder sobrevivir”, comemos básicamente tres platillos por tres siglos y medio. La machaca, la carne seca y a veces había chiles y no había gran cosa. A lo cual se le suma después la ideología del progreso industrial, que es la ideología de Monterrey. O sea: “Nosotros transformamos el entorno y somos los amos y señores de la naturaleza y ponemos fábricas y rebanamos cerros y entubamos ríos”… y luego llega Alex y Gilberto y nos carga el payaso con los huracanes. Y todavía después a mediados del siglo XX, viene la segunda revolución tecnológica que no se siente tanto en Monterrey, pero sí en Sonora, que es la revolución verde. Y es lograr que el desierto produzca y produzca de a madre agricultura. De ahí esta división tan marcada aquí en el país, donde en el norte decir: “Mi apá es agricultor”, pos es algo de orgullo. Y en el sur decir: “Mi apá es campesino”, pues todos ya te ven acá bajito. “Ay, mira pobre indito muerto de hambre”. Y en el norte, no. Entonces se creó esta ideología triunfalista, cientificista, capitalista y que además sí se nota en la literatura, obviamente. Para bien y para mal. Creo que con este empuje de “nosotros podemos hacer que exista algo donde no existía nada”, esta idea del desierto como algo donde no hay nada, se pasa a la literatura en el sentido de pues vamos a hacer que exista una literatura que no hay. En esa parte es la que me parece muy a toda madre.
Claro, yo te lo comentaba porque en algunas entrevistas, Eduardo Antonio Parra, antologador de Norte, comenta que la literatura del norte tiene connotación por la noción de paisaje. Esta onda de kilómetros y kilómetros de desierto, la relación entre el hombre que tiene que dar palabra lo que hay, al vacío. Pero yo lo quiero enfocar de otro lado. Yo veo que hay una tributación de los norteños del desierto a la modernidad. Es decir, de eliminar y borrar precisamente estas huellas para construir la civilización. A eso me refería con la ideologización.
Sí, claro. Y tal cual está. Pero también está la otra: el del asunto de nombrar. A diferencia de toda una vertiente literaria en el centro del país, que dejaron de nombrar las cosas que veían, porque pues ¿pa’ qué? En la antología de Después del desierto, todavía hay una propensión a nombrar. O sea, güey, tú nombras las estaciones del metro en Monterrey.
Sí, es verdad. Y lo vemos en la literatura de Parra, cómo nombra las cantinas, nombra las calles…
El Lontananza en Toscana. Es nombrar el barrio, nombrar las calles, nombrar lo que se ve, lo que no ha sido nombrado, ¿no?
Exactamente.
Si primero era nombrar para saber de qué diablos hablábamos, antes de la literatura, ya en la literatura es nombrar para que permanezca y se sepa de dónde estamos hablando o de dónde venimos. Aunque se mantenga este asunto de “y esto lo vamos a transformar y lo vamos a convertir en otro pedo, nomás porque podemos y porque se nos hinchan los huevos”. Y ponemos campos de golf en lecho del río. O sea, que eso es una suerte de contradicción, ¿no? Una cosa con la otra. Pero sí se mantiene. Por ejemplo, si uno ve la literatura de Jalisco… Están estos que dieron nombre a todo: Yáñez, Rulfo, Rojas González, taca taca tá. Y después ya no. Por ejemplo, Ortuño no nombra. Aunque uno se puede imaginar que es Guadalajara en el Buscador de Cabezas, no nombra. Mientras que los regios, sí. Sí se preocupan por nombrar. La mayoría, no todos, obviamente.
Es que también la dificultad del peso del panorama literario, ¿no? Como el querer izar la bandera y decir esta no es ninguna otra ciudad, sino Monterrey. Y, de hecho, esto que comentamos va a una cosa que también quería tocar. Cuando vi tu presentación en el Museo de Historia de Monterrey del libro de Cristina Rivera Garza, Había mucha neblina o humo o no sé qué, decías cómo el proceso creativo de Rulfo pasaba precisamente por una cosa que a mí me parece fundamental: pisar el territorio. Recorrer el territorio. Y sé que tu interés está en estos recorridos por Comala. Cuéntame eso. ¿Es un proceso creativo? ¿Una onda de acercarse de otra forma a lo que está ahí, al territorio, al paisaje? ¿Qué es lo que andas buscando con ese volver a pisar los caminos?
