«Anaximandro… dijo que el principio y elemento de todas las cosas es lo sin fin… Ahora bien, a partir de donde hay generación para las cosas, hacia allí se produce también la destrucción, según la necesidad; en efecto, pagan la culpa unas a otras y la reparación de la injusticia, según el mandato del tiempo».
Con estas palabras que Simplicio nos transmite (DK 12B1) arranca la historia textual de la filosofía. Este es el primer fragmento que se tiene al que todos están de acuerdo en llamar filosofía. Naturalmente, las impugnaciones y el trabajo de los filólogos no acaba, al contrario, se multiplica. Treinta y tres vocablos griegos del que se discute prácticamente la mitad de ellos como añadidos del neoplatónico de quien recogemos la noticia.
Y ustedes dirán: ¿15 palabras dan para tanto?
Lo dan. Lo primero es reconocer aquí la mano de Aristóteles y sus discípulos para ver de qué manera se ha malinterpretado el pensamiento de Anaximandro, en quien podríamos ver, no sólo el primer texto filosófico, sino el primer texto metafísico.
Aristóteles y los peripatéticos —y la gran tradición de hermenéutica clásica que bebió de ellos hasta principios del siglo XX—, como ya hemos dicho, se ha empeñado en decir que toda filosofía antes de Sócrates era una especulación sobre la formación de la naturaleza. Es decir, sobre el universo físico. De ahí que se haya hecho de lo sin fin (el vocablo griego es ápeiron: formado de la a privativa y péras: límite, término, fin) se haya interpretado como una especie de materia prima sin forma ni límite del que se alimenta el cosmos produciendo la naturaleza.
Esta interpretación es debida a la mano de Aristóteles y aunque nos pueda parecer plausible en un primer momento, vemos que las ganas de introducir a Anaximandro con calzador en las nociones aristotélicas de principio material o arché (al estilo aristotélico) son tan escandalosamente forzadas que llega a decir en la Física, I 6, 189b:
«lo mismo que dicen los que afirman que el todo es una sola naturaleza ya sea el agua, el fuego o un intermedio de estos».
Y aunque no se refiere textualmente a Anaximandro, Simplicio en su comentario de la Física (458) nos lo confirma:
«Algunos, suponiendo que hay un elemento único, dijeron que éste es infinito en tamaño: así el agua para Tales, el aire para Anaxímenes y Diógenes, lo intermedio para Anaximandro».
Esto significa que en la necesidad de cuadrar a Anaximandro en el resto de los físicos: dice de lo sin fin que es algo intermedio entre dos elementos. Algo que se sitúa en medio del resto. De esta interpretación se ha basado el resto de la doxografía para ver en el áperion del milesio una especie de masa informe de materia física desde la cual se van expulsando (según el mandato del tiempo) todos los cuerpos del cosmos.
Pero, ¿cómo se puede pensar que un concepto que debía resultar tan absolutamente novedoso como tó ápeiron pueda referirse a nada material? Y digo novedoso no porque ápeiron no haya sido utilizado antes en la literatura griega: hay numerosos ejemplos en la Ilíada (XXIV 545, XXIV, 776), Odisea (XV, 79) y Teogonía (187). Pero en todas ellas ápeiron funciona como adjetivo: La tierra inmensa, el pueblo ilimitado, el vasto Helesponto, funciona para describir al nombre. Y sin embargo, en Anaximandro es el nombre, como se puede comprobar por su artículo indeterminado tó: lo sin fin ya no es un adjetivo, sino un sustantivo, un concepto.
A pesar de ello, no existe nada que nos indique que ese concepto sería material. De hecho, tampoco podemos pensar que resultaría un concepto abstracto. Cabría recordar que no existía para el griego del siglo V a. C. la oposición más tardía entre mente y materia; entre inmaterialidad y concreción. Algo que empezó a fraguarse con Meliso de Samos y acabó ya cuajando entre los pitagóricos y platónicos.
Si no hay noción de materia, tampoco hay noción de conceptos abstractos. Para el griego, pensar, hacer, hablar y ser estaban indisolublemente ligados. No había oposiciones ni divorcios entre el discurso de nuestra boca y lo que había fuera en el cosmos. Por tanto, pensar siquiera que lo sin fin era un caldo primigenio e indiferenciado de donde surgía el mundo, es una interpretación anacrónica.
