La poesía es el más infalible heraldo,
compañero y seguidor del despertar de un gran pueblo
que se dispone a realizar un cambio en la opinión y las instituciones.
En tales períodos hay una acumulación del poder
de comunicar y recibir intensas y apasionadas
concepciones respecto del hombre y la naturaleza.
Percy Shelley, Defensa de la poesía.
I
En este ensayo espero mostrar, en compañía de Octavio Paz, María Zambrano, Martin Heidegger, Eugenio Trías y Jacques Lacan, entre otr@s, que: 1) el pensamiento sobre la relación entre la poética y la cultura es un tema moderno, pues en la antigüedad la poética era el fundamento de la cultura como mito, tragedia y épica; 2) en la modernidad la poética, el poema, la poesía y el poeta son despojados del poder originario y mítico de las palabras como fundamento de la cultura y la polis; 3) la poética, el poema y la poesía pasaron a ser quehaceres inútiles, objetos improductivos y lenguaje (mal)dito para una sociedad racional, práctica y creyente en el progreso y en un futuro prometedor ofrecido por la ciencia y la técnica; 4) para restablecer la relación entre la poética y la cultura desplegada en la ciudad, es preciso rescatar el fundamento mítico de una poética de la cultura que devenga cultura poética en la Ciudad.
II
La metafísica clásica, más tarde también la moderna, para leer la physis y la polis, introduce pares de opuestos que gestan una dicotomía, incluso una tensión conflictiva entre dos campos de la actividad humana: la poética y la ciencia. Por un lado la poíesis, la causa que hace que lo que no es sea, la acción creativa, productiva e inventiva, que alude a la dimensión más amplia de la creación en sentido genérico, y a la poesía y al poeta en sentido específico: “El concepto de ‘creación’ es muy amplio, ya que ciertamente todo lo que es causa de que algo, sea lo que sea, pase del no ser al ser es ‘creación’, de suerte que todas las actividades que entran en la esfera de todas las artes son creaciones y los artesanos de éstas, creadores o poetas […] del concepto total de creación se ha separado una parte, la relativa a la música y al arte métrica […] ‘Poesía’, en efecto, se llama tan sólo a ésta, y a los que poseen esa porción de ‘creación’, ‘poetas’” (Platón, “El banquete, o del amor”, Obras Completas, Madrid, Aguilar, 1974:585-586). Por otro, el ámbito del conocimiento teórico o episteme, cuyo fundamento es la instauración del lógos, principio y sentido del cosmos que, como dice Martin Heidegger: “La misma palabra lógos, el nombre para el decir, lo es a la vez para ser”; por lo que en unas palabras que anteceden advierte: “Ninguna cosa sea donde falta la palabra” (Heidegger, De camino al habla, Barcelona, Odós, 1987:213). Desde Heidegger, el poder del lógos se instaura porque se trata de una palabra griega que nos ha dejado pasmados, pues designa con una sola palabra el pensar y el ser, ya que la palabra alumbra el ser, en los dos sentidos: lo hace nacer y lo ilumina. Por ello, el lógos es palabra que crea y ordena el ser.
Del mismo modo, existe otra dicotomía que en su origen expresaba el mismo saber hacer, productor y creador: tekne y poíesis. Por lo que propongo, en compañía de Heidegger, la vecindad entre el lógos y la poiesis, la creatividad y la episteme, la metáfora y la ciencia. Porque su tensión —como advierte María Zambrano— ha sido “la causa de vocaciones malogradas y de mucha angustia sin término anegada en la esterilidad” (Zambrano, Filosofía y poesía, México, F.C.E., 1987:134).
