
Foto: http://www.trbimg.com y http://madamepickwickartblog.com
Así se nombraban uno al otro Lillian Hellman y Dashiell Hammett, en medio de las broncas con las que se acompañaron durante años de borracheras con amnésicos amaneceres, para volver a encontrarse por la noche o al día siguiente o una semana después. Años hollywoodenses, años de juergas y demasiados dólares, de éxitos tumultuosos en medio de una farándula que se creía fraternalmente unida y se gozaba en bacanales multitudinarias. Él, promotor del policial negro, guionista de fama de sus propias novelas que lo llevaron a ganar fortunas, como El Halcón maltés o El hombre delgado, y rey de Hollywood. De ese Hollywood que vivía entre ríos de champagne y mujeres platinadas que se ofrecían en la mayoría de los casos al mejor postor. No por prostitutas sino por la ambición insoportable del celuloide y sus alcances. Mujeres mito, mujeres diosas, mujeres a lo Jean Harlow, y las que llegarían de Europa, Marlene Dietrich, Hedy Lamarr, Greta Garbo, Ingrid Bergman, y acaso alguna de México como Rita Hayworth o antes Dolores del Río. Y los hombres tan dioses como ellas, guionistas y directores, actores y productores, porque podían darse el lujo de seducirlas según la apuesta. Un mundo ficticio hecho de millones de dólares que desaparecían en estruendosas juergas. La vida era fácil y Lily y Dash se aprovecharon de ello. Hasta compraron una granja que según sus propias palabras fue lo mejor de sus vidas. Esa intimidad en perfecto acuerdo con la naturaleza, la soledad que ambos apreciaron tanto al cabo de los años lejos del batifondo que habían aprendido a desdeñar.
Sin embargo, había algo diverso y más íntimo que los hermanaba, si bien es cierto que llevaron sus vidas al límite en aquella época de esplendor en los años 30 y hasta el comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Él provenía de una familia de clase media, ella también pero con gran poder adquisitivo. Ambos no tuvieron problemas en su formación, lo que los diferenciaba grandemente de sus contemporáneos fue sin duda el modo en que templaron sus caracteres. Lillian iracunda, Dashiell huraño y contenido. Mientras ella podía sacudir los cimientos al paso de su ira, él guardaba silencio y se retrotraía. Mientras Lily ignoraba las conductas hipócritas propias de su medio, Dash sostenía frente a sí mismo y frente a todos, una ética inquebrantable. Precisamente lo que me interesa rescatar aquí no es el amor que se tuvieron, que sin duda fue grande e íntegro, sino el modo en que uno y otro ejercieron hasta el límite eso que Lillian calificó de una manera dura y tajante: Decencia.
Navegaban pues en el alcohol, los dólares, el éxito, Lily se había convertido a partir de 1934 y según ella misma por el impulso y el apoyo de Hammett, en una gran dramaturga y sus obras de teatro como sus guiones comenzaron a obtener el mismo brillo que los de Dash, hasta que un buen día irrumpió la amenaza del antiamericanismo. La segunda guerra mundial había marcado a los americanos. Se imaginaron héroes a la manera de sus favoritos como Clark Kent y no lo lograron del todo. Los rusos habían llegado primero a Berlín y las bombas nucleares que arrojaron sobre Hiroshima y Nagasaki no los habían pintado mejor. El pueblo necesitaba un enemigo al que pudiera vencer a ojos vista. Fue sencillo pasar del rencor hacia Rusia al odio por su régimen comunista y luego a la persecución de comunistas en su propio país. Había que ser ejemplar y las mañas del Imperio las conocemos muy bien en América Latina, los americanos son especialistas en medios de comunicación y publicidad.
¿Dónde, en qué parte, la ejemplaridad del castigo a los apátridas tendría la dimensión de las bombas que hubieron de arrojar? En Hollywood. Perseguir comunistas en Hollywood era harto resonante y multiplicador. Había que soslayar que la mayoría era judía como los Goldwin, los Mayer, y se corría el riesgo de parecerse a los nazis que terminaban de combatir. Pero se ejercitó una astucia tan grande y compleja que los judíos de los campos de concentración se metamorfosearon ahora con el mismo terror y la misma necesidad de renegar de sus lazos, esta vez no sanguíneos sino ideológicos.
Y se lanzó la cacería a través, en primer lugar, de las disposiciones del presidente Truman a partir de 1948, y más tarde con el auspicio del senador McCarthy y la definitiva legitimación del Comité de Actividades Antiestadounidenses dependiente de la Cámara de representantes del cual fue su alma mater. Caza de brujas con sus listas negras y sus denuncias amén de la presión para que todo el mundo confesara las propias culpas y las ajenas. Las brujas de Salem, la obra de teatro de Arthur Miller quien fuera además esposo de Marilyn Monroe, escrita en 1952, es una metáfora de lo sucedido por los mismos años en un Hollywood aterrorizado por la persecución en que habían caído sus habitantes.
Dash era comunista, Lillian nunca supo si afiliado o no pero lo era en acto y palabra. Por su parte ella se decía liberal pero no militaba políticamente. Sus ideas libertarias comulgaban con las de su compañero. Sin embargo, a la hora de ser llamados para declarar ante el famoso Comité, la conducta de uno y otro fue ejemplar, sellando para siempre una ética pocas veces observada en un medio que tiene más de show que de verdad.