Es como reconocer y reconocerte. Yo no nací en Monterrey. Yo nací en Etzatlán y luego viví en Guadalajara, en Los Ángeles, y en Guadalajara tuve esta vida tradicional que todo el mundo tiene, en donde pues te mueves de tu casa a la escuela, está el barrio, y sales muy poquito. Cuando llegué a Monterrey por alguna extraña y misteriosa razón, sentí la necesidad de conocer Monterrey. Y faltaba varo. Entonces había que caminar y era en esta bonita época en la que todavía podías caminar por Monterrey a cualquier hora del día, nomás tenías que cuidarte de los granaderos y la policía, que eran los únicos que chingaban realmente. Y básicamente me anduve todo Monterrey, y además lo andaba en la noche porque pues es la única hora en la que puedes caminar en Monterrey.
Por el sol…
Sí, con el sol te mueres a la chingada. Pero pues podía caminar muy fácilmente por las zonas industriales a las tres de la mañana y no pasaba nada. Vas sintiendo y vas viendo como los vestigios de lo que queda, ¿no? Los vestigios del paso de las personas. Y te puedes fugar más fácilmente, también en los vestigios no del paso de los días, sino del paso como histórico. De lo que ha habido aquí. Y después, ya cuando me hartaba de la ciudad, era conchabar a alguien que tuviera carro o que le pusiera gasolina a mi carro para irnos hacia Icamole, o a cualquiera de los lados de por ahí: Rayones…
O al sur, a Santiago.
Simón. O pa’ la sierra a Mier y Noriega. Y caminar para ir viendo qué diablos hay, por qué, además, en el desierto, y eso es algo que no sé si queda claro en la antología de Parra, porque ni me acuerdo si lo dice, que las ciudades del norte también son desérticas. Cuando uno camina por el centro de Puebla, por ejemplo, ¡puta madre!, tienes este asunto churrigueresco impresionante: todas las construcciones barrocas. No mames. Magnánimas. Y pues, vas al centro de Monterrey…
Está hasta abandonado. En muchas partes del Barrio Antiguo hay casas abandonadas y solares.
Pero igual en los barrios fresas tampoco hay magnificencia de diseño en nada. Entonces se tiene que aguzar la mirada para ver qué diablos se está viendo. Y también tienes que aguzar el oído para percibir qué se escucha. Porque no hay esta marejada de ruidos que hay en una urbe como en el DF. Entonces creo que eso educa un poco la vista. Y ahora en lo que he estado haciendo en las caminatas para llegar a Comala, era justo esto. Bueno, si la tesis de Cristina es cierta, que Rulfo estaba tratando de dar cuenta del presente y del cambio que se dio, ¿qué pasa ahora si uno intenta caminar a Comala? ¿Qué ve? ¿Y cuáles son estos vestigios, estas huellas del paso del presente? ¿Y cómo en esto que se ve parece que confluyen por lo menos cien años de diferentes épocas en el mismo espacio? Desde la gente que va a caballo, la raza que va con su teléfono de no sé qué generación, con GPS y la chingada. Y ves el cableado subterráneo de fibra óptica y al lado hay un solar con un caballo o vacas, y las vacas vienen de Eurasia y luego están las gallinas que son asiáticas. Y tienes conviviendo en un mismo espacio un montón de épocas y un montón de regiones, porque a la vez tienes la Araucaria chilena que quién sabe quién se trajo; y un eucalipto australiano con unos tamarindos de la India, con las rosas chinas, con cipreses que se trajeron de Europa porque a un bato le gustaban los cipreses. Entonces es como si en el mismo pequeño territorio, tener el Aleph. El Aleph tanto en el espacio como en el tiempo.
Está interesante visualizar esas diferencias. De hecho, lo que ahorita comentabas sobre la desertificación. Y pues a mí me parece claro que el desierto es también una construcción ideológica. Hugo Valdés es un gran amigo. Tenemos un taller que él coordina con Ramón López Castro. Pero antes, fíjate que pasó una cosa bien curiosa que se me quedó grabada. Y es que en una novela que por ahí me corrigió, yo había escrito una frase que adrede daba la vuelta al mito regiomontano. La frase decía algo así como: “… esta ciudad en la que hemos construido el desierto”. Y Hugo me la tachó y sugirió algo así como: “Este desierto donde hemos construido la ciudad”.
