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Hablar de violencia sexual es cosa de hombres

diciembre 20, 2017Deja un comentarioCastillosBy Miguel Martínez Jiménez

En los últimos meses, “los hombres” (de todo tipo, clase, nivel, profesión, orientación, normativa o disidencia) andamos algo incómodos. Con reacciones que van desde el cinismo, la incredulidad y el desdén, hasta la franca autocrítica, constantemente nos encontramos hablando de acontecimientos que colocan a algún hombre como el protagonista de distintas formas de violencia hacia las mujeres —y hacia otras versiones abyectas de “hombre”—, en una estructura asimétrica de poder en la que históricamente el género masculino se ha salido con la suya. Las mujeres han tomado la tribuna para denunciar un tema añejo, y en la era de lo viral eso ha generado tensiones, discusiones y un sinnúmero de efectos en distintos espacios.  

 

En el mundo de las redes sociales, lo sucedido en Hollywood con figuras como Harvey Weinstein y Kevin Spacey nos enfrenta a realidades cotidianas que conocemos muy bien las personas comunes, aquellas que estamos muy lejos de los reflectores del star system: todos sabemos del acoso sexual en la calle por parte de extraños, del acoso en la escuela, en el trabajo, de parte de los superiores hacia los subordinados en una organización; y todos sabemos que quienes resultan perjudicadas en estas dinámicas son mayoritariamente las mujeres. Pero pongamos las cosas en contexto: desde este lado del Río Bravo, las noticias de acoso y abuso que se han hecho virales se comentan en el país donde las estadísticas hablan de siete mujeres asesinadas con saña diariamente a manos de un hombre.  

 

En un tema donde las definiciones son parte del problema, voy a utilizar una directriz institucional con el único fin de ubicar cómodamente el acoso dentro de un concepto más amplio conocido como violencia sexual. Este concepto abarca conductas y situaciones específicas entre las que se encuentran cuestiones tan diversas como el mismo acoso, la violencia dentro y fuera de la pareja o el abuso sexual en la niñez. La Organización Mundial de la Salud define como violencia sexual “todo acto sexual, la tentativa de consumar un acto sexual, los comentarios o insinuaciones sexuales no deseados, o las acciones para comercializar o utilizar de cualquier otro modo la sexualidad de una persona mediante coacción por otra persona, independientemente de la relación de ésta con la víctima, en cualquier ámbito, incluidos el hogar y el lugar de trabajo”.

 

Incomodidades aparte, y con las prioridades sociales en disputa, una cosa es cierta: la violencia sexual es un asunto inevitablemente asociado a la masculinidad hegemónica, por lo que nos convoca a todos los hombres. Nos urge, pues, hablar del tema.

 

Weinstein y Spacey: Hollywood en la era del Grab them by the pussy. 

La serie de testimonios que comenzaron a publicarse en la segunda mitad de este año en contra del productor Harvey Weinstein cimbraron no sólo a Hollywood sino a toda una sociedad que le ha asignado a su cultura pop una parte fundamental en la construcción de su comunidad imaginada. Las formas actuales del colonialismo cultural y la globalización nos permiten cuestionarnos cómo esta ola de pronunciamientos mediáticos y sus efectos repercuten en estas otras sociedades, particularmente en México, tan lejos de Dios y tan cerca de Los Ángeles, California.

 

Una larga lista de actrices compartieron sus penosas experiencias con el productor en un efecto dominó que ha terminado con la carrera del agresor y que ha puesto en el centro, y con rostros, nombres y apellidos, un asunto que ya formaba parte de la sabiduría popular: en el mundo de la farándula el cuerpo es moneda de cambio y el acoso una práctica cotidiana. Los trapitos al sol relacionados con Weinstein no nada más revelaron el modus operandi de un depredador solitario, sino más bien mostraron una extensa red de complicidades y, sobre todo, una estructura de poder que ha favorecido y ocultado este tipo de conductas por muchísimo tiempo. Aunque las reacciones a estos testimonios mediáticos generaron una ola de solidaridad de la que el hashtag #metoo fue el producto más popular, también es cierto que hubo una reacción generalizada que, en sentido opuesto, descalificó los testimonios a través de frases repetidas como “ellas ya sabían a lo que se atenían”, “¿por qué esperaron tanto tiempo para hablar?”, “bien que lo hicieron para obtener un beneficio en sus carreras”.  