Lo que tenemos ante nosotros en el ápeiron es el primer concepto metafísico: el Infinito. Infinito entendido no ya como adjetivo, sino como sustantivo.
Dejemos un poco aparcada esa especulación metafísica y volvamos sobre una cosa particularmente interesante. Porque, aunque a Anaximandro se le puede llamar el primer metafísico, no significó nunca que se entregara a la vida contemplativa y al estudio ajeno a lo que nosotros denominaríamos ciencias experimentales. Al contrario:
Se le atribuyen descubrimientos como el gnomon —aunque tal atribución es discutida por los estudiosos que lo ven más bien como el ‘introductor’ de dicho instrumento en Grecia— que son relojes de soles que indicaban los equinoccios y solsticios respectivos del año. Además de que, interesado en geografía, compuso un mapa del mundo. Continúa todas las especulaciones naturales que ya Tales había iniciado: sobre el tamaño y forma de la Tierra, las características de los astros o la manera en que se forman las tormentas y los vientos. Contemporáneamente se le cita a menudo debido a que en Aecio y las Misceláneas del Pseudo Plutarco nos habla de que postuló una teoría con ciertos parecidos a la Teoría de Evolución a partir de la Selección Natural de Darwin, sobre el origen del hombre.
También los testimonios de Temisto y el Suda nos hablan de que ya pone por escrito sus palabras. El título que se le atribuye al manuscrito es posiblemente de la época alejandrina, eso explicaría que prácticamente todos los libros —salvo acaso el testimonio sobre Meliso de Samos— escritos antes de Sócrates tuvieran el título de Sobre la naturaleza (Perí Phýseos), tal y como los clasificaría un bibliotecario.
Quizá lo más llamativo para cualquier moderno que, como nosotros, nos empeñamos en clasificar las ciencias y los saberes, entre geometría, artes, literatura, química, metafísica, etcétera, encontremos particularmente curioso y difícil de comprender que podía tener que ver una faceta de Anaximandro que regla en mano medía las posiciones del sol y acto seguido se ponía especular sobre la generación del mundo a partir de lo sin fin.
Puede llamarnos la atención, pero eso no es ningún problema: Anaximandro trabaja a partir de un solo ímpetu: y metafísica y ciencia experimental son sólo tardías divisiones de una misma intención, de una misma voluntad de medir.
Y sin embargo el fragmento está ahí y persistentemente nos llama. Lo más interesante de este texto es el fondo político que recubre por detrás al texto: En efecto, si por un lado el apeirón es el punto de partida, si queremos entender el principio tenemos que trabajar a partir del proceso que describe a continuación.
Para Aristóteles y los peripatéticos, todos los filósofos presocráticos habían nombrado un arché como principio del cosmos. En Anaximandro la cuestión toma dimensiones de filológomaquia, dado que el texto entero de Simplicio (DK 12A9) admite dos traducciones debido a una ambigüedad gramatical: O bien significa: «El principio de todas las cosas es lo sin fin, y fue el primero que introdujo este nombre de ‘principio’ (arché)», o bien «El principio de todas las cosas es lo sin fin, y fue el primero que lo introdujo [a lo sin fin] como principio».
Tiene su relativa importancia si pensamos en que arché es una palabra clave en el sistema aristotélico. Si es verdad que Anaximandro utilizara esa palabra, estaría, de alguna manera, apuntando puntos a favor de las interpretaciones peripatéticas.
Kirk, Raven y Schofield ponen en serias dudas la historicidad del testimonio —por más que se refrende en Hipólito, ya que lo más probable es que éste último lo haya tomado del propio Teofrasto—, dado que, sabiendo que cronológicamente Tales de Mileto es anterior a Anaximandro, Simplicio no se corta en decir: que Tales dijo que el principio de todas las cosas…
Y aunque Anaximandro realmente hubiese utilizado nominalmente la palabra principio, no la utiliza en el sentido en que Aristóteles la entendía: es decir, como un sustrato material, a partir del cual se generaba el resto del universo. Sino que sería un principio tanto temporal como jerárquico. Es decir, de donde viene todo.
Recordemos la segunda parte del fragmento:
«Ahora bien, a partir de donde hay generación para las cosas, hacia allí se produce también la destrucción, según la necesidad; en efecto, pagan la culpa unas a otras y la reparación de la injusticia, según el mandato del tiempo».
