El cepillo enchinaba la viruta que arrancaba de la madera. El peso de la mano en la herramienta sobre la tabla. En la pupila el reflejo del brazo en continuo movimiento adelante, atrás. Yo soy del pueblo de San Claudio, cada 6 de junio festejamos con bebida, comida y, por supuesto, ingeniosas invenciones. Mi padre me enseñó todo lo que sé del oficio. Ensamblaba dos tiras a las que les había untado cola para pegarlas. No hay nada como unir la madera con la pasta; primero se rompe el juguete antes de que se suelten las partes. Sus labios antiguos dejaban salir las palabras y algunos murmurios.
El martillo caía con precisión en los clavos. El cuerpo se ceñía a cada golpe. El sonido seco compactaba a ritmo de reloj. Hay que hervir grasa animal, huesos y cartílagos para obtener la pegadura. Revolver para que no se pegue. Tienen que contarse siete vueltas para un lado y luego siete para el otro hasta completar cuarentainueve. Se deja descansar y otra vez inicia la cuenta. Una bolita de barro y un alambre hacían contrapeso para el balanceo del jinete arriba del caballo, un péndulo sempiterno llevaba a galopar en las llanuras de la imaginación. Surcos de arena se formaban en su frente mientras se concentraba en el trabajo.
Este es uno de mis favoritos. Cogió una creación en que había un muñeco colgado de un árbol. Sólo hay que girar la caja unas cuantas veces y listo. Siempre se requiere una acción, una decisión para verlo funcionando. Dejaba el artefacto sobre la mesa y el monito empezaba a columpiarse sin cesar. Ese acto mínimo desencadenaba horas y días en loca espiral.
Desde la calle, en el taller del artesano no se percibía actividad alguna, como si se tratara de un cuarto repleto de herramientas y materiales pero sin ningún tipo de vida. Cuando alguien abría la puerta podía ver la maravilla de juguetes y autómatas brincando, algunos bailaban, otros corrían, unos más peleaban y junto a la mesa, el artesano, siempre con alguna figuración nueva. Sus manos de granito ejecutaban movimientos que enseña el despliegue de los siglos.
Todos lo recordaban anciano. Más de cien, decían algunos. Tiene todos los años, aseguraba algún chistoso. En este pueblo vivía una bruja, comenzaba a contar el viejo, que tenía pacto con el diablo, cuando la estaban velando cuatro figuras de negro llegaron y al retirarse, el cuerpo de doña Natalia ya no estaba. Días después la encontraron en el pozo mientras uno quería sacar agua. Eran los tiempos de la Inquisición. Siempre contaba esas historias, como si las hubiera vivido en carne propia.
Cuando era niño me gustaba hacer trenecitos a los que les ponía un mechero con aceite y les prendía una linterna. Cada vez que venía algún cliente de papá se llevaba el tren en turno porque gustaban mucho. Yo me divertía con esos juguetes, aquellos con los que podía platicar. Permanecían mudos hasta que les preguntaba algo y contestaban con un sí o con un no. Luego había otros que hablaban más, incluso contaban historias, como este de acá. El maestro cogió la figura de una mujer que barría y narraba cómo había un personaje que se transformaba en coyote y se robaba las gallinas, decían que era un brujo y que cuando murió ni siquiera la tierra del panteón lo quería, que lo echaba para afuera del agujero. Había otro de un coche de caballos que contaba cómo se subía un pasajero que pedía que lo llevaran a visitar las siete iglesias del pueblo y en la última desaparecía. Un personaje de sombrero, pistola y guitarra cantaba «Si Adelita se fuera con otro / la seguiría por tierra y por mar».
Algunos de estos juguetes requieren que se les dé cuerda. Luz azul. De esa forma pueden funcionar. Ojo rojo. Su movimiento es prolongado. Aroma a mora. Incluso pareciera que están vivos. La ruta natural. Los ven por las ventanas. Ese bello sol le bese. De cera pareced. Entra una corriente de aire que mece los cabellos blancos.
Mi padre decía que sufrí un accidente cuando era niño y casi pierdo la vida. Yo no recuerdo mucho. A veces tengo pesadillas en las que un hombre de nariz larga y monóculo dorado quiere sacarme los ojos con unas garras de metal. Alguien lo llamaba Coppelius. El viejo me enseñó todo lo que sé sobre autómatas y juguetes.
Le pregunto por su padre. Él señala al hombre de esta foto: un personaje de bigote recortado, finamente, lleva anteojos redondos, un par de tirantes le sostienen los pantalones oscuros, porta camisa de rayas arremangada hasta el codo. Muestra una sonrisa franca. Detrás está el artista anciano, recostado en la mesa, parece de la misma edad que ahora. La imagen es de un periódico fijado con tachuelas sobre un corcho, la fecha: 1899. Cogí el pomo de la puerta, la fría hesitación paralizó mi mano. Ya no supe si entré o salí.
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