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Hugo Valdés y la ciudad fantasma: narrativa y memoria

agosto 20, 2017Deja un comentarioEntrevistasBy Alejandro Vázquez Ortiz

Foto: Pablo Cuéllar

En el número 174 de la Revista Crítica de la Benemérita Universidad de Puebla, Hugo Valdés publicó un ensayo titulado: Cuatro aproximaciones a la fantasma, en el cual define al fantasma a través de una cita extraída de la película El espinazo del Diablo de Guillermo del Toro: Un fantasma es “un evento terrible condenado a repetirse una y otra vez. Un instante de dolor quizá. Algo muerto que parece por momentos vivo aún. Un sentimiento suspendido en el tiempo, como una fotografía borrosa, como un insecto atrapado en ámbar”. 

 

Podríamos pensar, en un primer momento que la novela con un título tan descriptivo como El asesinato de Paulina Lee es una novela negra de entramado estilo policiaco. Sin embargo, yo no diría eso. Diría que Paulina Lee y, si me apuran El crimen de la calle de Aramberri, son necesariamente novelas de fantasmas. 

 

Dicha esta aseveración, un poco a la ligera, paso a justificarme. 

 

En el pórtico de esa reciente novela editada por Tusquets nos dice el autor algo inquietante. El epígrafe casi nos ahuyenta de su lectura. Nos dice que este libro no ha sido hecho para nosotros: “Un libro no se dirige a los vivos”, dice Héctor Bianciotti. Pero, si no es a nosotros, sus contemporáneos, se escribe para los muertos. “Escribir, sigue Bianciotti, es seguir su paso sin trazo, darles la palabra, convertirse en su escritor público”.  

 

Estoy convencido de que el afán minucioso, diría incluso obsesivo, con que Hugo Valdés recrea los detalles y elementos de una época pasada es el mismo ritornello del fantasma. La precisión rutinaria con que Valdés nos habla de las campañas profilácticas, la petrolización de las calles, los servicios de mensajería de la época o la descripción de un baile en la Alameda, producen un efecto de una fotografía sepia que cobra vida.  

 

Precisemos y separemos. 

 

Si bien esta ciudad fantasma que crea Valdés con la paciencia del maquetista es la misma tanto en el Crimen como en el Asesinato, la primera tiene cierta estructura circular que le otorga redondez y cierre. Ambos crímenes, sangrientos y terribles, tienen una diferencia crucial. Uno está resuelto; el otro, no.  

 

En la metrópoli recién formada de los años treinta “el hombre de la muchedumbre” como llamó Poe al nuevo buscador de signos en la ciudad, el detective privado, disfruta de una capacidad nueva y poderosa: la posibilidad de volverse anónimo entre las calles populosas. Ahí, en esa metrópoli el hombre puede entregarse al ejercicio estético del flâneur baudeleriano o a los asesinatos en serie de Jack El destripador. 

 

La diferencia elemental entre los crímenes que narra Valdés es que en el de la calle de Aramberri, el móvil se explica de forma lógica. Un doble asesinato cuya motivación es la ambición de un grupo de lumpenproletarios que quiere hacerse con la pequeña fortuna de una familia.  

 

En el caso de Paulina Lee, esa paz que otorga la resolución del caso se esfuma. El móvil de este asesinato queda abierto. Valdés explora con las posibilidades y nos entrega a un personaje que lucha por establecer la razón de su propia muerte. 

 

¿Por qué el 13 de noviembre de 1938 aparece el cadáver de Paulina Azucena Lee Cue a media cuadra al sur del Hospital González con más de sesenta puñaladas? 

 

Ésta es la pregunta medular que recorre el libro. La inquietud y la oscilación de esa pregunta es la misma que se nos ofrece en las posibles respuestas: ¿celos? ¿amasiato? ¿odio racial? 

 

Sobre estos temas conversamos con el narrador, el cual nos dio algunas pistas sobre el nuevo trabajo que tiene en mente que, de nuevo, trata sobre la memoria de esta ciudad, la memoria de los muertos.  

