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Tales de Mileto o la risa de la muchacha tracia

octubre 20, 2017Deja un comentarioArtículosBy Alejandro Vázquez Ortiz

Foto: Internet Archive Book Images

Según cuenta Platón en su diálogo el Teeteto, Tales de Mileto —al que se tiene por iniciador de un tipo particular de discursos— caminaba tranquilamente observando con ojo avizor la grandeza de los astros cuando cayó a un pozo. Semejante escena la contempló una esclava tracia, que entre sus faenas se tomó la molestia de lanzar algunas carcajadas y burlarse del sabio que quería conocer las cosas del cielo sin llegar a conocer las que estaban junto a sus pies. 

 

Esta anécdota, de sobra conocida, nos sirve a la perfección para hablar de Tales. Aunque, claro está que hablar de Tales es poco más que hablar del símbolo que representa la propia caída de occidente al pozo de la filosofía.  

 

Lo cierto es que, dado que de los presocráticos apenas nos sobreviven los jirones de citas, testimonios y anécdotas biográficas que se nos van transmitiendo por la doxografía clásica y helenística —y en su mayor parte se debe a las labores hermenéuticas de Aristóteles y los peripatéticos—, se conoce casi nada del pensamiento de Tales de Mileto. Algunos de los más liberales filólogos dan por textuales, aquella frase que nos dice Aristóteles en su De Anima: «Y algunos dicen que el alma está mezclada en el todo, de ahí también quizá que Tales haya pensado que todo está lleno de dioses» (curiosa afirmación, por cierto, para el supuesto iniciador de la ciencia en occidente). 

 

Con excepción de un par de noticias que recoge el estagirita y que se le pueden dar visos de realidad, el resto de las anécdotas —así como la atribución de una Astronomía Náutica que hubiese llegado a tiempos de Diógenes Laercio y que el mismo admite que es más probable que sea de Foco de Samos— son más bien asociaciones históricas tardías.  

 

Así que, dado que se sabe apenas nada del buen Tales, nos valdremos de su figura apenas para mirar con lupa esa caída al pozo. Y aunque bien es cierto que hay ciertas nociones que se han transmitido popularmente en las clases de bachillerato que dicen algo así: «Que dice el profe que dijo Tales uno que vivió allá por 550 a. C. que todo venía del agua.»  

 

Es bastante plausible que algo semejante pudo haber dicho el buen Tales. Sin embargo, cabe la duda. Ante todo, debido a que la fuente común de donde bebe toda la tradición respecto del milesio —que no sean algunas anécdotas que después contaremos—, pasan por la mano de Aristóteles y sus condiscípulos.  

 

Con esta serie de articulitos que mandamos, no pensamos en repetir los catálogos que cualquiera pueda encontrar por ahí en los manuales al uso sobre los presocráticos. No valdría la pena el esfuerzo si en todas partes podríamos encontrar esas nociones básicas, repetidas hasta la saciedad como si realmente comprendiéramos qué quería decir aquello y si bien en algunos filósofos, con más esfuerzo que otra cosa, podemos llegar a comprender algo de lo que quizá querían decir, lo cierto es que con Tales es casi imposible. 

 

Es posible que el milesio ni siquiera hiciera uso de eso tan excesivamente moderno como era el uso de la escritura para dejar sus pensamientos. Y aunque se le atribuyen nociones como «todo viene del agua» mejor sería declararnos incompetentes. 

 

(Podemos aquí hacer un inciso que nos valdrá para el resto de lo que nos queda por contar, aquí y en los artículos sucesivos: Como ya hemos dicho, la mayoría de los fragmentos y testimonios que tenemos de los presocráticos descienden directamente de las obras de Aristóteles o bien de Teofrasto y su famosa Opiniones de los físicos —perdida— pero de la que Simplicio —en el s. III d. C.— hiciera un resumen, que es lo que ha llegado hasta nosotros. Esto es, trabajamos sobre un resumen de una Historia de la Filosofía a la manera de los peripatéticos, que tenían encima un montón de prejuicios a la hora de abordar a los que filosofaron antes que ellos —los trabajos de Harold Cherniss han prevenido a todos de no ser tan ingenuos a la hora de leer las opiniones de Aristóteles— ya que se empeñaron en dar a cada uno de los presocráticos un principio generatriz —el arché— y que ese principio generatriz fuese material. Y así está el clásico: Tales = Agua; Anaxímenes = Aire; Heráclito = Fuego; etc.; y aunque puede que parte haya sido más o menos con visos de ser cierta deberíamos dudar de que Tales propiamente entendiera como material al sustrato primigenio. Si bien, Tales dice que todo viene del agua, no podemos realmente entender qué era lo que Tales quería estar diciendo con agua. Porque, naturalmente, lo que entiende un griego de las costas de Asia menor del s. V a. C. por agua, seguramente distará bastante del anodino H2O del que entendemos ahora, o un sustrato material preformador de todas las cosas como lo entendería Aristóteles). 

