Muchas cosas del lenguaje han cambiado con el advenimiento de la digitalización. Digitalización de la información, pero también de las interacciones. Acaso veo una que destaca entre todas ellas y no es tan evidente: la mensajería instantánea y portátil ha hecho que la disponibilidad de la comunicación sea constante.
Esto destruyó algo elemental en las interacciones que no parecía tener importancia: los límites de los intercambios. Es decir, el inicio y el fin de las conversaciones.
En la mensajería digital, las conversaciones no se inician ni se terminan; sólo se suspenden. El historial se desenvuelve ante nosotros como un largo chorizo de diálogos que no tienen ninguna trascendencia y no deberían archivarse. Chistes inocuos, conversaciones banales y toda clase de tonterías que constituyen el quehacer lingüístico cotidiano; quedan inmortalizadas en el historial y con un simple scroll, podemos recuperarlas.
Incluso, hoy, casi todas las mensajerías populares ofrecen un acuse de recibido al remitente. El famoso «visto» que nos hace saber que el destinatario ha leído el mensaje y suspendido (no terminado) la conversación.
Esta suspensión implica muchas cosas. Por un lado, claro, la de dejar en evidencia que la conversación llegó a un punto muerto; pero también que puede reanudarse en cualquier momento, partiendo desde cualquier otro punto del discurso y no necesariamente de donde éste se suspendió.
Por tanto, las conversaciones se alargan. La memoria digital nos recuerda con fecha, hora y palabras exactas la última cosa que dijimos a cada interlocutor. El límite se borra. La conversación es infinita. Y en esa producción ilimitada de mensajes, el lenguaje pierde su dirección y su sentido. Esto es evidente, puesto que ha perdido su fin.
Las conversaciones vagabundean en un mar de temas inocuos de un lado para otro, únicamente bajo la comanda de mantenerse produciendo; devolviendo los mensajes, aunque ya no se tenga nada qué decir.
Y además de balbuceo, se produce ansiedad. Cuando la conversación se suspende en el «visto»; el remitente se pregunta si su conversación no es suficientemente buena, si no puede captar la atención del destinatario, si el silencio es rechazo o humillación. Cada vez es más difícil entender cuando una conversación ha terminado.
Por eso tanto miedo explícito al «visto». Por eso tanta conversación que no tiene sentido y se prolonga sin fin. Acaso la gran paradoja de esto es que ante la falta de límite de los intercambios lingüísticos; el lenguaje pierde por completo su sentido comunicativo. Carece de finalidad y se produce a perpetuidad como un balbuceo sordo e imbécil que no puede callarse.
*Imagen de portada: Flickr.com