Dash había vivido la Primera Guerra Mundial tan cruelmente que enfermó de tuberculosis; esa enfermedad lo llevó a la bebida y dos décadas después con un cuerpo estropeado se alistó de nuevo al estallar la Segunda Guerra Mundial. Su obstinación no tenía límites y según Lillian nunca nada le pareció terrible en su vida, más bien insistía en recordar la fraternal disposición solidaria y cómplice existente entre sus semejantes y las joyas de la naturaleza como los ocasos y los amaneceres. Y hasta el final de sus días insistió en rechazar con violencia la autocompasión. Asociado siempre a las comisiones o grupos en defensa de los derechos civiles, cuando algunos de sus compañeros fueron arrestados por actividades comunistas no tuvo miedo en juntar fondos para ayudarlos. De modo que estaba previsto que en 1952 el Comité lo interrogara y lo llevara a prisión durante seis meses.
Lillian sería la que llevara la decencia hasta las últimas consecuencias. Con el ejemplo y la palabra animosa de Dash también ella fue llamada a declarar. Se le adjudicaba una fuerte amistad con Charlie Chaplin que ya había salido del país por las mismas razones, lo cual no era cierto; además de actividades, encuentros y amistades que siendo viles calumnias, Lillian no podía renegar de ellas por pura dignidad.
En mayo se realizó la cita a la que fue entre vómitos por el asco y el miedo que le provocaba todo el asunto. Antes escribiría una carta justificando la razón por la cual se negaba sistemáticamente a dar nombres fueren los que fueren y vinieren de donde vinieren. A pesar del terror de saberse condenada a la cárcel como su compañero Dash, se negó a dar un solo nombre aun cuando en algunos casos responder la hubiera favorecido.
Sin embargo ella misma dice que no fue su brillante participación lo que la salvó sino una voz que se oyó retumbar en la sala plagada de periodistas quienes ocupaban la mayor cantidad de las sillas, el día que la juzgaron. Lo que se oyó cambió de alguna manera no sólo el destino de Lillian, también lo que sobrevino, porque la gente comenzó a tener menos miedo. Lo que dijo la voz fue algo así como ¡Gracias a Dios que por fin alguien ha tenido agallas para hacerlo!
En un Hollywood donde la histeria de ser acusado y encarcelado por actividades antiamericanas había llevado a directores, actores, productores y el resto de los creativos de la meca del cine al punto de formar largas colas frente al Comité para denunciar a propios y extraños en el afán de no perder contratos, dinero y prestigio, las voces de Lily y Dash le devolvieron cierta humanidad. Sin embargo, el horror de las calumnias para salvar la propia persona resultó imposible de olvidar. Hombres de la talla del director Elía Kazan, el dramaturgo Clifton Odets, los actores Robert Taylor, José Ferrer, Lee G. Cobs, se despojaron de todo escrúpulo para salvar sus fortunas, sus contratos, sus regalías.
Por oposición Lillian y Dashiell tuvieron que vender su granja y por bastante tiempo iban a verse obligados a adecuarse a la pobreza, por momentos acuciante. Lily se puso a trabajar como dependienta en un almacén de ramos generales. Dash perdió para siempre todos los derechos materiales sobre sus obras.
Pasaron los años, McCarty cayó en desgracia a causa de su alcoholismo y su necedad política, se aproximaban los tiempos del fin de la Guerra Fría, se olvidaron los estigmas de carácter ideológico, resucitó el Hollywood de los liberales y las buenas conciencias. Pero Lillian ya no creyó más en la solidaridad y el liberalismo. Por su parte, Dash no había creído nunca. Su escepticismo para con el mundo guardaba la misma dimensión que su exigencia para consigo mismo.
Hammett se va en 1961 y Lillian casi quince años después, tiempo en que escribe su autobiografía y su lúcido Tiempo de canallas que tengo en mis manos en la primera edición al español de FCE de 1980 y que ella había publicado originalmente en 1976.
Para finalizar, Lily admite que muchos anticomunistas eran hombres honrados pero ninguno de ellos ha reconocido su error, y concluye: “También ellos saben que nuestra memoria es corta y que lo olvidamos todo prontamente”.
En 1998 Elía Kazan recibió un Oscar póstumo a causa de su filmografía. Lo recuerdo muy bien porque vi la transmisión en vivo de la ceremonia de entrega donde un número considerable de artistas permaneció sentado y no le rindió homenaje. Recuerdo en particular a Ed Harris que echó la cabeza hacia atrás y cruzó los brazos, me parece, en evidente gesto de rechazo. Salté de alegría por la admiración que siento por él como artista y porque de alguna manera sentí una reivindicación por Lily y Dash y una gesta heroica que todavía espera su guion.
Al menos Lillian Hellman en algo se había equivocado. La memoria persiste aun a contrapelo y de contrabando entre unas pocas gentes que seguimos dando vuelta obstinadamente como en Fahrenheit 54 de Bradbury repitiendo las historias que no se deben olvidar.
*Imagen de portada: vickielester.files.wordpress.com