 

La ciudad de Monterrey está muy presente en tu obra narrativa. Y la mayoría de tus novelas, las que más han calado, tienen a la ciudad como protagonista. Te pregunto: ¿Qué Monterrey es? ¿Es el Monterrey que vivimos? ¿El que fue? ¿El Monterrey de tu infancia?  

No. No es el de la infancia. A lo mejor es el que hubiera querido vivir. En los años treinta… o ahora que me metí a investigar en los años setenta, que antes era una época que me era indiferente. Es algo que has dicho tú, ¿no? Que está la obsesión por recuperar ciertos años, recrear una trizadura del tiempo. Siempre en este espacio, pero en un año determinado en donde se concentrarán las tensiones del momento: el espíritu de la época.  

 

Tu Monterrey, más que una ciudad de la memoria, es una ciudad de la historia. 

Pues sí, porque no es un Monterrey de mi memoria. Otro concepto interesante que he estado rondando es el de la memoria de los otros. Viendo un ensayo de Ignacio Sánchez Prado, un estudioso sobre el libro de Julián Herbert, La casa del dolor ajeno, cita a varios historiadores y habla de esa recuperación de la memoria de la calle, de la memoria de ciertos grupos que no se apegan a lo oficial. Y tomando esto mi nuevo trabajo, por cuestiones burocráticas, le tuve que poner un nombre provisional. Un trabajo sobre Garza Sada y el clima de los años setentas que se llama por ahora La segunda memoria. Es tentativo. Porque tiene que ver, porque no sólo es la visión de quienes vieron con dolor el asesinato del empresario, sino de los que estaban del otro lado. Pero no es algo que esté escrito. Está en el aire. La literatura acude a esos testimonios y memoria de los otros. Al menos debe ser de la gente que vivió esa época, que la padeció y es significativa. 

 

De hecho, yo siento que el díptico de El crimen de la calle de Aramberri y El asesinato de Paulina Lee son novelas de inmersión. Es decir, son novelas que te arrastran a una época recreada al detalle. Y no son novelas históricas en el sentido de que tratan de momentos culminantes de personajes históricos; sino que son desarrapados, lumpen, asesinos, víctimas que no figuran casi en ningún lado, salvo en la nota roja. 

Eso fue más consciente en el proceso de la segunda. En la primera también se imponía mucho el crimen por ser tan famoso. Los datos oscuros, que en el fondo no son tantos. Y sí, sí estaba la cosa de recrear; pero fui más consciente en El asesinato…. Ahí sí fue novela de inmersión con la idea de que así lo viva el lector. Pero ahora, en el nuevo proyecto, el momento es más claro incluso a nivel mundial con el milenarismo marxista. Pero eso habrá que ver cómo repercute en cada personaje. 

 

En un artículo de la revista Proceso, Gerardo Ochoa Sandy resume la recepción de la novela The Monterrey News en 1991. El titular es muy sonoro: “Novela impugnada por la prensa regiomontana”. Y en la entrevista que le das, dices y cito: “Creo que es un mito aquello de que la tacañería es propia del regiomontano. Pero no la de su ambición”. Una definición poderosa y una puerta para entender la transformación que ha sufrido esta ciudad, sobre todo los que han vivido tu generación con la renovación como imperativo. 

Sí, pero ya como un proceso que se salió de a madre. Es destructivo. Que ya lo era desde antes. Me di cuenta. Una década o dos, cada calle se queda sin funcionar y hay que ampliarla; como la avenida Juárez. Y con cada ampliación se iban abajo casas, fachadas, proyectos. El colmo fue cuando la arquitectura civil de valor, la abandonaron y les valió. El hecho de que exista la Casa de la Cultura es una cosa del azar. Si no, también habrían barrido con eso para venderlo por unos pesos. Y fue más voraz ese proceso después. A nosotros nos tocó, los que arribamos a la ciudad. A mí me tocó lo de la Macroplaza, de eso me acuerdo. Y toda la gente de mi generación se acostumbró a esos cambios cada vez más descarados. Pero ya estaba esa semilla: esa obsesión de “vamos a hacer las cosas mejor”.  

