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Canción de la abuela
Mi abuela canta en el balcón,
su voz no me conmueve
es rancia y está vencida por el viento.
Todos deben escucharla,
dice que está loca y que tiene derecho a cantar.
Su canción es parecida a un salmo
y por eso la desprecio;
le grita desde el balcón al panadero:
-¡arroja el pan a los gusanos!-.
Está loca,
dice que un dios alucinado
olvidó, entre tanto, dar a su palabra
la veracidad del fuego que quema lo que toca.
Los caminantes y yo misma
descreídos la miramos,
su voz lo ocupa todo
incluso hace arder el pan que tiembla
entre el barro, vivo, renovado
al acervo de las fieras.
Centro de la casa
Finalmente descubrimos que corremos en pos de sombras tan efímeras como inconsistentes
y no podemos encontrar nada que sepa satisfacer a la nostalgia…
Arthur Schopenhauer.
La casa queda en la frontera.
El salitre sustituye la materia
que los ojos en otro tiempo
llamaron luz.
Sobre la piedra hundida
el salitre, por el peso de la hierba
se coagula.
Hemos olvidado todo.
Quisimos echar el río atrás,
devolverle a los huesos su peso,
recobrar el aire que los suspendió un momento
y los batió ahogados entre la carne.
Pero la casa en la frontera
fue devorada por la hierba
y las fieras la habitaron.
Las vimos acomodarse,
abrir sus fauces,
tajar lo que quedaba.
Nos sucedieron y olvidamos.
La médula rebanada
bien adentro,
siempre fue el centro de la casa.
Cuerpo adentro
El agua mece la casa.
La oscuridad
tren silencioso,
cruza y tantea los huesos.
Los habitantes observan desde los rincones
acostumbrados ya,
al vértigo que les produce
ser la estación de lo que fluye.
Las paredes son de piedra
también los objetos más elementales:
las sillas
la mesa
las camas
los cuchillos afilados por si vuelven las fieras,
también las lámparas que cuelgan de los techos,
manos abiertas,
se encienden cuando la luz las nombra.
Todo lo demás es de carne.
El agua llena todas las habitaciones,
se abre paso a través del cuerpo
y nadie teme,
han aprendido que cuando roce sus cuellos
flotarán
y chocarán los muslos, las cabezas, los pies inertes
(pequeños pájaros que convulsionan en un pozo)
y siempre habrá carne que se afila
contra el borde de las piedras.
El agua mece la casa hasta el amanecer;
luego vuelven las tareas cotidianas:
despertar a los ahogados
servir en los platos minúsculas algas
limpiar con las escobas la oscuridad de los rincones
desprender de los ojos la humedad
las visiones:
carne sobre carne el aliento humano
carne lamida,
despeñada.
La belleza
De lo bello nos conmueve
su feroz manera de palpar
la herida que es el hombre.
Esa es la belleza;
a la intemperie aceptar de ojos abiertos
la vastedad de lo que llega.
Voluntad ciega que nos eleva fuera de los signos,
que nos iguala al parto de las cosas
llamadas a durar apenas el instante
en que se duelen pero cantan.
Una raíz torcida
Hemos escrito una enorme casa,
su imagen generosa
de altos principios
y descascarada piedra.
Construida sobre el polvo
su quietud es reflejo que contiene
lo que afuera deseamos:
una raíz torcida
para colgar al viento
el cuerpo cansado.
Meditación
Aquí fumando,
mal hábito deseado,
el letargo es contingencia.
Estirar la mano entre el humo y el cenicero,
amputar la ceniza y de la incisión
extirpar el signo.
Los malos hábitos
se aprenden a escondidas,
mirar bajo el vestido de una monja,
en el vino encontrar la salvación
y ante el gesto generoso de los hombres
confirmar la inexistencia de Dios.
Pertenece al artificio,
a la civilización,
el escándalo.
Por acá, solo el humo que fluye,
la pena del fósforo que no atina
al cuajo.
Cuánta carne sobre la tierra.
Cuántos coágulos.
*Imagen de portada: Isabella Cantillo.