Sí, y ahí ahora sí que ambos tienen razón. Sí. O sea porque si uno sale de Monterrey y se va para García…
A Icamole…
¡Claro! A Icamole, a Ramos Arizpe y la chingada.
Y Galeana.
Y dices: “No, pues la raza que se vino para acá, sí estaba cabrón”. Pero luego cuando uno lee el diario este The March to Monterrey del Lieutenant Rankin Dilworth del ejército gringo cuando toman Monterrey en el siglo XIX, por ahí del 47. Y lees las descripciones de los cañaverales, dices: “Ah, su puta madre, ¿cómo que había cañaverales aquí?”.
Y de hecho, en una crónica de Manuel Payno, que Carlos Lejaim Gómez rescató y publicamos en Editorial An.alfa.beta, describe el Santa Lucía prácticamente como un vergel, como un jardín.
Que está en este rollo de Diego de Montemayor y aquí hay plata, y hay esto. Y yo me acuerdo de haber leído lo de Montemayor, porque me tocó el aniversario de 400 años.
En el 96.
Y a caminar para el centro. Tratar de imaginar dónde chingados estaba todo. Y luego llega todo este asunto que hablábamos hace rato, ¿no? Nos gusta construir en donde está verde. Y si ahorita, del 94 para acá, en vez de que la ciudad haya crecido más para García…
De hecho, se está desarrollando hacia el sur. Todo Lázaro Cárdenas, la carretera Nacional, el Uro.
Y yo no sé si quedan naranjales por Montemorelos, o si ya todos son fraccionamientos y chingó a su madre.
Se están llenando de fraccionamientos y acá ya se está borrando el espacio de carretera que había entre Monterrey y Santiago. Ya hay centros comerciales, canchas de fútbol, fraccionamientos, entretenimiento.
Y eso estaba verde. Eso era lo verde. ¿Y por qué no crecemos para el otro lado? Y ahí en las versiones que se manejan desde la política de ambientalismo, normalmente se les echa la culpa a los pobres. De que se asientan de forma irregular en los lechos de los ríos y demás. Pero en Monterrey es muy claro que los pobres nunca han tenido la culpa. O sea, los cabrones que fueron a vivir a las reservas que habían sido decretadas por Miguel Ángel de Quevedo hace casi un siglo, era la gente que más dinero tenía.
Incluso el caso de Valle de Reyes, dentro de la Huasteca, un fraccionamiento de lujo que se luchó por detener.
Y la clase alta es la primera que se puede brincar las leyes. Y hasta se las brinca “legalmente”.
Y creo que esa es una triste herencia colonial y con más raigambre acá en el norte. Una cosa que yo se lo escuché decir, y muy bien, al abogado Claudio Tapia sobre el ecocido del bosque La Pastora. Dijo: “En la Constitución están consagradas las propiedades de la nación, propiedad pública, la propiedad privada, y demás. Pero el regiomontano parece que nada más conoce dos modalidades de propiedad: lo propio y lo ajeno”. Y ya. Lo que está fuera de mi casa no me interesa para nada, si se pudre, si le sale roña, no hay espacio público.
Hay muy poco. Estuvo el experimento de la Macroplaza. Que es repetir el experimento de Central Park, la Plaza Tapatía, la Plaza Roja de Moscú, ¿no? Porque además es una mezcla. No es un Central Park, pero es una mezcla de tratar de juntar las ciudades dentro de la ciudad. Pero que nunca termina funcionando bien, porque no puedes estar por el mismo clima. Si se hubieran preocupado porque la Macroplaza no fuera nomás un camellón de concreto…
Exacto. El concreto es una prioridad. Porque hace poco me tocó ir a Colima y tiene unos camellones llenos de árboles. Y eso refresca. Hace habitable la ciudad.