III
Por ello, es preciso, rescatar el sentido originario de la Tekne griega como poíesis, a partir de Heidegger, que remite a la pregunta de Heidegger por la esencia de la técnica, para acceder a la tekne griega: “[…] nunca experienciaremos nuestra relación para con la esencia de la técnica mientras nos limitemos a representar únicamente lo técnico y a impulsarlo, mientras nos resignemos con lo técnico o lo esquivemos” (Heidegger, “La pregunta por la técnica”, Conferencias y artículos (1953), Barcelona, Serbal, 1994:9). Y que evoca la sentencia de Sófocles en Antígona: “Muchas cosas son pavorosas; / nada sin embargo sobrepasa al hombre en pavor / […] Lenguaje, pensamiento / raudo como el viento, / culta lección aprendió […] Nada habrá en el futuro / a lo que sin recursos se encamine, / tan sólo medio de evitar la muerte / no habrá de encontrar (Sófocles, “Antígona”, Tragedias, Barcelona: Labor, 1984:35-36). Pero para Heidegger, “[…] la esencia de la técnica tampoco es en manera alguna nada técnico” (Heidegger, “La pregunta por la técnica”, Conferencias y artículos, Barcelona, Serbal, 1994:9). Una afirmación ontológica: la esencia de la técnica como reveladora del ser. La consideración antropológico-instrumental es correcta como fenómeno técnico –según Heidegger–, pero como no puede alcanzar su verdad, le es imposible vislumbrar lo que la hace ser, su causa productiva: poíesis.
Sí, no hay nada más pavoroso que el hombre, no sólo por su poder sobre la naturaleza, sino por el misterio de su violencia: tanto por la violencia que ejerce como porque es violentado por tal poder. Heidegger nombra a esta violencia Ereignis (que traduzco por acaecer), diferente de Ereignet (acontecer), para poder proponer el neologismo (a)cae(ser), cual verdad ontológica, que apropia a hombre y ser en su radical (co)pertenencia. Pues el neologismo (a)cae(ser) me permite volver a la poíesis griega como “la causa que hace que lo que no es, sea”, para pensar desde Jacques Lacan en la caída del objeto a (objeto causa del deseo, objeto perdido), objeto que hay que rescatar por la escala invertida del deseo, el objeto que causa el deseo, en el sentido latino de causa, causus, lo que cae, lo que se desprende de cada frase proferida y de cada creación: la obra de arte y hasta la ciudad como obra de arte. Como en el libro El artista y la ciudad de Eugenio Trías, una exquisita obra que muestra cómo en la filosofía platónica el alma se eleva, gracias al deseo (Eros), hacia un mundo trascendente (la verdad, el bien y la belleza), para poder desplegarse a través de la poíesis, la creación, en la ciudad, como obra de arte, cuyos paradigmas encuentra en Atenas o Florencia; porque tras la ruptura moderna entre Eros y Poíesis, el alma ya no se eleva hacia bienes trascendentes (verdad, bien y belleza), y se convierte en producción técnica, que impide hacer de la ciudad una obra de arte (Trías, El artista y la cuidad, Barcelona, Anagrama, 1976).
Entre la esencia de la técnica y la técnica existe una diferencia radical en la (pro)ducción. Pues la técnica alcanza al sujeto técnico que es reproducido, objetivado en proceso, sistema y modo de hacer, hasta la burocratización y el estándar, un hacer como y no un saber hacer (Tekne-poíesis, siempre renovada), que al rescatar la poiesis griega supera la reproductibilidad técnica de la modernidad, que al desplegarse en la ciudad la convierte en tiradero de basura, pasillos industriales, corredores de barracas, arenales en las alamedas, selva asfáltica en vez de parques. Porque en lugar de (ins)cribir la poíesis en la physis, ésta es puesta y dis-puesta por la técnica, exponiendo al ciudadano y a la naturaleza al dominio del amo o el maestro, el político o el universitario.
La técnica le da al dispositivo un sentido objetivista y compulsivo —como advierte Karl Otto Apel—, pues cuando el hombre ajusta el mundo a la ciencia concebida ontológicamente, es ajustado por ella en su auto-comprensión (Apel, La transformación de la filosofía, Madrid, Taurus, 1973:126). Y entonces el ente es devorado por el dispositivo técnico. De aquí que la técnica no es una acción instrumental al servicio del hombre, pues en ella el hombre se encuentra dis-puesto, complicando su libertad, pues sólo puede ser alcanzado por un destino quien está abierto, quien puede acoger, el ser arrojado en el mundo, cuya única cura (Sorge) es (pro)eyectarse en el mundo a través de una poética, que puede desplegarse en la cultura y la ciudad. Parafraseando a Herbert Marcuse: tecnocracia y burocracia, ingeniería social y pedagogía, ortopedia del yo, modificación de la conducta, todas son formas del destino que producen sujetos cosificados (Marcuse, El hombre unidimensional, Barcelona, Seix-Barral, 1969:171-196).
