Leer a los que están cerca, con los cuales convivimos, a veces nuestros propios colegas, a los que conocemos o vemos de lejos o de vez en cuando, y no obstante con los cuales nos unen los mismos paisajes, las mismas atmósferas, los mismos vínculos con unos u otros, es difícil. Nos cuesta, estamos tan ocupados o preocupados por estar al día con “los grandes escritores”, los que se sancionan desde las metrópolis, en nombre de los grandes críticos y las grandes editoriales. Los que triunfan “más allá”, en el Centro, no en las periferias, que a veces sentimos una suerte de inquietud porque no estamos ocupando nuestro tiempo en lo que es imprescindible sino en una lectura que vaya a saber si nos deja algún provecho.
No estoy diciendo nada que no nos hayamos confesado alguna vez o bien incluso sin hacerlo consciente vivirlo así, con esta inquietud casi irritante. Sucede también con las otras disciplinas artísticas, por ejemplo en una muestra nacional de teatro, el teatrista regiomontano no va a ver, por línea general, la obra que representa a su estado aunque no la conozca. Ni los dramaturgos leen a sus compañeros, ni los actores van a ver a sus amigos actores. Si sucede es por excepción.
Tampoco los escritores sancionados por las metrópolis nos leen a nosotros, los de la periferia, les regalamos nuestros libros con la esperanza que nos lean pero ellos los dejan en los hoteles, se los dan a un amigo ocasional, se los olvidan en cualquier parte, me consta.
He leído a la gran mayoría de los escritores regiomontanos, hasta he escrito ensayos que nunca he publicado porque he tenido algunos tropiezos al entender mi lectura como trabajo crítico. Decidí entonces no molestar a nadie puesto que un ensayo crítico es un ensayo donde uno no canta loas a la obra literaria que lo acucia sino desbroza, deconstruye, explora y toma una decisión (crítica por supuesto), de acuerdo a su percepción y sus saberes y sobre todo al placer o disgusto que le ha dado su lectura. Precisamente, la lectura de El emisario de Alejandro Vázquez me dio el impulso para volver sobre un ejercicio que me tenía vedado.
El epígrafe con la cita de Edipo me indica que para el autor como para mí todos somos culpables o asesinos según nos parezca. La introducción es la muerte de todos. Lo que sigue, la mirada de alguien condenado y anónimo, que siempre ha sido observador participante: un poco como todo el mundo.
El hombre mira más por el espejo retrovisor que hacia adelante: conozco esa práctica. El hombre tiene un doble, su hermano, él sabría hacer las cosas mucho mejor. Suele suceder. El perseguido anhela al perseguidor, lo tranquilizaría atisbarlo por la mirilla. Bien, lo humano se ha hecho presente, lo humano mío, nuestro. Comienzo a leer más acuciosamente, me he apaciguado. Reparo en los tropos, en la acumulación de adjetivos, en la superposición de imágenes, en la abundancia excesiva. Pero ha habido una acción clave, un punto de apoyo, la mochila, la entrega, la llamada, y el cadáver del perro. Hay un escritor en estas líneas que trepida, suena, me alcanza.
El hombre está condenado. Lo sé no por las palabras sino por el acento, por la noche, la lluvia, la camioneta estropeada y la pistola entre los muslos. Por la atmósfera en donde la luz ni siquiera es indicio. Porque todo es tenebroso y no hay respuestas para ese hombre, como para cada uno de nosotros, en ninguna parte.
A pesar del pasado con madre, con mañanas y días de la costumbre, comienzo a atascarme. Han pasado 76 páginas y no salgo del atascamiento al que me ha llevado su autor. El hombre en el presente sigue recordando, sigue esperando, sigue con la misma impronta del comienzo. Ya sé de él, lo que agrega no me despierta porque ha dejado de revelarme novedades, a pesar de la memoria. Leo unas páginas más, honestas, creíbles, ciertas, si se quiere, pero no lo suficiente como para seguir leyendo. Abandono la lectura.
