He logrado verme con Sylvia en un café, a pesar de que le han cerrado temporalmente su cuenta de Facebook, nuestro principal medio de comunicación hasta ahora. ¿La razón del bloqueo? Un post incómodo que alguien seguramente reportó. Ella está acostumbrada a que sus palabras y presencia le provoquen molestias a mucha gente, incluyendo a quienes se relacionan con el activismo y la diversidad. Su estilo genera admiración, pero también le ha traído críticas que la juzgan por protagonismo o intransigencia. Sylvia parece sortear todos sus efectos con una mirada feroz. Su liderazgo es indiscutible.
Y es que nadie es indiferente a la desnudez: Las verdades que pone sobre la mesa están desnudas.
Mi historia no es distinta
A los 21 años fue violada por un grupo de policías municipales con absoluta impunidad. La detuvieron arbitrariamente mientras paseaba con cuatro amigos gays por las calles de Monterrey, a plena luz del día, situación por demás habitual en aquel tiempo cuando las extorsiones, el acoso y el abuso de poder eran parte de la experiencia cotidiana de quienes encarnaban la diferencia. Se la llevaron sólo a ella por haber contestado una pregunta que era una trampa sin salida. “Nos revisaron. Cuando me vieron, uno de los policías me preguntó: ¿Tú eres hombre o mujer? Me quedé callada del miedo. Si contestaba que era mujer me iba a ir peor, así que dije que era hombre, y entonces me subieron a la patrulla”. Sus amigos se quedaron inmovilizados, sin saber cómo reaccionar.
Ella recuerda esa experiencia atroz como un parteaguas en la construcción de sí misma y de su toma de conciencia. Fue un despertar brutal. Lo primero que notó fue la profundidad del abismo que la separaba de esos hombres que la vieron subir a un vehículo oficial en contra de su voluntad. Cuando se comunicó con ellos y les narró su experiencia, Sylvia se golpeó con un muro incomprensible: “Me llamaron suertuda. Qué envidia, qué rico, cuéntanos detalles. Para ellos se trataba de la realización de una fantasía. Nunca me había quedado tan claro que no pienso como un hombre”. El pozo de significados que cubre ese episodio de su vida es hondo: Sylvia creció en el seno de una familia sumamente conservadora, como la hija incómoda de un macho militar, ex jefe de la Policía.
En esta parte de la conversación, ella es enfática al decirme que su historia no es única ni especial, que no se trata de una triste excepción. Ser mujer es estar expuesta a las violencias de género desde la infancia. Y las mujeres trans, particularmente, son violentadas en una espiral interminable que comienza en casa. Sylvia recuerda una costumbre arraigada en su familia, originaria de Durango, que marcó sus primeras preguntas en torno al género: “A la hora de la comida, los hombres comen primero. Las mujeres sirven y atienden a los señores. Luego se hace lo mismo con los niños. Al último, comían las mujeres: las tías, las hermanas mayores, mi madre”.
Este ambiente tradicional no fue amable con Sylvia, que habitó el mundo de su infancia como un niño diferente ante los ojos de los demás. Llega a nuestra mesa otro recuerdo: “Yo no sabía que era diferente, no tenía conciencia de ello hasta que un adulto lo dijo a mis espaldas. Recuerdo muy bien la primera vez que lo escuché de un vecino que no dejó que su hijo saliera a jugar conmigo. Le dijo algo como No quiero que te juntes con ese jotito”. En casa, la tradición estaba sazonada con mucha religión. En su numerosa familia hay Testigos de Jehová, católicos y cristianos de otras denominaciones. Crecer entre la hostilidad y la condescendencia con justificaciones bíblicas y vestir las miradas de pecado y de vergüenza que sus más próximos pusieron sobre ella, la arrojaron a una salida contundente: Sylvia es atea… y un tanto desconfiada.
Actualmente vive con su esposo Gabriel, y con su madre, que padece Alzheimer. De una familia numerosa, con nueve hermanos, Sylvia es la cuidadora oficial de su madre de ochenta años. Este puesto de tiempo completo parece ser recurrente en la población LGBT, como ya me había señalado antes Mariaurora Motra. Le toco el tema y Sylvia dice algo más: “Para la gente hetero-cis somos quienes no tenemos obligaciones, quienes vamos a quedarnos solas y a quienes, por lo tanto, nos corresponde esa tarea. Es la otra parte de la historia de los muxes de la que pocos hablan, por ejemplo. Parece que cargar con todo el peso del cuidado de nuestros padres es el precio que hay que pagar por la culpa o por nuestra rebeldía. Para mi familia parece que, además, es la cuota por vivir en esa casa. Faltando mi madre, te aseguro que me dejan en la calle”.