 

Por tanto, nos queda la figura de Tales para hablar de otra cosa: hablar ya de lleno de esa extraña clase de figura que surgió de súbito y que irrumpió sin duda con fuerza en todo el mundo helénico: el filósofo. 

 

Que la fama de Tales era bastante grande nos quedan testimonios en las obras más importantes de la literatura clásica: Aristófanes y Platón lo incluyen en sus anécdotas. Aristóteles también narra algunas peripecias del sabio de Mileto: 

 

Algunas sumamente pintorescas (Política, I, 11): como por ejemplo el cuento que dice que Tales, deseoso de demostrarle a uno que aseguraba que la filosofía no servía para nada, decidió, un buen día, que iba a utilizar su conocimiento para hacer dinero, nada más para callar las bocas que se burlaban de la vida teorética. Y viendo según el clima y las observaciones astronómicas que la cosecha de olivas iba a ser buena, se encargó de pedir en arrendamiento todas las tinajas de aceite de Mileto y de Quíos, por muy poco dinero ya que nadie las ocupaba, y cuando rompió la cosecha, se dedicó a volverlas a arrendar a sobreprecio. (Vamos, queda la duda si eso es sabiduría o especulación, pero bueno, no nos pongamos quisquillosos) 

 

Pero lo importante es, sin duda: ¿qué hacía Tales alguien tan famoso como para que apareciera personificado en las comedias de Aristófanes? 

 

«METÓN: Quiero medir geométricamente el aire y dividirlo en parcelas para vosotros… Una vez aplico aquí la regla curvada, coloco el compás; ¿entiendes? 

PISTÉTERO: No entiendo. 

METÓN: Mido por medio de la regla recta, de modo que el círculo se convierte en cuadrado… 

PISTÉTERO: ¡Este hombre es un verdadero Tales!» 

 

Este fragmento de las Aves, sin duda arrancaría las carcajadas del populacho de ciudadanos atenienses. Famosas serían ya todas las anécdotas que nos mantiene la tradición sobre los experimentos y teoremas geométricos de Tales, sobre todo recogido en el comentario de Proclo (un filósofo neoplatónico ya del s. V de nuestra era) a los Elementos de Euclides y que, probablemente bebía de la legendaria y perdida Historia de las Matemáticas de Eudoxo —otro de los encargos de Aristóteles a sus más aplicados discípulos.  

 

Quizá lo más importante sería entender a los filósofos en el marco. Es decir, cuando salió Tales de Mileto de repente con esa cosa bajo la toga llamada ciencia no había ninguna universidad que le pagara un doctorado, lo separara y lo instalara en su cátedra desde donde discursearía para un montón de oyentes. Luego, ¿cómo se inserta esta figura del filósofo en la Grecia antigua? ¿Cómo va entre poetas, labradores, tiranos, marineros y sacerdotes a entrar la filosofía?  

 

Cada caso es distinto y habría que matizarlo: pero a grandes rasgos se podría decir que el filósofo surge como un ciudadano preponderante. Esto es: un ciudadano por encima de la media, por lo general tendría algún vínculo con la política. Sobre Tales se recogen muchas anécdotas al respecto de consejos políticos y militares a los habitantes de Jonia, y es por ello conservado como uno de los Siete Sabios y una figura venerable. 

 

Todavía Meliso de Samos —ya un siglo después de Tales— es famoso por su papel como navarca de la más heroica rebelión contra la Liga de Delos cuya cabeza era la Atenas de Pericles y que mantenía la hegemonía sobre el Egeo.  

 

El sabio de Mileto pudo hacer un viaje a Egipto de donde se cuenta aprendió la geometría —un arte usado desde hace tiempo entre los egipcios debido a que las crecidas del Nilo solían borrar a menudo las líneas de separación de las tierras— lo que ya nos hablaría de una cierta solvencia. Faltaría todavía mucho para esa noción que la Atenas clásica alentaría con su liberalidad pedagógica, la imagen del filósofo maestro. Cosa que no se empieza a ver claramente sino hasta Anaxágoras, casi dos siglos después de nuestro Tales. 