 

Las numerosas revelaciones, que comenzaron a ser publicadas en medios tan prestigiosos como The New York Times, se dan en el contexto de un país gobernado por Donald Trump y su infame frase Grab them by the pussy, sacada de una conversación privada entre, claro está, otro hombre y el magnate antes de que fuera electo presidente. Si estas mujeres que consideramos poderosas y acomodadas (pensemos en Angelina Jolie, Gwyneth Paltrow, Ashley Judd, Salma Hayek) pasaron por estas violencias sexuales ejercidas por parte de un hombre poderoso en su medio laboral, y además sus testimonios fueron expuestos al descrédito y el escrutinio público, ¿qué pueden esperar las otras mujeres en condiciones de mayor vulnerabilidad? Esta pregunta puede ser acompañada por otro ejemplo con sus diferencias interesantes: El caso de Kevin Spacey.

 

El aclamado protagonista de House of Cards fue acusado por el también actor Anthony Rapp de abuso sexual cuando este último tenía catorce años. Las reacciones ante semejante declaración parecieron ser unánimes: nadie cuestionó la veracidad de la palabra de la víctima y la condena pública fue inmediata. Spacey respondió con una atropellada declaración en la que dijo no acordarse del evento, pidió disculpas y aprovechó para salir del clóset. Declararse gay en estas circunstancias lo condenó doblemente, sobre todo por la misma comunidad LGBTQ+ que vio con malos ojos la perjudicial asociación histórica entre pederastia y homosexualidad masculina. Un solo testimonio de un varón fue suficiente para truncar el prestigio y la carrera de un hombre como Spacey —que ahora ya acumula una decena de acusaciones por parte de otros hombres—, sin miramientos: Netflix rompió relaciones con el actor, los premios Emmy anunciaron la revocación de un premio que se le habría entregado el pasado 20 de noviembre, y las escenas donde participaba en su más reciente proyecto cinematográfico fueron eliminadas y grabadas de nueva cuenta con otro actor. La rapidez de los efectos y la desaprobación pública contrastan con lo ocurrido en las carreras y la honra de otros hombres poderosos en la industria del cine, acusados en su momento de abuso sexual a mujeres menores de edad: Woody Allen, Roman Polanski y, recientemente, Dustin Hoffman. Como en todo delito, para exigir justicia en casos de violencia sexual se necesita del testimonio de la víctima, pero parece ser que un factor clave es el sexo de quien la reclama.

 

En Monterrey too 

Aquí, en la capital de Nuevo León, hemos vivido nuestro propio destape. A principios de noviembre, un portal llamado Acoso en la U sacó a la luz una serie de acusaciones anónimas sobre profesores de la localidad señalados por acoso y abuso sexual. En la sección Depredadores, los maestros fueron expuestos con fotos, nombres e institución donde laboran, que incluían al Tec de Monterrey, la UdeM y la UANL. La noticia corrió como pólvora, sobre todo porque entre los señalados se encuentra Felipe Montes, un maestro muy querido y respetado en la ciudad, que además también es un escritor renombrado; la situación, por lo tanto, ha puesto en jaque no sólo a los círculos académicos locales sino al gremio literario y cultural. A través de un comunicado, el Tecnológico oficializó la destitución del profesor de acuerdo a su protocolo y en función de lo sucedido. Las otras universidades han guardado silencio, hasta ahora. Al poco tiempo de darse a conocer, el sitio en cuestión fue tumbado, renovado y actualmente la información relevante aparece en la sección Testimonios sin nombres ni fotografías, con el fin de proteger la identidad de quienes señalan y de quienes son señalados en las situaciones que se narran con detalle. Estos acontecimientos recientes nos están obligando a discutir las definiciones y diferencias entre acoso, abuso de poder en relaciones asimétricas, violencia sexual y el propio alcance de las redes sociales como tribuna libre.

 
El asunto nos ha mantenido en tensión e incomodidad por su complejidad y por cruzarse con otros temas de diferentes dimensiones. Por un lado, el derecho de las víctimas a mantenerse en el anonimato; por otro, el derecho de todo acusado a defenderse de señalamientos tan graves. Por un lado, la presunción de inocencia, la institucionalidad y la legalidad; por otro, un sistema de justicia sin la más mínima credibilidad y el potencial de las redes sociales. Por un lado, la empatía hacia las víctimas, y por otro, el análisis crítico, la mesura. Por un lado, la ética, y por otro, los afectos. Más allá del caso en cuestión, hay preguntas que recojo por aquí y por allá, incómodas de por sí: ¿Se ha acabado la seducción? ¿Ahora todo es acoso? ¿Las mujeres son inocentes víctimas y los hombres somos monstruos? ¿Cacería de brujas? ¿La corrección política ha colonizado el sinuoso territorio del deseo? Muchos hombres se atreven a compartir estas preguntas en privado, las cuales son preocupantes y, sin duda, relevantes para un análisis serio. Sin embargo, son preguntas que requieren un análisis colectivo profundo en lo público, el cual no debe borrar con el registro anecdótico la realidad de una estructura en la que nuestro papel es cuestionado y en el que debemos estar a la altura para responder.