Pero el peligro no es la técnica, sino la esencia de la técnica como dispositivo (Ge-stell). El peligro adviene del destino (Ge-schick), del ser y del (a)cae(ser) de la verdad, de su desocultación. El peligro es del ser en su auto-ocultación no advertida y su retracción olvidada. El peligro es el abandono del ser. Pero como el ser se oculta en el abismo para todo ente, sólo puede ser entre-vistado, en la experiencia que cada mortal sufre ante el aleteo de la verdad, presencia que se recoge bajo un fondo de ausencia, verdad a medias, interpretación equívoca, poesía. Porque, como recuerda Heidegger en compañía de Hölderlin, “donde está el peligro crece lo que salva”.
Pero no se trata de superar la técnica, sino de sobre-ponerse a ella. Hay que ponerle límites a las pretensiones de la técnica, a través del encuentro entre la Ge-stell (el dispositivo) y el Ereignis, el (a)cae(ser): el ser que cae de cada frase o poema y se derrama en la ciudad. Porque la esencia de la técnica es el modo de este (a)cae(ser), como tekne-poíesis, saber hacer con la falta, como dice Sócrates en El banquete, o del amor, a propósito de que sólo se desea aquello de lo que estamos faltos, o lo que Lacan llama la desgarradura subjetiva, debido al exilio del goce que la ley de la cultura impone, tras la prohibición del incesto. Una poiesis como acaecimiento: un traer de la no-presencia a la presencia la verdad del deseo del sujeto, cual aletheia que alumbra al ser, lo pone a la luz y lo hace nacer: la obra de arte, la existencia y la ciudad.
IV
Poíesis y lógos, desde la condena de Sócrates a los poetas en La República (Platón, “República, Obras Completas, 1974, t. I y II), se escinden como dos experiencias que dividen la vida humana: el poeta y el filósofo, el creador y el científico. Aunque en casos excepcionales estos dos pebeteros han podido arder en la sensibilidad y la inteligencia de un mismo sujeto, como en Leibniz, Unamuno, Bachelard o Ernesto Sábato, entre otros. También cuando el filósofo, tras Sócrates, concibe la filosofía como la mejor música, como Eugenio Trías. O cuando el filósofo y el poeta beben el mismo. Y es que los hombres y las mujeres no se encuentran plenamente en la ciencia ni en la poesía, pues ninguna cobija todo lo humano. La poesía aspira a la singularidad del sujeto, como el lógos, la filosofía y la ciencia al concepto y al conocimiento universal. Recordemos que primero Michel de Montaigne, después Pablo Picasso y más tarde Jacques Lacan, para dar cuenta de su saber hacer, de su tekne-poíesis, afirman: “Yo no busco, encuentro”. En cambio, la filosofía y la ciencia, aunque por diversos medios y fines, fincan su quehacer en la búsqueda, en la investigación.
A partir de Platón comienza la guerra entre estas dos formas de la palabra, en la que sale victorioso el lógos filosófico y condenada la palabra poética, cuyo resultado es la exclusión de la poesía por demente y (mal)dita, (mal)dicta, (mal)dicha. Ya que, como advierte el pensador y psicoanalista Néstor Braunstein: “[…] todo buen poeta es maldito, no tanto porque se lo maldiga, cosa que no deja de suceder, sino que se lo maldice debido a que es un mal decidor, saboteador de los modos estructurados del decir, evocador de un goce maldecido, siempre en entre dicho” (Braunstein, “Lingüistería (Lacan entre el lenguaje y la lingüística)”, Braunstein, N., (coord.), El Lenguaje y el inconsciente freudiano, México, siglo xxi, 1982:184).
Desde que el lógos —como advierte Heráclito— debe ser comúnmente compartido, instaura —como sustenta Jacques Derrida— el logocentrismo occidental, cuyo desmontaje sólo se logra a través de una deconstrucción del espiritualismo (Derrida, Positions, París, Miuit, 1972:69-70). El Lógos de la cruz y el cañón, en cuyo nombre fueron asesinados veinte millones de indígenas en el Nuevo Mundo. El poder del Lógos que lanza a los sótanos de la cultura a la poíesis, palabra falsa, ilegal, doxa impúdica de los hombres dormidos que, como dice Heráclito, cual asnos confunden la paja con el oro.