 

Por tanto, tenemos a esta figura grave, un ciudadano preponderante, que encima tiene la gracia de saber cómo hacer pasar un ejército de un lado a otro del río (DK 11 A 6) o su astucia en la embajada jónica con los lidios (DK 11 A 1). Pero lo que convierte a este milesio en el gran iniciador, en la gran fuente que se cita de la ciencia está en el texto aristotélico crucial: 

 

Metafísica, I 3, 983b: «La mayoría de los que filosofaron por primera vez consideraron que los únicos principios de todas las cosas son de especie material. Aquello a partir de lo cual existen todas las cosas, lo primero a partir de lo cual se generan y el término en que se corrompen, permaneciendo sustancia mientras cambian los accidentes, se dice que es el elemento y el principio de las cosas que existen; por esto consideran que nada se genera ni se corrompe, pues tal naturaleza se conserva siempre… […] No todos dicen lo mismo sobre el número y la especie de tal principio, sino que Tales, quien inició semejante filosofía, sostiene que es el agua (y por ello también manifestó que la tierra estaba sobre agua). Tal vez llegó a esta concepción tras observar que todas las cosas tienen un alimento húmedo y que el calor se produce y se mantiene en la humedad». 

 

Este texto es uno de los pasajes más importantes de toda la historia, no ya de la filosofía, sino de lo que en occidente llamamos ciencia. Y, sin embargo, encontramos en él la muestra perfecta de todos los errores que la crítica filológica achaca a Aristóteles. 

 

«Tales, quien inició semejante filosofía, sostiene que es el agua…» En este enunciado, quizá a los menos hechos a las lecturas de estos textos se le escape lo más interesante. En la traducción del profesor Tomás Calvo Martínez quizá la cosa se vea más evidente: «Tales, el introductor de este tipo de filosofía, dice que es el agua…» De pronto nos encontramos que, según la propia traducción —basada en los trabajos de Ross sobre las dos familias de códices EJ (Parisino Regio-Vindobonense) y Ab (Laurentiano) que nos sobreviven de la Metafísica— Tales es un introductor de semejante, de un tipo, de filosofía. Lo que inmediatamente nos hace pensar: ¿es que Aristóteles estaba pensando que había otro tipo de filosofía? ¿Hay varios tipos de quehacer científico a la par que el elaborado por Tales?  

 

Es una cuestión que se alargaría debatir, sólo apuntemos de manera grosera que la propia noción de presocrático es un concepto acuñado por Herman Diels —el editor de los famosos Die fragmente der Vorsokratier, abreviado DK— para denominar a lo que Aristóteles (y en cierta forma también Platón) dio en llamar: Los investigadores de la naturaleza. En efecto, de ahí nace el malentendido que intentaremos aclarar aquí… que todos los pensadores que filosofaron antes que Sócrates únicamente se dedicaron a especular sobre la naturaleza, la phýsis, y no sobre cuestiones éticas, metafísicas o teológicas. 

 

Sin embargo, pese a todo lo que hemos dicho, tenemos que admitir una cosa: que algo ocurrió cuando Tales cayó en ese pozo. Algo verdaderamente extraño ocurrió en el mundo cuando los hombres intentaron ver en las estrellas, no las figuras ni constelaciones de los Dioses, sino una región en donde lo inmóvil ocurre. El cielo se convirtió para la ciencia en la imagen donde lo mágico ocurría: Las cosas permanecían inmutables, mientras aquí en la tierra se generaban y destruían las cosas, los hombres y el tiempo; mientras que allá, dónde Tales embobado miraba mientras fue a caer al pozo, lo inmortal ocurría.  

 

No cabe duda que habría que rescatar la sabiduría de la risa de la esclava, rescatar la complicidad de la tierra que tiene para sacudirse de encima esa inmovilidad de las alturas y seguir celebrando lo que no se puede saber. Ahí está, en una anécdota la gran tragedia de la ciencia: por más que el científico quiera dominar el tiempo —el futuro— y predecir los movimientos, siempre habrá algo que se escape, algo que no esté en la región de su conocimiento… y por lo general suele ser lo más importante. 

 

*Imagen de portada: Internet Archive Book Images 

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Sobre el autor

Alejandro Vázquez Ortiz

Escritor y editor. Miembro del consejo editorial de An.alfa.beta y actualmente becario en el Centro de escritores de Nuevo León de CONARTE. Ha publicado "Artefactos" (2012). Recientemente obtuvo el Premio Nacional de Cuento Joven Comala 2015.

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