 

Individualizar los casos, tomarlos como un asunto personalizado, es normal en situaciones como ésta, pero difumina el pensamiento crítico. Uno de los costados —paralizantes, dolorosos— que salen a la luz en este tipo de circunstancias se relaciona con las limitaciones de la dicotomía víctima/victimario del lenguaje jurídico y el juicio moral. Aquí apelo al trabajo de la antropóloga argentina Rita Laura Segato y sus investigaciones con violadores y feminicidas. Cuando hablamos de hombres que ejercen estas violencias no estamos hablando necesariamente de monstruos ni de depravados sexuales. Estamos ante los efectos de la estructura patriarcal, del mandato de la masculinidad hegemónica que obliga a los hombres a demostrarle a otros (reales o imaginados) que lo son, de un estado de guerra contra lo femenino y, sobre todo, de crímenes de poder. La cárcel y el linchamiento mediático no van a solucionar un problema tan profundo; necesitamos desentrañar la estructura violenta y combatirla desde múltiples frentes, sin censura ni fútiles correcciones políticas.

 

La aparición de Acoso en la U llega sólo meses después de otro caso relevante en redes pero mucho menos mediático. A mediados de año, un grupo de maestras y maestros notamos la existencia de una página en Facebook con un título tan descriptivo como concreto: Culos UANL. En dicho espacio se compartían fotos de traseros de chicas supuestamente inscritas en las distintas preparatorias y facultades de la Universidad. La identidad de las estudiantes se protegía difuminando el rostro o bien cortando la fotografía en cuestión para resaltar el atributo que le daba nombre a ese espacio virtual. Aunque el administrador se jactaba de que muchas fotografías eran enviadas por las mismas chicas, y entre los comentarios muchas mujeres celebraban las imágenes como algo gracioso, lo cierto es que podemos detenernos y reflexionar sobre el destinatario imaginario de esa colección de fotos subidas con o sin consentimiento: una mirada masculina fija, completamente deshumanizante, en la que se precisa un borramiento del sujeto para poder evaluar y disfrutar visualmente de un pedazo de carne, un objeto sin rostro y sin nombre.  Proceso, por lo demás, sumamente normalizado en nuestra cultura, y para muestra podemos mencionar sólo un ejemplo: la representación de las mujeres en los medios de comunicación de nuestra comunidad.    

 

Siguiendo otra vez a Segato, esta mirada masculina forma parte de la dimensión simbólica de la violación, acto siempre ligado a una estructura que trasciende y atraviesa los límites de un marco psicopatológico individual o del orden médico-legal. Por eso, para combatir dicha estructura no podemos conformarnos con la justicia penal, con la condena social, y mucho menos con la censura. Dar de baja la página Culos UANL de Facebook, como de hecho sucedió tras una serie de reportes que hicimos entre varias personas, no es ni de cerca una victoria digna de celebrarse. Se necesita abrir la discusión —por ejemplo, en nuestras clases—, seguir hallando foros y espacios para darle un lugar a la palabra, para hablar abiertamente de estos temas.

 

Los placeres del cuarto oscuro

La sexualidad de los hombres con pene está asociada irremediablemente con un componente agresivo: el papel de la testosterona y el de la penetración parecen confirmar las interpretaciones desde un determinismo biológico. Sin embargo, cuando hablamos de sexualidad humana no podemos reducir nuestra perspectiva a ese plano; no hay nada en el hombre (y aquí uso esta palabra como genérico universal a propósito) que no esté revestido de cultura. Tenemos que poner sobre la mesa nuestro gusto por la dominación, por el sometimiento y la transgresión como componente falocéntrico del deseo masculino, y discutirlo dentro del marco de las construcciones que hemos hecho como animales simbólicos y que hemos edificado sobre la represión de nuestros impulsos más elementales. No es el deseo el que hay que perseguir, vigilar y castigar (idea por lo demás absurda), sino nuestras convenciones y acuerdos más básicos, nuestros vínculos y responsabilidades con los otros, pero también con el sistema que nos configura como sujetos.