Combatiendo la homonorma: Ellxs y NosoTrans
El feminismo llegó a su librero mucho después que a su carne. Como es habitual, la celebridad de la producción de Simone de Beauvoir y la disponibilidad de la obra de Marta Lamas en nuestro país orientaron sus primeras lecturas (“a través de dos mujeres blancas y privilegiadas”). Actualmente, sigue de cerca el trabajo de Julia Serano, activista y escritora transfeminista norteamericana, que complementa con sus estudios en psicología, los cuales ha puesto en pausa. “Hablar de feminismo hoy genera muchas reacciones negativas. Ser transfeminista es encontrar todavía más resistencia, porque te enfrentas a dos monstruos: la heteronorma y la homonorma”.
Cuando le pido que me hable de la homonorma, Sylvia me remite al concepto de heteronormatividad, de uso frecuente en estudios de género y análisis feministas. Pues bien, la homonorma no sólo es el copy and paste de esta normatividad que busca hacer de la homosexualidad algo políticamente correcto y socialmente aceptable, sino que pretende ser la que regule a las distintas letras que conforman la diversidad sexogenérica. En esto último, la postura de Sylvia es tajante: “No puedo permitir que ningún hombre gay cisgénero menoscabe mis derechos. El activismo LGBT parece estar dominado por los hombres gays y sus intereses, y hay muy pocas voces femeninas, sean lesbianas o trans. Muchas veces vemos a los hombres hablando por nosotras cuando realmente no representan nuestros intereses. Esto es muy notorio en el discurso: Nosotros los gays, el movimiento gay, el matrimonio gay. Somos una población diversa que parece estar monopolizada por una imagen, que además es la de un tipo particular de hombre gay”. Aquí su discurso me toca. En mi entrega de junio escribí una crónica casi totalmente acrítica sobre mi experiencia en las pasadas marchas de la diversidad en Monterrey y la Ciudad de México. Meses después, releyendo, me doy cuenta de aquellos puntos ciegos y se lo hago saber a Sylvia. ¿Quiénes se ven representados en las marchas? ¿Dónde están los beneficios del matrimonio igualitario para las poblaciones más vulneradas dentro del colectivo LGBT? Y luego hace falta discutir el tema del branding, de los patrocinios de empresas supuestamente gay-friendly. Sylvia asiente: “¿Te imaginas una marcha por los normalistas desaparecidos de Ayotzinapa patrocinada por American Express? ¿Y cuáles empresas gay-friendly? Se llaman inclusivas porque contratan gays y lesbianas en puestos administrativos. ¿Y dónde están las personas trans en esas compañías? Yo te voy a decir dónde: en la precarización laboral. Si acaso, están haciendo el aseo con el nombre impuesto en el gafete”.
La lucha trans empieza por la supervivencia, pero acompañada de espacios seguros, de un sistema educativo incluyente, de oportunidades laborales, de una digna atención sanitaria. Estamos hablando fundamentalmente de Derechos Humanos. Mientras tanto, la lucha gay mainstream se ha concentrado en asuntos como el derecho al matrimonio y a la adopción. En la lucha por el reconocimiento del Estado se paga un precio que parece querer anular las diferencias amparándose en los valores tradicionales de siempre, aquellos que creíamos haber cuestionado e incluso superado. No somos tan distintos, oigo decir a tanta gente: Nos hemos graduado, somos gente trabajadora y productiva con las tarjetas de crédito en orden y nos queremos casar “tipo bien”, rentar un salón y hacer una fiesta, inscribir a nuestros hijos al colegio de paga y asar carne los sábados después de ir al estadio. No es que el matrimonio y la adopción sean temas poco importantes, pero la voz de Sylvia nos recuerda que hay cuentas pendientes que no deben olvidarse. Además, los derechos no se solicitan cordialmente ni se someten a juicio o aprobación de la mayoría. Los derechos se exigen, se demandan, se garantizan, y las pocas voces trans que toman la palabra lo hacen con la frente y el volumen muy en alto. Son voces aguafiestas, incómodas.