 

Y en El asesinato de Paulina Lee ya vemos problemas consuetudinarios que siguen hoy. 

Y no los inventé. Lo de la petrolización de las calles, el problema a nivel federal de los accidentes, y los perros callejeros también. Eso me llamaba la atención. Eso estaba ya en El crimen de la casa de Aramberri, pero no era el tema. En El asesinato… sale el personaje del viejito Lobo y sí, entonces era visto como un grave problema de salud que persiste aún.  

 

Me llama la atención que en estas dos novelas estás mostrando la ciudad, pero a través de un momento muy particular. Un momento límite: el crimen, el asesinato. De hecho, desde el feminicidio, porque ambos crímenes son asesinatos de mujeres. ¿Qué te interesa al contar la ciudad a través de la criminalidad? 

No fue tan planeado en el caso del crimen de Aramberri. Es un crimen emblemático. Y claro, es un feminicidio. Y aunque en el caso de El asesinato de Paulina Lee no me acerqué al tema tanto por el crimen, sino por la impunidad, la manipulación, y acabó siendo una reflexión sobre esto. No fue planeado.  

 

¿Estos momentos mediáticos y de crisis en la impartición de justicia sirven para ver los procesos internos de transformación de la ciudad? Para asimilar los desempleados, la modernidad, el crecimiento… 

El volverse fríos. Volverse indiferentes. La ciudad parece una maquinaria exitosa que ya tiene tiempo trabajando. A veces, como en una paradoja, completamente ajena a las personas que la forman. Tengo esa sospecha. Que la ciudad es algo que se mueve por sí solo. Como si estuviera regida por seres que son indiferentes a todo, o sólo interesados en que la ciudad siga funcionando a nivel de producción.  

 

Y se pierde esa conexión que existe entre las comunidades en donde todos se conocen. 

Y se pierde de inmediato. Eso es lo que me llamó la atención. Sin preocuparse de nadie. Con todo y que en ciertos barrios en los cuarentas y cincuentas todavía existía esto de conocerse, ya se estaban preparando para ese anonimato.  

 

Así lo siento. Sobre todo, en El crimen… la formación de las masas a partir de los desempleados, los desarrapados, los obreros trashumantes que no están ni en un lugar ni el otro… van y vienen a Galeana.  

Sí, vienen de muchos lados. Del propio estado, de los estados del país. Y bueno, llega el punto en que la población de los municipios, en los setentas, cambia. De haber 70 por ciento de los habitantes en los municipios y 30 por ciento en el área metropolitana; se invierte. Ahora hay 70 por ciento o más aquí y el resto de poblaciones. Y cuando llegan tienen esa connotación de paria, de trashumante. Y de ahí viene esa tradición de “mala fama” de la colonia Independencia. Si es la más antigua de la ciudad, es porque es gente de trabajo, obreros, o lo fueron. Ahí fueron a parar quienes vinieron a hacer la ciudad, algunos lograron quitarse esa marca. Y es algo muy injusto porque haces venir al otro a construir la ciudad y luego lo marginas. En alguna de las versiones, se pregunta el narrador de El asesinato…, que pareciera que, por una especie de castigo, por haber tenido que llamar a otros para hacer la ciudad y después marginarlos, siempre los iba a tener a la vista. Es decir, ya no los necesito, no los puedo echar, van a quedarse a la vista: La colonia Independencia, el Cerro de la Campana. Y que son colonias que están aquí muy cerca. 

 

Aunque en aquellas épocas de los años treinta, eran el extrarradio. 

Claro. En eso yo he insistido. Eso estaba en El crimen… la declaración del mecánico Esteban, que no tuvo mucho que ver, y dice, en una de las calles perpendiculares a Morones Prieto, creo que es la calle Jalisco (donde todavía está la nave del cine), fueron a ver una película y cuando se acabó la función a las ocho, compraron unas cañas de azúcar “y volvimos a la ciudad”. Está enfrente… pero para ellos era estar fuera de la ciudad. Los dos implicados eran nacidos en otro lado, en Guanajuato y en otro lado. Pero ya ellos mismos sabían: aquí no es la ciudad, cruzando el río sin agua, el río fantasma, allá sí es ciudad. 