 

¿Qué mejor escenario para discutir sobre la sexualidad masculina que el entorno erótico entre hombres?   

 

Ciudad de México. Estoy con un amigo muy querido en el célebre Tom’s Leather Bar, lugar exclusivo para hombres sobre la avenida Insurgentes en la Condesa. Pagamos el cover de 200 pesos que incluye dos cheves y el pase automático a un mundo donde la testosterona es la anfitriona indiscutible. En un espacio reducido vemos a tres strippers varones completamente desnudos agitando sus penes en el aire al ritmo de la música. En unas pantallas al fondo vemos la proyección de una película porno gay. Los parroquianos somos hombres de distintas edades, orígenes, fenotipos, vestimentas, expresiones y demás. Es una ensalada apretujada de hombres que se miran de reojo, de frente, o que se ignoran deliberadamente. Hombres que hemos llegado en grupos, en parejas, solos, a ver y compartir sitio con otros hombres en un espacio exclusivo y, por lo tanto, excluyente. El ambiente pone las condiciones precisas, los que hemos llegado hasta ahí lo sabemos. Los límites se difuminan y eso nos gusta, para eso pagamos.

 

El lugar es célebre por su cuarto oscuro. Muchos bares y lugares de encuentro entre hombres gays en el mundo cuentan con uno, con ligeras variaciones pero con una idea central: Compartir un espacio entre penumbras con licencia para el libre placer de la carne. La oscuridad es el pretexto para los avances sexuales expeditos, inmediatos y sin trámite. El consentimiento opera aun sin el filtro de la palabra: una mano busca, la otra rechaza. Una boca muerde el anzuelo, la otra se escabulle. Atravesar ese espacio es exponerse a tocamientos muy específicos: en la entrepierna, en las nalgas, en el torso, sin quejas ni protestas: aquí a eso se viene. Manos anónimas buscan botones que se dejen persuadir, bocas sin miradas se intercambian. Quien está de acuerdo accede a todo el menú: felaciones, penetraciones con o sin preservativo. Un ambiente de olores particulares, gemidos, sonidos de prendas de vestir que se rinden, agudizan el resto de los sentidos mientras la vista descansa. Y los hombres sin rostro que estamos ahí parecemos hipnotizados bajo el poder de una fantasía compartida: el sexo como algo al alcance de la mano, sin el peso de la mirada (si te vi ni me acuerdo, porque literalmente no te vi), sin el trámite previo.

 

Algunas preguntas me parecen pertinentes: ¿Por qué existen estos espacios? ¿Qué entramados de lo reprimido —a nivel sociocultural y a nivel inconsciente— están detrás de este regodeo colectivo? ¿Por qué no se replican con éxito en otros espacios y con otras poblaciones, por ejemplo, entre mujeres?

 

Por cuestión de espacio no pretendo responder estas cuestiones ahora, pero vamos, compartirlas y exponerlas me parece primordial. 

 

No hay acoso sin poder. ¿Los hombres lo tenemos? 

Preocuparse por el fin de la seducción tal como la conocemos es una trampa. La dinámica erótica entre dos sujetos que participan voluntariamente en el juego/fuego del deseo no es el tema.

 

Fue en la Marcha del Orgullo LGBT, también en la Ciudad de México, el pasado mes de junio. Estoy rodeado de amigas y amigos en Paseo de la Reforma, contemplando los carros alegóricos y celebrando a los distintos contingentes. Hay un ambiente de festejo, y un mar de gente que circula entre nosotros de una dirección a otra. Un tipo se acerca sonriendo amistosamente con dos acompañantes y yo respondo en el mismo tono, con el entusiasmo que, tal parece, todos compartimos. En cuestión de segundos, siento su mano en mi entrepierna, acomodándose. Me ve a los ojos y sin dejar de sonreír me dice: “No te conozco, pero hola, mucho gusto”, mientras sujeta firmemente mi bragadura, como simulando un apretón de manos. Sus acompañantes ríen. Sigue su camino a carcajada suelta, apresura el paso, se pierde en la multitud. Una ola de rabia me corre por la sangre antes de que pueda interpretarla. Mi puño se cierra. Se desata una reacción fisiológica de defensa, de agresión, por segundos. Me calmo, respiro. No es para tanto, intento decirme, y el hecho termina por hacerme gracia. No sé si ofenderme me haría menos hombre, menos gay, menos algo, así que decido seguir disfrutando del evento.

