Nada más subjetivo que un juicio de valor; hoy resulta casi un descaro proclamar la sobrevivencia de este tipo de valorizaciones en materia estética o literaria (o en cualquiera otra: jurídica, política, ideológica). Lo sabemos: vivimos en la era de las relativizaciones y de las reivindicaciones a ultranza. Irónicamente, nunca como ahora, los juicios de valor han tenido más presencia, basta echar una rápida mirada a las redes sociales para advertirlo. El contrasentido radica en que no se presentan como tales, sino como expresiones de una realidad social, es decir, como verdades incuestionables. Volvemos entonces a la aporía. No deseo extenderme en este aspecto: no hay visos de llegar a ninguna conclusión. Me interesa, en todo caso, el problema del juicio de valor en la literatura.
¿Qué es más efectivo? ¿La crítica literaria puntual sobre un título o un creador, o el comentario en las redes? La efectividad es relativa: hablo de un universo minúsculo y simbólico. Las conductas lectoras han cambiado drásticamente en las últimas décadas; sin embargo, las transformaciones de fondo llevan décadas realizándose. La literatura es proceso, y, en buena medida, la dimensión de este proceso es judicial. Alguien escribe algo, ese algo es formateado bajo ciertas regulaciones (por más experimentales que digan ser), y posteriormente es lanzado al espacio público, o más específico: al oscuro rincón literario de ese espacio público. Ahora bien, cuando una obra “llega al lector”, no lo hace de manera transparente o “inmaculada”. Lleva consigo la predeterminación de ciertos juicios (todos ellos de valor, por cierto). La obra (o el texto, llamémosle como queramos) está mediada, “estigmatizada”. Desde el “sello” editorial (suerte de marca que, de alguna manera, determina), hasta el formato y el soporte (impreso, digital, audiovisual, “híbrido”). Todo juega un rol en el proceso.
El acto de la lectura tampoco es inocente. Miles de factores intervienen en él, desde la circunstancia personal (gustos, fobias, experiencia literaria), hasta el contexto: la hora y el lugar donde leemos (la luz, el ruido, la comodidad o incomodidad). Difícil, pues, abordar el tema de valor de una obra ante tales agravantes. Y, sin embargo, lo hacemos. Valoramos de manera explícita o implícita. Unas veces lo hacemos con argumentos; otras, desde las emociones (que también son argumentables). Es nuestro derecho decidir si nos ha gustado o no tal o cual libro, si preferimos a zutano en lugar de mengano, si nos atrae más la poesía de vanguardia que el arte figurativo. Resulta curioso que el gusto sea hoy en día tan poco perceptible, como si fuera una falta grave en nuestra conducta. Anomalía en los comportamientos extremos que hoy prevalecen.
La crítica solía aportar las herramientas para la elaboración de los juicios. El remate de una reseña o la conclusión de una monografía estaban directamente vinculados con la diatriba de si la obra era o no buena. El punto medio, la zona de transformación donde se procesaban diversas formas de abordaje era la metodología. Durante más de medio siglo hemos vivido la hegemonía de las metodologías. No es complicado hallar la causa de este fenómeno: el aumento de la población universitaria y el desarrollo de la crítica académica, por un lado. En la academia, al menos de manera retórica, la verificación es un aspecto vital. Sustentar el gusto a la hora del análisis era (y es) visto como algo desfasado y hasta sospechoso. Esa fue la primera denostación del juicio valórico.
Por el otro lado estaba (y está, aunque disminuida) la llamada crítica pública: la que se realizaba desde diarios y suplementos, y tendía a pontificar y defender los intereses particulares de editoriales, diarios e instituciones culturales. Aún quedan muestras de esta crítica, pero son, casi en su totalidad, voces en el desierto, y dan más pena que otra cosa. Sin embargo, durante mucho tiempo, estos críticos determinaron tendencias y concentraron la hegemonía al interior de los campos literarios. Defensores del “buen gusto”, pregoneros de la necesidad de modernizar nuestras conductas estéticas, eran los intermediarios en el proceso, y disfrutaban de su influencia. La crítica pública vinculaba a los autores con los lectores.
Las cosas han cambiado, sin embargo. Las mediaciones se han multiplicado. La cadena tradicional (autor-obra-editorial-crítica pública-lectores) está rota, o, mejor dicho, se ha bifurcado, y cada cual accede a ella de manera azarosa. Esto no quiere decir que no existan ya agentes o factores hegemónicos ni intereses extraliterarios, ni que el canon se siga elaborando con base en exclusiones significativas. Al contrario. Nunca como ahora, al menos en el ámbito hispanoamericano, ha existido una demanda mercantil tan fuerte. Las consecuencias son de lo más variadas. Desde la circulación de títulos “consagrados”, hasta la proliferación de talleres y empresas editoras, creadas al vapor, que prometen y promocionan la experiencia de la profesionalización del oficio: hacerte escritor, publicar y difundir tu obra, previo pago, por supuesto. El resultado es, en la mayoría de las ocasiones, la estafa o, peor aún, la indiferencia.
Algo se ha perdido en este trayecto. La consecuencia es doblemente molesta: tenemos, por un lado, la invasión de obras maquiladas al vapor y publicitadas desde diversos medios; y, por el otro, existe un superávit de aspirantes a escritor, inspirados por las historias de vida, sazonadas con la retórica hollywoodense, de la autora de Harry Potter o la de Fifty Shades of Grey. Eso, en el ámbito comercial. En la academia, padecemos todavía la hegemonía de las metodologías, aunado a los embates de las políticas educativas neoliberales que exigen calidad y competitividad, incluso en materia de los otrora llamados estudios humanísticos. Respecto a las instituciones culturales, la situación no es muy diversa: priman la burocracia, el protocolo y los intereses políticos inmediatos.
Ante tales transformaciones estructurales, no dejan de sorprender, en el ámbito de la creación, la repetición de fórmulas añejas, la reaparición de gestos exagerados y la consagración de los más trillados lugares comunes. La experimentación ha perdido peso y bien podría pasar ahora, abusando de la jerga neoliberal, como simple “innovación”. La rebeldía se reduce más a una postura para la selfie, que al desafío ante el silencio. La cooptación ha sido abrumadora.
Y, con todo, se sigue censurando la manifestación crítica de un juicio de valor. Se le rechaza porque no se acepta la injerencia del gusto (algo tan subjetivo y caprichoso) en nuestros juicios y argumentos. Preferimos la argumentación razonada, el enfoque políticamente correcto (o en contraparte, y para parecer outsiders, el sarcasmo fascista), la descalificación automática (muchas veces sustentada en la falacia ad hominem), o el ataque personal. Todo para evitar decir: “esta obra me gusta”. Simplemente eso. Hemos perdido, así, uno de nuestros derechos como lectores: el de perseguir nuestras propias necesidades y demandas afectivas en materia estética. Cada vez es menos común la autoformación lectora. Padecemos, en contraparte, de la imposición de rutas previstas, de caminos previamente trazados. Nuestra identidad parece basarse ahora en el registro de los productos que consumimos (incluidos aquí los libros).
Hablé de la literatura como proceso judicial. Es importante llevar a la crítica al banquillo de los acusados y cuestionar su ausencia o tergiversación. De su declaración podremos obtener buenas pistas para comprender a la literatura en la hora actual.
*Imagen de portada: State Library of New South Wales