Durante el fin de semana como si fuera un ejercicio obligado retomo el libro, imagino que avanzaré dos tres páginas más y ya. Me detendré derrotada. Comienzo a leer, me prende la silla de ruedas que tiene que ir en cierta dirección, me prenden esos dos hijos escondiendo la droga en su interior. No por la aventura chusca, sí por la sinrazón de cada acto humano, a destiempo, en el puro tropezón del vivir. Sin darme cuenta comienzo a avanzar cada vez más vuelta sobre la mochila, la memoria, la madre, el gemelo, ese hermano, el Coralillo,héroe y antihéroe al mismo tiempo, el que se las sabe todas, al que el sin nombre, porque todavía no tengo idea cómo se llama el observador participativo, admira y se ha metamorfoseado en él, al que imita y por el que está a punto de perder la vida. Eso me escuece, ese hombre, ese nadie, sombra y espejo del Otro, ese tipo que las sufre todas y en todas revive, reaparece, se engancha en la vida como si fuera la manija de un carrusel. No va a morirse nunca el observador participante, ese pobre diablo a quien le gustan los libros de los cuales seguramente ha tomado tanto palabrerío, me indigno de a ratos.
El escritor ha ganado, ha ganado a pesar de la acumulación de adjetivos, a pesar de la multiplicación de imágenes de los mismos hechos, a pesar del itinerario que se nombra a cada instante donde el objetivo es morirse. A pesar de la inmovilidad del relato en cuyo trasfondo reverbera el Alex, la tormenta mayúscula, el arrasamiento de todo lo vivo, de todo lo que aún permanece en pie, la muerte de cada uno de nosotros, anunciada. La indefensión de lo humano, de los restos humanos que son pocos, apenas una madre allá en el fondo o un hermano al que se quiso emular y no se pudo y luego los compas que también suelen ser los enemigos, el primo el Matamoros, el Joyero que se deshacen en medio del ciclón.
Y el lenguaje hace lo suyo, busca, rebusca, retiene, repite, reengancha y sugiere que está el alarde de la palabra, del oxímoron, del sonido y su materia, el rito, el eco, la iridiscencia del trueno y el relámpago. El sonido y su furia según Shakespeare. Y yo que leo siento los calcetines mojados por la lluvia y siento que todo cruje a mi alrededor y que estoy en pleno desamparo. Entonces a pesar de la proliferación de sinónimos, de la repetición obsesiva de los tropos, del alarde pueril de tanto nombrar, algo en mí, se resiste, se retoba, contradice mi propia crítica porque ha llegado un momento en donde no hay lenguaje que valga si no hay un universo revelado.
Y lo que me es revelado es muy sencillo y no obstante hondo y doloroso. Revelado, es cierto a través, de la acumulación de imágenes que eso es lo que nos caracteriza como escritores latinoamericanos. Corre el río de Heráclito que no es el río de Heráclito porque no es el mismo y es el mismo. En medio de la tormenta corre el río de agua turbia con la cabra que los niños han echado al río por jugar, por diversión sin alcanzar a advertir la dimensión del acto. Cuando lo advierten, cito, Sus semblantes envejecieron en esa conciencia…en la conciencia de lo que habían hecho.
Y todas las miradas se superpusieron una sobre otra. La de ellos conmigo, la de la cabra mirando al vacío, la del Matamoros que a veces creía sorprender entre las crestas del agua. Estaban a punto de llorar. El aire agitó las copas de los árboles y quebró la columna de humo blanco, esparciéndola a todos lados. Olía a carne asándose. Esas miradas, todas, me parecieron inocentes, como si todos se quisieran disculpar con ese gesto.
He aquí el escritor. Mucho camino por andar, es cierto, pero lo alcanzado testimonia el espesor de una escritura que se busca hasta la médula.
Concluyo la lectura con una contentura nueva.
*Imagen de portada: Azael Rodríguez.