 

¿El tipo quiso seducirme? Ni siquiera volteó a ver cuál fue mi reacción, no era eso lo que le interesaba. El chiste se había consumado exitosamente, a juzgar por sus carcajadas. ¿Por qué lo hizo? Porque pudo. ¿Quién fue el verdadero destinatario? Sus acompañantes. El poder a veces se explica de esa manera tan simple. Las mujeres experimentan este tipo de ejercicio de poder en la vía pública de múltiples maneras. Por eso, tal como señala Rita Segato, cuando hablamos de violencia sexual no estamos hablando de erotismo, sino de poder. Un ejemplo cotidiano lo constituye el acoso verbal callejero: aquello que en nuestra lengua es aún difícil de acotar y definir. Confundido con palabras como piropo, la expresión de un comentario no solicitado y, además, evaluador respecto del cuerpo del otro con connotaciones o intenciones sexuales explícitas en la vía pública es un claro ejercicio de poder. Los hombres históricamente hemos dominado los espacios públicos mientras las mujeres han sido relegadas a la esfera de lo doméstico. Desde ahí podemos comprender que gritarle “mamacita” (independientemente de la connotación edípica) a una mujer que pasa por la calle haciendo un juicio sobre su corporalidad se parece más al insulto que al halago: la posición del hombre que arroja esa palabra, o ese sonido, es la misma de aquel que le grita “puto” a los hombres que no encajan, el lugar de dominio del espacio, de la situación y del otro. Es una represalia.

 

No estoy diciendo que no existan mujeres que sean capaces de hacer lo mismo. Estoy diciendo que estamos ante una estructura simbólica que favorece el que los hombres lo hagan con mayor frecuencia sabiendo que pueden salirse con la suya.  El sistema patriarcal en el que nos configuramos como sujetos da a los hombres el poder de primera mano. Las mujeres son sistemáticamente vulnerables a la violencia sexual en la casa, en la calle, en la escuela, en el trabajo. También los hombres somos vulnerables para el abuso y el acoso ejercido principalmente por otros hombres: en la escuela, en la calle, en el trabajo, en la iglesia, en las guerras, en la cárcel. Lo vuelvo a decir, no estoy diciendo que no existan mujeres que utilicen sus posiciones de poder para ejercer cualquier tipo de violencia sexual hacia los hombres. Sí existen, pero el sistema no les brinda el mismo trato. Por eso es un tema que los hombres tenemos que enfrentar.
Los varones víctimas de violencia sexual o bien son respetados por su valor y dignidad como víctimas, o bien son ridiculizados por la masculinidad hegemónica como poco-hombres, no-hombres o no-suficientemente-hombres y, por lo tanto, merecedores del maltrato. Una cosa es notable para el análisis: mientras el testimonio de un varón no es puesto en duda, las mujeres al final de cuentas, como abusadas o como abusadoras, terminan siendo juzgadas como putas en aquello que se conoce como la revictimización. Para muestra otro lindo botón regiomontano: El caso de “la maestra que obligaba a sus alumnos de secundaria a tener sexo con ella“. Ante tal situación y la presentación de pruebas entre las que se encuentran un video sexual que circuló en redes, la imputada ya enfrenta un proceso legal. Una imagen extraída del video circuló por muchísimos periódicos impresos y digitales. La opinión pública osciló entre la condena, la celebración y la burla. En las reacciones hubo básicamente dos equipos: Que la refundan en la cárcel versus Todos queremos una maestra como ella. ¿Y los estudiantes varones que denunciaron? Para muchos, héroes anónimos. Aquí el dualismo víctima/victimario parece que no alcanza.

 

Vuelvo al punto, para cerrar: No estamos hablando de seducción, estamos hablando de poder. La violencia sexual es un asunto de hombres, ya que como también menciona Segato, somos las primeras víctimas del mandato de masculinidad y de la estructura simbólica de la que surge. Tenemos que hablar del tema, aunque nos incomode.  

 

*Imágenes: pixabay.com

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Sobre el autor

Miguel Martínez Jiménez

Licenciado en Psicología por la UANL y Doctor en Estudios Humanísticos por el ITESM. Profesor e investigador en el área de las humanidades médicas, interesado en los estudios críticos de la sexualidad y el género. En 2010 obtuvo el Premio Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés. Prefiere andar a pie, el café sin nada y el arroz sin popote, por favor.

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