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Una ciudad para escribir

octubre 20, 2017Deja un comentarioAristarquíaBy Víctor Barrera Enderle

Foto: Internet Book Archive Images

La ciudad como tema artístico ha sido una de las grandes aspiraciones (y obsesiones) de la cultura moderna. Sea porque la misma urbe, tal como la experimentamos en la actualidad, es producto de esa mencionada modernidad; sea porque el artista contemporáneo ha encontrado en ella el espacio conflictivo (y adictivo) para su propia creación. Lo cierto es que habitar la ciudad produce las suficientes sensaciones (algunas racionales, otras emocionales, muchas de ellas contradictorias) para hacerla objeto de la escritura. Alfonso Rangel Guerra se ha dedicado pacientemente a estudiar, recopilar y escribir sobre diversos testimonios escritos acerca de Monterrey a lo largo de la historia. Una ciudad para vivir. Variaciones sobre un mismo tema es un hermoso mosaico de miradas y expresiones. Publicado por vez primera en 1991, el libro se había convertido pronto en una pieza deseada y buscada por los bibliófilos; esta nueva y bella edición, que da a la prensa la Universidad Autónoma de Nuevo León, nos da la posibilidad de conocer nuevamente este extraordinario esfuerzo. El empeño, sin embargo, venía de mucho tiempo atrás, tal como confiesa el recopilador en la nota a la primera edición: surgió en los albores de la década del sesenta, cuando leyó la crónica de Manuel Payno, “Monterrey, capital del Departamento de Nuevo León”, de 1838 (seguramente en la edición de la Colección del Estudiante Universitario de la UNAM). Curiosamente, y lo consigno aquí al vuelo, cuando, en mis días de estudiante de literatura, leí ese texto despertó un interés similar, que vino a satisfacer la lectura de Una ciudad para vivir…).

 

“Las ciudades —nos explica Rangel Guerra en el prólogo a esta nueva edición— se asemejan a los hombres: tienen edad y también como ellos, pueden tener carácter o carecer de él. Otros elementos marcan la semejanza, pues demás de haber ciudades jóvenes y viejas, alegres o adustas, hay pobres y ricas, generosas y egoístas.” Algunas ciudades tienen más historia que otras, pero todas poseen rasgos propios, sean inusuales o insignificantes. El interés por consignar las impresiones sobre Monterrey es, pues, de diversa índole. Sin duda, uno de sus propósitos es llenar o, mejor dicho, revertir la sensación de vacío o de escasez respecto a nuestro pasado cultural y literario. Pero no sólo eso. La lectura de este libro puede servir como contrapeso (o contralectura) a las historias nacionales (literarias y políticas): son impresiones registradas a lo largo del tiempo, que puntualizan, contrastan y ponen en duda las categorizaciones generalmente impuestas a las “ciudades de provincia” y que suelen reducirlas a la inmovilidad del folclore o al atavismo de las tradiciones. Y lo que se deja de lado es que cada región vive los procesos históricos bajo sus propias circunstancias. 

 

Los testimonios recopilados en este libro pertenecen a diversos géneros y responden a circunstancias disímiles. Los cruzan, sin embargo, el instante de la impresión: ¿qué encuentran en la ciudad al arribar por vez primera? ¿Con qué parámetros la comparan? Las referencias suelen ser o bien la Ciudad de México, o los Estados Unidos o España y las naciones europeas más “avanzadas”. Similitudes, disparidades, semejanzas, contrastes: cada texto encuentra el punto de apoyo para realizar su trabajo: mostrar la ciudad a los demás (sean a otros pares escritores, a autoridades políticas o militares; o a los lectores en general). 

 

En la época colonial los documentos se limitan a informes reales: estadísticas, inventarios para la “buena administración” de los territorios ultramarinos de la Corona. Es la escritura genealógica del capitán Alonso de León la que funda esta peculiar tradición recogida en el libro: “Fundó en su ribera, banda del norte, una ciudad que intituló Nuestra Señora de Monterrey; y por gobernar en aquella sazón la Nueva España D. Gaspar de Zúñiga y Acevedo, conde de Monterrey, Ojos de Santa Lucía y Valle de Extremadura; el año de quinientos y noventa y seis, en veinte de septiembre, la cual hizo cabeza del reino, metrópoli a las demás que en él se hicieron, como consta en su fundación.” 