Y en Colima, no en todos los parques, pero en muchos el juego para los niños está debajo del árbol grandote. O sea, los huercos pueden estar a media tarde bajo la sombra en los juegos. En cambio, te vas a las 5 de la tarde a la Macro en la canícula: te mueres. Si hubieran plantado árboles, si hubieran hecho algo que fuera habitable; pero esa noción no se da. No se ha dado en Monterrey de la forma que se han dado en otros lados. Que tiene que ver con la cultura del regio, porque la casa del regio es hacia adentro; aunque está abierta siempre a los amigos. Y, de hecho, un regiomontano invita más gente a su casa más rápido que cualquier tapatío o cualquier defeño. Cualquier fuereño puede dar fe de eso. La cantidad de casas regiomontanas que conoce en un año un recién llegado es montones de veces más que las que conoce un recién llegado al DF o Guadalajara. Pero es dentro de la casa o en el porche, que es este espacio semipúblico.
Al lado del asador: afuera de.
Pero también es dentro de la propiedad. Pero definitivamente el espacio público es desolado. Que sí creo que tiene que ver con el clima. Porque estoy tratando de pensar en alguna ciudad desértica o semidesértica donde el espacio público funcione y no se me ocurre ninguna. Pero volviendo al asunto de la aridez, o sea la aridez como construcción, viene desde antes. Hay unos trabajos muy padres de, según yo un judío, que habla de la construcción de la línea de aridez y él, a sus trabajos que apuntan al norte de África, decía que la línea de aridez se notaba donde empezaba la barbarie. Y esto en el siglo XX. ¡Y es alucinante! Y que, de algún modo, fue lo mismo que pasó acá y no fue un invento español. Ya lo traían los mismos aztecas: “No, esos de allá son chichimecas, a la chingada”.
Los indios borrados, los huachichiles…
¡Y esos nombres para cientos de tribus, culturas, tradiciones, mitologías! Si uno lee las mitologías del norte del pacífico y las compara con el lado del atlántico son totalmente diferentes. Pero para los aztecas eso era lo mismo. Esos cabrones eran chichimecas, bárbaros. Que ese es el significado de chichimecas. Y así se copió tal cual el concepto. Entonces sí, de aquí para allá es tierra de nadie. Que eso lo retoma Parra en el título de su cuentario: Tierra de nadie. Pero sí se construye tal cual. Y para que deje de ser tierra de nadie tenemos que construir misiones, tenemos que construir presidios y campamentos militares para civilizar aquello. Y por desgracia uno de los acuerdos internacionales que mejor han cumplido ambas partes, México y Estados Unidos, fue la masacre y desaparición de toda cultura norteña posible. Que está en los tratados al final de la guerra del 48. Parte de los tratados de Guadalupe Hidalgo es: acabemos con todo. Y sí ha sido una construcción que luego se revierte con la revolución verde que ya comentamos. Desde el boom del algodón en el siglo XIX principios del XX, hasta la revolución verde de Borlaug es cambiar: volver verde el desierto con la ciencia y la tecnología.
Que esa también es otra forma de colonialismo, ¿no? La vuelta de tuerca.
Cambiar totalmente el paisaje. Si uno sobrevuela, por ejemplo, Colima, pues casi todo lo que ve es naturaleza, no hay nada. No hay nada más que naturaleza. Si uno sobrevuela, como me tocó ahora, de Colima para Tijuana, que te vas por toda la costa: Sinaloa y Sonora, básicamente todo es tierra de cultivo, salvo en donde no se puede cultivar. Y todo está perfectamente cuadriculado.
O en círculos que dibujan las propias máquinas que aran y riegan.
Exacto, de los sistemas de riego. Y es cuadricula, cuadrícula, cuadrícula; una montañita, cuadrícula, cuadrícula, la parte salada donde se mete el mar y más cuadrícula, cuadrícula. Y, ¿qué había ahí antes? Pues ya es imposible imaginar.
Luis Felipe Lomelí (Etzatlán, 1975). Narrador. Autor de los libros Okigbo vs. las transnacionales y otras historias de protesta (La Pereza, 2015), Indio borrado (Tusquets, 2014), Cuaderno de flores (Tusquets, 2007), Ella sigue de viaje (Tusquets, 2005), Todos santos de California (Tusquets, 2002). Su obra ha sido distinguida, entre otros reconocimientos, con el Premio Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés 2004, Premio Nacional de Cuento San Luis Potosí 2001, Premio Nacional de Cuento Viceversa 2000, Premio Nacional de Cuento Universidad de Monterrey 1998. Miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte desde 2012.