Sin pasar a repasar con detalle qué palabras son aceptadas por cuáles filólogos nos interesa su sentido.
Lo sin fin viene a aparecer regido por la necesidad. Esto ya es sensiblemente moderno. La noción de ananké (necesidad) ya aparece totalmente despersonalizada, ya no es la madre de las Moiras, sino el desarrollo de una cierta forma de generación: es decir, el propio concepto de Naturaleza… de phýsis.
(Phýsis es una palabra abstracta relativamente moderna para los griegos de aquella época que se deriva del verbo phýo, que significa crecer, salir, brotar con un referente hacia el desarrollo).
Sin embargo, lo que más llama la atención del texto está justamente en la última parte, sobre la cual Werner Jeager en su día arrojó luz con otros fragmentos de Solón, para realmente comprender toda la significación de las palabras de Anaximandro.
De los jironcillos de unos yambos de Solón, Jaeger saca: «Con el tiempo a todas partes llegará la reparación.» O bien, «En el tribunal del tiempo testimoniará estas cosas la gran madre de las deidades olímpicas, la mejor, la negra Tierra.» (Que figuran en los fragmentos 3 y 24, respectivamente de la Anthologia Lyrica Graeca de Diehl)
Es decir, el ordenamiento del tiempo no puede ser un mero ordenamiento cronológico de sucesión. Sino que halla en sí mismo la propia noción de justicia al imponer la pena que pagan las cosas (las unas con las otras) para la reparación de la culpa.
Esto conlleva esa sensación tan griega de cosmos, la manera en que las cosas tienen que ser. De ahí que una cierta noción de justicia vaya siempre aparejada a la propia física: cuando la naturaleza se desarrolla y trae los límites (los fines) desde lo sin fin, generando y destruyendo a los seres, se va cumpliendo un mandato justiciero: una noción puramente político-estética de la naturaleza que seguiría, más o menos viva y latente, hasta llegar a Platón.
Sin embargo, no podemos, si queremos que esto no se quede en la pura historia de la filosofía, dedicarnos a conocer los quehaceres del pobre Anaximandro al medir la naturaleza — recordemos que medir es esencialmente imponer límites justamente a la cosa, es decir, eliminar lo sin fin que pueda quedar en ellas— y ya sea haciendo un mapa del mundo o viendo como la justicia imponía y disponía de las cosas — los inviernos y veranos, los jóvenes y viejos, las cosechas y las flores, los amores y los odios, que surgen y mueren con una cierta cadencia, con una cierta armonía— . Al contrario, hay que observar al propio filósofo en su labor y verlo como un objeto más de la naturaleza:
¿Qué hacía Anaximandro sino ir fraguando los límites del mundo? Ir haciendo ese ejercicio político —es decir, un puro ejercicio de poder— al ir trazando, a la par que las márgenes de los mapas, las Verdades de las cosas: su ser.
Algo que al pueblo llano se le tendría que antojar una soberana tontería, algo tan inexplicable como inútil, tal y como se puede ver en aquel pasaje de Las Nubes de Aristófanes:
Estrepsíades: ¿Qué es esto de aquí?
Discípulo: La Geometría.
Estrepsíades: ¿Y para qué sirve?
Discípulo: Para medir la tierra.
Estrepsíades: ¿Cuál? ¿La que se distribuye a los clerucos?
Discípulo: No, la tierra entera.
Estrepsíades: Eso es estupendo, qué ingenio más provechoso y democrático.
Discípulo: Y aquí tienes un mapa de toda la tierra. ¿Ves? Aquí está Atenas.
Estrepsíades: Pero, ¿qué dices? No te creo. No veo a los jueces en sus asientos.
Habríamos de agregar acaso que los lapsos de tiempo —por más que los instrumentos vayan, al parecer, mejorando y del gnomon saltamos al satélite orbital, pero más o menos para hacer lo mismo (medir la Tierra)— en que las cosas resultan reales (medibles) resulta tan breve, apenas un suspiro de Realidad —aunque ello valga para que los hombres se sientan los enseñoreados del Orden— por un olvido sin siquiera duraciones en el tiempo… por un mundo que está ahí sin fin (y por tanto imposible de medir).
*Imagen de portada e interior: Internet Archive Book Images