 

En el siglo XIX, en textos como el ya mencionado de Payno, por ejemplo, la necesidad es otra: conocer la diversidad de ese nuevo país que se llama México, saber de su topografía, de sus recursos naturales y de su gente (“Una de las ciudades más pintoresca y acaso no conocida bastantemente, es la de Monterrey, capital del Departamento de Nuevo León, bien que todo este terreno puede sin exageración llamarse un jardín”); para finales de esa centuria, el tono cambia: la escritura se centra el meteórico desarrollo industrial de Monterrey. Así lo evoca, al llegar por primera vez a la ciudad, en 1897, Nemesio García Naranjo: “Llegamos a Monterrey a las cuatro y media de la tarde. Diez minutos antes comenzamos a sentir la animación y el ruido de la ciudad. Al pasar por la Cervecería Cuauhtémoc, Librado me mostró la construcción que más se me figuró una nueva Torre de Babel. Hasta entonces sólo había visto casas de dos pisos y, por consiguiente, aquel edificio de siete pisos, tenía que abrumarme con su belleza. En la lejanía se miraba el horizonte cortado con las líneas verticales de las chimeneas de las fábricas que arrojaban al cielo sus bocanadas de humo.” 

 

En los años cuarenta, cuando las estrategias de modernización de la era alemanista promueven el turismo por carretera, comienzan a llegar los escritores norteamericanos e ingleses (imposible no evocar aquí las impresiones de Jack Kerouac y las de Graham Greene). Monterrey se encontraba a medio camino entre los Estados Unidos y la ciudad de México, los visitantes iban en pos de la imagen que se habían creado de ese México exotizado. Monterrey solía decepcionarlos con su diferencia: “A través de esta meseta, se iba a Monterrey —narra Kerouack en su novela On the road—, gran centro industrial que enviaba sus humos al cielo azul, con enormes nubes del Golfo parecidas a vellones. Entrar a Monterrey era como entrar en Detroit. Se avanzaba entre los largos muros de las fábricas.” Y Graham Greene, en Caminos sin ley: “Llegar a Monterrey era como regresar instantáneamente a Texas, al otro lado de la frontera; una de las pesadillas en que uno no llega nunca a su destino; y mi tiempo era poco y mi destino Tabasco y Chiapas, muy lejos, al sur.” Para luego, comentar que tanto el hotel como los restaurantes eran “norteamericanos”, es decir, que no tenían nada de mexicanos (como si sólo hubiese una manera de serlo).  

 

Del crecimiento, pasamos a la autodestrucción. Testimonios descorazonados, como los del poeta Jorge Cantú de la Garza sobre el Monterrey destruido por la construcción de la Macroplaza a principio de los años ochenta: esas manzanas centrales que él había transitado y donde atesoraba los recuerdos de su propia formación literaria, fueron borrados de un plumazo en aras de la modernización: “Adiós al local de Matamoros entre Zuazua y Doctor Coss donde estudié el primer año de preparatoria y donde conocí a Manuel Morales, profesor de filosofía y prefecto de la escuela, quien una tarde me invitara a tomar un café a La Miniatura, al lado del cine Rex, hoy cine Olimpia, para que yo leyera ahí El retorno maléfico, de López Velarde que él me iba iluminando con sabiduría y pasión y ‘una íntima tristeza reaccionaria’. Adiós al regreso por esas mismas calles cuando yo, después de la revelación del poeta zacatecano, ya no era el mismo que una hora antes ni lo volvería a ser jamás.”  

 

Todos los que hemos crecido y nos hemos formado en Monterrey cargamos con nostalgia una ristra de lugares entrañables perdidos a causa de esta voracidad antropófaga. Ese Monterrey para el cual el pasado es una verdad incierta y sólo mira al futuro, que nunca acaba de llegar, dejándonos en el caos del presente. Monterrey (no importa la época) es siempre el caos del presente.  

 

La lectura de Una ciudad para vivir nos revela una tradición secreta, la otra historia de la ciudad: el relato de su condición inmaterial, podríamos decir; ese frágil estado del alma que igual ha forjado, a lo largo de las centurias, su propio perfil, un perfil mucho más humano (y por lo mismo más contradictorio y sensible). Hoy que experimentamos, de nueva cuenta, el vertiginoso y desordenado crecimiento material de la urbe, es preciso tomar una pausa y mirar detenidamente el entorno: llenar de nuevo nuestros recuerdos, porque este presente también será absorbido y borrado. Tomemos al pie de la letra la lección del título y hagamos de esta megalópolis una ciudad para vivir. 

 

*Imagen de portada: SMU Central University Libraries  

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Sobre el autor

Víctor Barrera Enderle

Ensayista y crítico literario. En 2005 obtuvo el Certamen Nacional de Ensayo "Alfonso Reyes", y en 2013, el Premio de Ensayo "Ezequiel Martínez Estrada". Su último libro es "Nadie me dijo que habría días como éstos".

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