“A mí me han dicho de todo, hasta homofóbica. Imagínate tú, nada que ver, ahora sí que como dicen los cis-heteros: pero si yo tengo muchos amigos gays (risas). Claro, en un sentido sí soy separatista. Una vez escuché de un reconocido activista la frase: Sylvia, tienes que entender que en la lucha LGBT hay prioridades. Se refería al matrimonio igualitario. Eso es inaceptable. ¿Cómo luchar por el matrimonio si no se tiene el reconocimiento de nuestras identidades? ¿Qué es primero? O dime tú una cosa, ¿acaso los gays admitirían un juicio que patologizara su identidad con tal de poder casarse? Pondrían el grito en el cielo. Nosotras los hemos apoyado históricamente en sus luchas, y lo hemos hecho desde adelante. Esa frase es inaceptable en todos los sentidos”.
Algo más que putas, brujas y peluqueras
Una mayoría aplastante de mujeres trans se dedica al trabajo sexual. Ahí Sylvia ha visto una necesidad urgente de organizarse, que con su liderazgo y la participación de muchas involucradas ha comenzado a dar frutos. Actualmente lidera el Colectivo Trans, una agrupación en Facebook que ella fundó y que organiza y difunde eventos como el pasado Día Internacional de la Acción por la Despatologización Trans, que en Monterrey tuvo lugar afuera del Palacio de Gobierno en un acto que incluyó pasarela y la lectura de un manifiesto contundente. Asimismo, Sylvia ha colaborado en la organización de estrategias de protección para las trabajadoras sexuales (que laboran en su mayoría en la calzada Madero), que incluyen compartir en grupos virtuales el registro de toma de placas, la descripción de los autos, los lugares de encuentro y las horas de inicio y término de la prestación del servicio. Esto en un contexto brutal de transfeminicidios repletos de impunidad en el que las trabajadoras sexuales suelen ser las más vulnerables.
¿Qué hay detrás de estas estadísticas? Por un lado está el bullying, el acoso escolar como factor de deserción en la educación. Esto sumado al hecho de que muchas son expulsadas de sus casas limita las oportunidades laborales y la búsqueda de maneras para ganarse la vida.
“Las mujeres trans somos putas, brujas o peluqueras. Algunas encuentran un espacio en los shows de variedades de la vida nocturna. Las adicciones están a la orden del día. Hay casos muy dramáticos. Conozco de cerca la historia de una chica que tuvo que dejar su hogar a los diez años. ¿Te imaginas? Diez años y literalmente arrojada a las calles, en un mundo violento y hostil con nuestros cuerpos. Siempre he dicho que no hay nada más transgresor que el cuerpo trans. Nuestros cuerpos desnudos son un auténtico desafío a las normas binarias. Salir a la calle es salir con miedo, en un mundo donde las mujeres son objeto y las mujeres trans mucho menos que eso. No hay que quitar el dedo del renglón: El sistema heteropatriarcal capitalista es un sistema asesino”.
Le pregunto qué falta, qué hay por hacer. Me responde que hace falta construir ciudadanías. Conciencia política para las mujeres trans, pero sobre todo, incluir a los hombres trans en la lucha. La lucha está aquí, en Monterrey, en Nuevo León, prosigue. Dejar de ir a la Ciudad de México para regresar con los papeles en regla es una prioridad. Sylvia se ha involucrado junto a distintos colectivos a promover una ley, que ya está en Cabildo, que garantice la inclusión educativa y laboral, la salud, el reconocimiento de la identidad sin patologización en documentos como el acta de nacimiento. El Estado, me dice Sylvia, tiene una deuda histórica que debe reconocer y cubrir, tal y como ha pasado con otros grupos vulnerados y excluidos, como los afrodescendientes. Es necesario promover políticas públicas para la población trans, que incluyan la garantía de la sensibilización para las autoridades. Derechos iguales para todos. Señalar a los opresores que existen dentro de los mismos grupos oprimidos.
Todo esto me responde Sylvia viéndome a los ojos. Hace una pausa sin dejar de mirarme, señal de que no ha cerrado su punto.
“Feminismo. Nos hace falta más feminismo”, concluye.