¿Qué pecado, qué culpa, qué crimen cometió el hombre para que de pronto, entre los aedos que tarareaban sus melodías, entre las coribantes y coros de niños que hacían inocentes rituales entre inciensos y hecatombes de cordero, aparecieran de pronto algunos hombres ataviados con severidad que hablaban de maneras curiosas?
No vamos a entrar aquí en la cuestión de si ese extraño ‘milagro’ de la ciencia es o no griego, egipcio o babilónico. Esto es, si la filosofía, la geometría y esa nueva y particular manera de hablar del mundo —que se recoge en las colonias Griegas en Asia menor hacia el s. VII a. C.— es o no una producción autóctona de los griegos. No sólo porque la cuestión es sumamente problemática, sino que además de eso tiene el tufillo evidente de intentar salvaguardar la herencia histórica de Occidente, o bien renegar de ella. Me da lo mismo. Lo cierto es que se ha dado, y en ningún lugar como en Grecia (ni los gimnosofistas indios ni los sacerdotes babilónicos) se dio con tal vivacidad y se volvió tan influyente de manera incontestable.
No hay milagro griego. Quiero decir, ese milagro realmente parece una consecuencia plausible de los contextos sociales, políticos y culturales, tan particulares en la Antigua Grecia. Por ejemplo, la propia noción de ciudad y la mentalidad colonizadora y de autogestión de los pueblos griegos. Esto es, que cada colonia nueva que era fundada era absolutamente independiente y eso ofrecía una capacidad de experimentación política desconocida. O el hecho de la carencia de libro sagrado, lo que convertía al aedo –al poeta sin escritura- el recipiente del saber religioso y mitológico que se reinterpretaba cada vez que se transmitía. También el surgimiento de la moneda que permite la representación abstracta del valor de cambio y que acaba convirtiendo la relación de los Señores y los siervos, entre gobernantes y démos: el surgimiento de una especie de clase media, con gustos individuales y tiempo libre para dedicarlo al ocio. Y quizá lo más importante, la revolución más absoluta que se haya dado en toda la historia: la alfabetización.
Y aunque es cierto que ya hay civilizaciones que mucho antes ya tenían escritura silábica o jeroglífica, lo cierto es que la adaptación del alfabeto fenicio por parte de los griegos es una operación de tecnología que potencia de una manera bárbara el avance de los medios culturales. Cuando únicamente son necesarios 24 o 25 signos abstractos para representar la totalidad de una lengua, entonces se hace sumamente sencillo alfabetizar a la población general. Se copian y distribuyen manuscritos, se compran. Por ejemplo, es bien conocido que ya en plena época clásica el libro de Anaxágoras valía 1 dracma, el equivalente aproximado a 30 euros. Aunque fuese un poco caro, lo cierto es que había un claro acceso a las letras y escrituras al ciudadano medio.
Por tanto el nacimiento de la filosofía es un paso comprensible una vez que se toman en cuenta los factores históricos que la rodearon. Sin embargo, me parece que muchos de los datos históricos, aunque resulten en ocasiones útiles, a veces se hace una lista de ellos como si al enumerarlos se descubriera algo… y no. Diciendo lo que hemos dicho, no hemos dicho nada (o por lo menos, no hemos dicho lo más importante) e incluso se corre el riesgo que, hablando de historia, se nos oculte lo más importante… ¡lo qué más nos tendrá que estar preocupando! Y eso es: ¿Por qué? ¿Por qué nació la filosofía?
Naturalmente, esa pregunta a Occidente no le gusta demasiado. Principalmente porque responderla de alguna manera sería desbancarlo. La Ilustración y la formación de la mitología sobre la que se asienta el Occidente contemporáneo se basa principalmente en que Europa y las regiones ideológica y culturalmente afines son la fotografía de lo que toda Sociedad, Cultura y Estado tienen que ser. Laicos, científicos y liberales (económica y religiosamente). Pensar que la ciencia nace de un contexto histórico determinado es poner a nivel de un mero nacimiento de una mentalidad más en el circo babélico de las culturas del mundo… sería implorar por la caducidad del modelo, de negar su eternidad y corrección.
Todo buen quehacer filosófico que se pregunta sobre el nacimiento de sí mismo, tenemos que sospechar con viveza de cualquier forma prejuicio y preguntar: ¿Por qué? ¿Para qué sirve? ¿Cómo funciona? ¿Qué es filosofía?
Responder esas preguntas con el detenimiento que requiere nos llevaría mucho y un minucioso trabajo. Sin embargo, siempre he creído que las cosas se pueden decir mal y pronto, y aún así acertar (por lo menos a grandes rasgos).