El mismo poder del lógos que edifica el imperio de la razón (la ratio medieval), que también inspira la certeza del cogito ergo sum, del yo cartesiano que por suponer que piensa desde sí y por sí mismo, puede asegurar, después de un salto mortal, que existe. Un lógos tan poderoso que asegura las representaciones adecuadas de la conciencia moderna, que excomulgan la fantasía, el sueño, la pasión, el amor, la locura, el mal y la muerte, como experiencias inefables e irracionales, impotentes para gestar algún tipo de conocimiento, y cuyas consecuencias denunció Michel Foucault (Foucault, Historia de la locura en la época clásica I, FCE, 1976). El poder del lógos que ha iluminado a la filosofía y la ciencia, terminó por enceguecer la inteligencia y la sensibilidad en diversos momentos de la historia de la cultura.
Al lado de María Zambrano, opto por la complementariedad entre poíesis y episteme, el diálogo entre poíesis y lógos, metáfora y ciencia, para afirmar el conocimiento sin negar la vida. El lógos —como sugiere Zambrano— incluso al encarnar en la razón cristiana, a pesar de la humana divinidad de Cristo y de la condena de San Pablo a la filosofía, viene mostrando su poder incólume, en el encuentro de algo inédito: un lógos creador, una palabra cuyo poder se ejerce hablando.
Pero el poder de la poíesis y el lógos brotan del mismo manantial del deseo (Eros), dos vertientes de la palabra. Eros que —como propone Eugenio Trías— pertenece a la esfera del alma y asciende a la verdad, el bien y la belleza, hasta un vértice en el que en lugar de oponerse se encuentra con la Poíesis, que permite plasmar en la ciudad en forma de creación lo que ha contemplado en el mundo de las ideas (Trías, La memoria perdida de las cosas, Barcelona, Taurus, 1978:13). Con esta síntesis entre Eros y Poíesis, Trías no propone una interpretación académica del pensamiento de Platón, sino una original recreación, que se despliega en la ciudad a través de las artes: arquitectura, escultura, pintura, teatro, literatura, música, danza y el cine. La poesía y la filosofía, como muestra Eugenio Trías, mantienen una relación de disyunción y conjunción a lo largo de la historia del pensamiento, pues se encuentran en el límite de lo decible, de lo que no puede ser dicho (el ser), en el que la poesía revela ese oscuro simbolismo, y ante la filosofía que promueve una revelación apofántica y conceptual, en ese núcleo de lo simbólico, límite de todo pensar-decir, ya que de ese núcleo (=x) procede todo decir y producir, tanto del pensamiento como de la creación poética (Trías, Lógica del límite, Barcelona, Destino, 1991:213-223).
Como postula Paul Ricoeur, existe una dialéctica entre lo metafórico y el pensamiento, la poética y lo especulativo, lo metafórico y lo científico, ya que no puede existir uno sin lo otro, pues lo poético se nutre de las grietas que existen entre los distintos modos especulativos y científicos. Hasta la creación de una hipótesis, modelo científico o invención reclaman la experiencia poética que nos atraviesa a través de la dimensión inconsciente, ese discurso que emerge cuando el lenguaje se adelanta al pensamiento, como si fuera un mítico don de los dioses, al que el pensamiento debe pulir con el cuidado con el que se pule un diamante. Por ello Ricoeur advierte que la instauración de un sistema científico universal presupone la muerte de la poética, del mismo modo que una poética universal es la muerte de la racionalidad de cualquier sistema científico. Pero como esto no es posible, Ricoeur nos invita a celebrar el encuentro entre la metáfora y la ciencia (Ricoeur, “Metáfora y discurso filosófico”, Metáfora viva, Madrid, Europa, 1980, cap. VIII).
