De un tiempo acá los analistas del presente han optado por historiar
ya no hechos sino emociones.
Ignacio Padilla, El legado de los monstruos.
Recientemente fue presentada en la Cineteca Nuevo León la copia restaurada (colección Criterion) de la película Canoa (1976) dirigida por Felipe Cazals, con la presencia del director y la crítica de cine Fernanda Solórzano. Importante filme dentro de la historia de la cinematografía mexicana de la segunda mitad del siglo pasado.
Canoa recrea un hecho espeluznante de la historia reciente de nuestro país: En el convulso año de 1968, en plena psicosis anticomunista desatada desde los más altos poderes públicos y privados, un grupo de trabajadores de la Universidad Autónoma de Puebla organiza una excursión de fin de semana para escalar el volcán La Malinche. Sorprendidos por un fuerte chubasco tienen que quedarse en el poblado de San Miguel Canoa, lo que despierta el pánico de los pobladores azuzados semanas antes por el sacerdote del pueblo, quien les ha advertido de la inminente llegada de los comunistas para matarlo, destruir la religión e implantar el ateísmo. Con la venia silenciosa del clérigo, el pueblo se acciona en una sangrienta persecución que termina en el linchamiento de los visitantes.
Es una película compleja, tiene aristas suficientes para analizarla desde diferentes perspectivas, aunque la primera y más clara es la política, pues en el momento de su realización la herida del movimiento del 68 era reciente y aún hoy sigue siendo un referente del Estado represor. Con el tiempo esta obra ha ido hablándole a otros públicos, a otras generaciones que encuentran en el discurso algo que los conecta con su presente, hecho que revela una obra artística lograda.
Llamaron especialmente mi atención algunos comentarios que Fernanda Solórzano lanzó a la discusión al ubicar el filme como cine de horror, ya que éste cumple con varias de las características que conforman el género. El realizador concordó con esa lectura al referirse a la conceptualización de la puesta cinematográfica de un hecho tan perturbador al grado de no parecer real. La película presenta la situación en bruto, con predominancia de planos grupales, medios y abiertos, más que hilvanar detalles pues es lo que se percibe en el todo, en la atmósfera, en lo intangible, es donde el horror acecha. Es el punto donde se intersecan la percepción personal de lo que ocurre y lo que realmente sucede.
Hasta ahora yo no le había dado una lectura genérica similar al cine producido en nuestro país que aborda los fenómenos de la violencia de los últimos años, especialmente en la producción documental o de “realidad ficcionada”, llamémosle así. Parecía fuera de alguna categoría por estar íntimamente ligado a la vivencia como país, ya sea directa en el caso de las decenas de miles de víctimas, ya sea indirecta al estar inmersos en esa narrativa mediática y social. Ha sido entendible olvidar que todo proceso de codificación narrativa tiene sus estructuras, desde ahí habría que tomar cierta distancia entonces: una sana distancia que nos permita la autocrítica y nos mantenga el compromiso.
En este momento de nuestra cinematografía el tema de la violencia es recurrente. No podría ser de otro modo dada la terrible realidad por la que atravesamos. Hay un intenso debate sobre lo pertinente o lo excesivo de reiterar el tema. El intento de industria que tenemos plantea la necesidad de tomar distancia sobre estas cuestiones para generar espacios de esparcimiento y olvido momentáneos a través de otras temáticas, otros tonos narrativos. Por otra parte están quienes sostienen que la pantalla debe ser un espacio de documentación, reflexión y visibilización.
En mi caso me inclino decididamente por lo segundo, sin negar la necesidad de esos otros espacios que presenten la compleja diversidad de un país que existe entre varias realidades simultáneas.
Pero retomando el horror como forma narrativa en un país que vive el horror como vivencia cotidiana, lleva a reflexión si el cine que se plantea como testimonio está siendo engullido por la excesiva realidad que retrata al grado de terminar siendo digerido como un género de ficción. Es decir, como una obra construida intencionalmente que tiene consecuencias en el espectador únicamente durante los minutos de su exhibición, y queda cercada por el esquema narrativo del lenguaje y de la exhibición. Más aún al considerar una audiencia que ha desarrollado la capacidad de habituarse al horror mismo.
La narrativa fundamentada en el horror cumple una función determinante para la audiencia: le ayuda a delimitar el miedo, que es una de las pulsiones humanas primigenias, a conformarlo, a cercarlo ya sea en las páginas de un libro, ya sea en la superficie de una pantalla. Está frente al horror pero no en él.
Pongo el caso del reciente filme La libertad del diablo (Everardo González, 2017) que a través de entrevistas a víctimas y victimarios va tejiendo un denso panorama de ese México bárbaro, sin presentar una sola situación de violencia explícita. Todo es violencia suspendida y omnipresente, más perturbadora aún. Es un documental hecho a través de una intencional puesta en escena de las cosas, los personajes reales con el rostro oculto tras una máscara de tipo terapéutico (utilizadas en personas que han sufrido quemaduras en la piel) para dar un anonimato que representa al resto en su misma situación. Inquietante ver esos seres borrados, genéricos, figuras antropomorfas sin identidad ni expresión hasta que escuchamos su voz y vemos sus ojos.
Una de las películas más logradas del panorama cinematográfico mexicano reciente impacta poderosamente a las audiencias europeas donde se ha presentado, pero pareciera generar un efecto menos potente en nuestro país. Lo que afuera se percibe como una construcción del horror testimonial aquí pareciera perder su efectividad denunciante, y queda más la forma que el fondo como factor relevante: las máscaras, la imagen, el montaje, etc.
¿Será que estamos llegando a un punto de la barbarie que ni siquiera es bárbara ya? Transformamos en arte lo espeluznante por la ausencia de la capacidad de asombro. Es el incontenible horror de las cifras, los hechos y las víctimas que nos sobrepasa a tal grado que imposibilita expresarlo en algo que pensábamos tan poderoso, como el lenguaje cinematográfico, y que en realidad se queda corto.
Por eso apelamos a representar las emociones más que los hechos. Quienes nos hemos involucrado en alguna de las variantes de la violencia del crimen y del Estado militarizado como tema para la realización cinematográfica, descubrimos nuestra insignificancia al momento en que se revela ese inmenso océano que ingenuamente pensábamos registrar. No nos queda entonces más que la visión personal de las cosas, cómo uno mira el horror, lo procesa, lo siente, lo reconoce y lo expresa.
La representación de la realidad se vuelve entonces una obra artística y personal, cine a fin de cuentas, porque la aportación, en todo caso, está en la mirada más que en el hecho retratado. Especialmente en un país que día a día se supera en formas de barbarie. El cine de horror es nuestro cinéma verité.
El escritor Ignacio Padilla, en su libro El legado de los monstruos, plantea que por primera vez una generación bautiza a su siglo cuando este apenas comienza. El nuestro, dice con triste apresuramiento, es el Siglo del Terror. No porque el anterior haya carecido de espanto, sino porque éste concentra en poco tiempo mucho de aquél. Yo añadiría el que nosotros, sus habitantes, tenemos una perturbadora capacidad para habituarnos al horror.