La filosofía, tal y como la comprendemos, se dice que nace frente al mito. Que ciencia y mito son dos discursos contrapuestos. Que son antagonistas. Y sin embargo, si observamos detenidamente, puede que sus diferencias estriben en su método, pero su finalidad es exactamente la misma: conocer el mundo, explicarlo.
Si el lógos pretende acudir a un tipo particular de discurso –al discurso encuadrado en las reglas de la lógica en formación y lo plausible al intelecto (al noûs griego)-; el mito acude a la narración, al juego de personajes y mascaradas para hacer exactamente lo mismo: para entender el mundo.
De hecho, el primer estadio de la ciencia en sus cosmogonías no está exento del mito y tenemos especies de eslabones perdidos que uno no sabe bien donde clasificarlos, si con los mitógrafos o en los logógrafos (y el caldo para que los filólogos vociferen como verduleros está más que servido). Para Olof Gigon, por ejemplo, la filosofía empieza desde las nociones homéricas de areté (la virtud heroica e ideal que demuestran cada uno de los personajes homéricos). Algunos empiezan en Tales de Mileto, otros con la Teogonía de Hesíodo, Fericides de Sirio, otros con Anaximandro. Incluso hay quienes se aventuran a señalar a las cosmogonías esotéricas de los órficos. ¿Dónde está la piedra de toque? ¿Cuándo se puede decir que hay ciencia y no mito?
Al fin y al cabo, ambos funcionan básicamente con el principio de causalidad. Los hados, las tragedias, las venganzas de los dioses siempre surgen como un movimiento de causalidad, como una tensión elástica que, así como el personaje mitológico la tensa, así se vuelve en contra de él. Son estas fuerzas ‘sobrenaturales’ de las tempestades, del rayo, de la aurora las que los mitos, con sus relatos, pretenden explicar, y que los filósofos —o como les llamaba Aristóteles, los investigadores de la naturaleza— pretendan explicar por desplazamiento de corrientes de aire, por frotamiento de nubes, por agitaciones de las aguas. El filósofo únicamente les retira la máscara humana y las nombra ‘naturales’, físicas (de phýsis).
¿No es pues la ciencia, en el fondo, la misma operación del mito? Independientemente de su metodología, en el fondo, la ciencia hace lo mismo que el mito —en todo caso podríamos hablar de un avance tecnológico en el conocimiento del mundo, pero nunca de una oposición—. La filosofía es una vuelta de tuerca sobre lo que dice el mito. No se trata de cambiar la dirección del quehacer mitológico y religioso, sino de eficientar el proceso del conocimiento de las cosas… y potenciar el sometimiento del objeto al sujeto. Esto es, de someter la cosa al hombre.
Eso significa que todo conocimiento es conocimiento técnico: es un conocimiento para algo, aún las teologías naturales y las cosmogonías físicas de los primeros griegos. Lógos y mythos son dos caras de una misma moneda: son dos maneras de usar el lenguaje (recordemos que en su esencia, ambas palabras significan propiamente ‘palabra, relato, discurso’) cuyo propósito es reducir la sensación al concepto, al evento, a lo conocido, a eso que no puede ya de ninguna manera sorprender a quien lo observa. Siempre se ha tratado, ya en la religión, ya en la ciencia, de domesticar al mundo, o mejor dicho de hacer del mundo un mero espacio doméstico.
Tanto la ciencia como la religión se han mutuamente ayudado desde siempre con ese mismo fin. Oponer un trabajo al otro, es poco más que peleas entre hermanos, hijos del misma tarea, de la misma necesidad. De hecho, la ciencia no se desembarazó propiamente de la religión (eso si alguna vez lo ha hecho) muy, muy, muy tarde. Y únicamente es a partir del s. XVI (con Bacon, Galileo y Descartes) que la ciencia empieza a tocar el mundo de los mortales (quiero decir, hasta entonces el conocimiento teorético había siempre tenido prioridad, teología, ontología, astronomía, siempre habían sido disciplinas ligadas a la contemplación, nunca a la acción).
En realidad, la ciencia sigue siendo mitología. La aparente falta de devoción religiosa de los practicantes únicamente se explica gracias a la especialización creciente de los nichos teóricos: cuando uno intenta reunir las ‘teorías’ de la ciencia, inmediatamente se cubre todo de una especie de pátina divina que resulta innegable (ahí está el CERN).
Por tanto, eso que surge en Grecia, ese extraño evento de la filosofía no es, de ninguna manera, rompedor de la tradición –aunque ciertamente los poderes, celosos, la hayan visto de tal manera- sino la perfección de un discurso que dice ‘verdad’. De ello nos iremos ocupando poco a poco…
*Imagen de portada: Internet Archive Book Images.