 

En estas dos novelas siento al leerlas como una sensación de fotografía sepia, y que no se emparenta con la nostalgia, sino con el horror.  

Sí. Horror y reclamo. Y sí tiene algo de nostalgia, pero una nostalgia dura. Dolorosa. Porque no es recordar un edén.  

 

Claro, porque es recordar las vidas de abajo. Las que no figuran en ningún libro. Las pequeñas rutinas y los sueños comunes; de juntar dinero para la función de box o para ir al cine o cuando se subían a los taxis. 

Ah, tú dices a los jitney, a los taxis colectivos. La escena del Chino que se suben a dar la vuelta, que es una escena improbable, pero sí refleja el estado de la ciudad y los deseos de los que en ella vivían. Es improbable porque que una mujer se subiera a un carro sola con dos hombres está cabrón. Pero sí, costaba venir aquí a Calzada Madero. Donde estaba lo más fuerte, la oferta de los teatros y cines. Y también me ha provocado una reacción curiosa, que igual no es nostalgia, pero sí algo parecido, una sensación de shock al saber que no era un edén. No estaba peor que ahora, pero tampoco estaba mucho mejor. Contra lo que nos hemos esmerado en creer o nos han querido hacer creer, no lo sé. Pero no. No sé quién vendió esa imagen de ese mito. Y luego surge la pregunta: ¿A quién quieren culpar de que no haya sido así? Eso no lo sé.  

 

Creo que esa máquina o ente que gobierna esta ciudad, es lo que comentas en la entrevista de 1991: es la ambición. Lo que ha construido y destruido esta ciudad una y otra vez. 

Yo tengo la sospecha de que es como si hubiera sido un consejo de dioses o semidioses que de repente se hastiaron y la dejaron sola, a la deriva. Y de esto, el centro sería la mejor imagen. Abandonado y dejado a su suerte. Y cómo llega un momento en que a la gente que tiene poder de decisión le fue indiferente. No fue negocio o ya no se sintieron responsables y se fueron a los suburbios, no muy lejos. Pero se fueron a hacer su apartheid. También me llama la atención una imagen mítica, que igual no voy a recrear en lo de Garza Sada pero está ahí, ésa en la que todavía el “gran empresario” convivía en lo cotidiano con el obrero, en lo civil, no sólo en la fábrica. Igual y fue una cosa hecha a propósito, procurarles para que todos vieran que eran unos buenazos, pero sí se daba. Alguna vez Juan Manuel Elizondo, de los fundadores de la UANL, hablando con él pues te comentaba cómo trataba a los grandes ideólogos de la iniciativa privada. Y sabía que tal había leído a cuál. Es decir, no había grandes diferencias en el trato. Sí en lo ideológico, porque Juan Manuel llegó a ser senador por el Partido Comunista. Y en eso estaban separados, pero no en lo cotidiano. No había ese clasismo a ultranza, como para llegar a invisibilizar a nadie. Pero como quiera te explotaban. 

 

Hugo Valdés (Monterrey, 1963), es narrador y ensayista. Entre sus novelas destacan The Monterrey News, El crimen de la calle Aramberri y El asesinato de Paulina Lee. Como ensayista y crítico ha publicado, entre otras obras, El dueño y el creador. Un acercamiento al dédalo narrativo de Sergio Pitol y Reseñas intempestivas. Un corte: 2001-2011. Entre los sus reconocimientos sobresalen el Premio Universidad Autónoma de Nuevo León a las Artes 2007 y el Premio Nuevo León de Literatura en 2012 con la novela Breve teoría del pecado. 

 

 

*Imagen de portada: SMU Central University Libraries 

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Sobre el autor

Alejandro Vázquez Ortiz

Escritor y editor. Miembro del consejo editorial de An.alfa.beta y actualmente becario en el Centro de escritores de Nuevo León de CONARTE. Ha publicado "Artefactos" (2012). Recientemente obtuvo el Premio Nacional de Cuento Joven Comala 2015.

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