Hoy vivimos —dice Octavio Paz— el grave desplazamiento de las humanidades, que han dejado de ser el corazón de los sistemas educativos, donde predomina el cientismo, una de las más prestigiadas supersticiones modernas, que traslada los discursos de las ciencias naturales a la historia y a las pasiones humanas. Y agrega Paz: “Ni Freud y Einstein olvidaron nunca a los clásicos”. Aunque más funesta que la superstición cientista —sigue Paz— es la multiplicación de las ciencias sociales, que enmascaradas en el formalismo cientista, de graves consecuencias estéticas y políticas, desprecian a los clásicos y a la poesía en nombre de una supuesta herencia de la ilustración. Paul Feyerabend es provocativo al respecto: “…hay que permitir que los mitos, que las sugerencias lleguen a formar parte de la ciencia y a influir en su desarrollo. No sirve de nada insistir en que carecen de base empírica, o que son incoherentes, o que tropiezan con hechos básicos […] Después de todo, la base evidente, la adecuación a lo fáctico, la coherencia, son algo producido por la investigación y, por lo tanto, algo que no puede imponerse como precondición de ella” (Feyerabend, Adiós a la razón, Madrid, Técnos, 1984:108).
Los ideólogos de las ciencias sociales consideran que el texto literario es un tejido que encubre otra realidad, y que tienen por misión crítica descifrarlo, desenmascarar al autor que engañado pretende engañarnos. La Odisea cuenta y canta costumbres que pueden interesarle al historiador, pero no es un relato histórico sino un poema. Interpretar un poema como una narración histórica —advierte Octavio Paz— es como estudiar botánica en un paisaje de Monet.
Las formas poéticas son esenciales a la poesía, pues retan a la muerte. La forma es voluntad de eternidad. Si la forma se convierte en fórmula, el poeta debe crear otra, o descubrir una antigua y reinventarla. La invención es la creación de una novedad antigua. Por ello, cada ruptura es un homenaje a los ancestros.
La poiesis no ha muerto, porque desde Aristóteles es la dimensión más vasta de la creación. El poema que el ritmo del tam-tam primitivo, permite en casos excepcionales lo sublime, lo grandioso, el infinito y la eternidad, porque revela por un instante eso otro que nosotros mismos somos. Por ello la poesía está viva aunque a veces condenada por la racionalidad cientista y técnica a vivir en las tabernas y los suburbios de la cultura. Ciertamente, en la aurora del siglo XXI, la poética late en la incertidumbre, sin que se le reconozca el lugar que merece en el concierto de las ciencias, las humanidades y las técnicas. Pero no olvidemos que los tiempos de malestar en las artes y la poesía han producido excelentes creaciones e invenciones.
Al margen del marketing globalizado y la teletecnociencia fundada en el logocentrismo europeo e ilustrado, la poética sigue dando de beber, como una fuente inagotable, al científico, al técnico, al humanista y al poeta. La poética sigue influyendo en la imaginación, la invención y la producción, como en la cultura y la ciudad.
La poesía es la otra voz, inconsciente, antigua y actual, sangrada y maldita, la locura divina, teos moira (la única poesía que respeta Sócrates en La República). En palabras de Zambrano, este imperativo poético, tanto para el científico como para el poeta reza así: “[…] que el que escucha encuentre dentro de sí, en status nascens la verdad que necesita” (Zambrabo, Hacia un saber sobre el alma, Madrid, Alianza, 1987:71). La función de la poética, gracias a la creación y la invención, hace escuchar la otra voz, la fantasía inconsciente que es preciso rescatar para la poesía y la ciencia, y que no es escuchada por ideólogos, políticos y tecnócratas, lo que explica el fracaso de sus proyectos educativos, técnicos, científicos, así como sus políticas culturales, que no aterrizan en un poética de la ciudad.
Las culturas y las ciudades del siglo XXI, si no quieren sucumbir, tienen como imperativo poético frenar, en palabras de Eugenio Trías, al “Casino Global”, la tecnociencia y el mercado planetario, que sin políticas de desarrollo sustentable conduce al dispendio de los recursos naturales y a la muerte del planeta. Ante el reto de la supervivencia humana, “la otra voz” de Octavio Paz dice que la poesía es un sueño olvidado, que el alma debe rescatar para crear nuevos ideales culturales para la ciudad. Porque “La poesía es el antídoto de la técnica y del mercado. A eso se reduce lo que podría ser, en nuestro tiempo y en el que llega, la función de la poesía. ¿Nada más? Nada menos” (Octavio Paz, “La otra voz”, Obras Completas, México, F.C.E., 1994:556).
*Imagen de portada: stocksnap.io