
Foto: Internet Archive Book Images.
El reciente fallecimiento de Nicanor Parra (1914-2018) no cierra sino hace ver, con mayor fuerza, la amplitud del ciclo rupturista, inmensa dilatación que ha dejado muy atrás su condición explosiva y su índole de subversión. El compás cronológico de su vida nos puede servir de marco para ilustrar el punto que me interesa tratar aquí. Un par de años después del nacimiento de Parra, Vicente Huidobro publicaba su célebre sentencia poética: “Por qué cantáis la rosa, ¡oh, poetas! / Hacedla florecer en el poema”. La revuelta literaria había comenzado en América Latina. Cuando aparece Poemas y antipoemas en 1954 el golpe mortal a la poesía postromántica estaba dado. “Parra escribe de ataúdes, de ataúdes y de ataúdes”, le comenta Roberto Bolaño a Cristián Warnken en una de sus míticas entrevistas. La estela de esta estridencia nos sigue alumbrando, pero sus tonos son otros y las connotaciones se han transformado por completo (el desmantelamiento de esa “institución” llamada literatura hace innecesario el exceso de insolencia).
Imposible no pensar, al revisar ese compás de tiempo, en el impacto que causó la lectura, en 1897, de Una tirada de dados nunca abolirá el azar de Mallarmé, o el estruendo de los himnos de Marinetti, y la reducción a la nada de los escritos de Tzara. El tiempo, sin embargo, todo lo modera. Y la fuerza de la repetición no anuncia sino el paulatino desgaste de las fórmulas. El efecto del estruendo es, por necesidad, efímero.
He preferido hablar de desgaste en lugar de recurrir a la palabra en boga “obsolescencia”, que remite más al diseño programático de la tecnología. La obsolescencia planificada se inserta en nuestros dispositivos electrónicos para acortar su vida de uso y prolongar al infinito la sustitución de aparatos. El desgaste, por el contrario, nos muestra el contacto directo de las palabras y los objetos con el transcurso del tiempo, y nos permite seguir su rastro significativo: lo que mentaban en el pasado y lo que remiten ahora. El desgaste de conceptos como posmodernidad —usado por vez primera en 1870 por el artista británico John Watkins Chapman—, nos habla no de una crisis, sino de un ensimismamiento: letargo creativo y rutina reflexiva. ¿No será el abuso del prefijo post un síntoma de la incapacidad para significar y reflexionar sobre el presente?
Parra bajó a los poetas del Olimpo, como proclamaba en su famoso “Manifiesto”, pero los dejó, a la postre, varados en el interregno de lo cotidiano. Cuando no hay autoridad visible resulta imposible —tal vez hasta inútil— rebelarse (¡qué mejor estrategia que esa!). El neoliberalismo apropió la rebeldía vanguardista como impulso de consumo: la diferencia y la revuelta son taquilleras, por decir lo menos. Vender no sólo el producto, sino la sensación de insumisión con el que supuestamente fue creado (¡otra gran estratagema!). Canta el antipoeta: “Para nuestros mayores / la poesía fue un objeto de lujo / pero para nosotros / es un artículo de primera necesidad: /no podemos vivir sin poesía.” Los poetas bajaron del Olimpo, pero nunca encontraron un sitio en el mundo posindustrial y digital.
No hay tal cosa como la tradición de la ruptura, al menos no por ahora. Existe, en cambio, la pluralidad de rupturas, y, por ende, la imposibilidad de las tradiciones. Tal vez la gran revuelta sería en la actualidad la configuración de una tradición. Chesterton lo intuyó hace un siglo cuando postuló a la ortodoxia como una genuina forma de insubordinación en los ordenadamente desordenados años de la modernidad y las vanguardias.
Los campos culturales y literarios se han convertido, en la posmodernidad, en terrenos de representaciones mediáticas. Simulacros interminables, repletos de actos preformados y calculados con meticulosidad. Importa más aparecer —visibilizarse— que ser. Encabezar listas, estar traducido, ser citado. La mediación, sin embargo, sólo muestra lo inmediato. Como todo simulacro, este fenómeno no resiste un acercamiento crítico: se desmorona en el aire.
Al vanguardismo poético se le añadió la exploración sonora, el despliegue visual y tecnológico, el registro antirreferencial, la dimensión escatológica, el uso y abuso de lo paródico, la cultura del ensamble. Enriquecimiento formal, pero insuficiente para provocar una revuelta.
Lo indecible se ha convertido tanto en el punto de partida como de llegada. Y el gesto vanguardista es ahora moneda corriente. El resultado es la perpetua insatisfacción de los lectores. No propongo, por supuesto, el retorno de los poetas al Olimpo, sino la confrontación de la escritura literaria con el presente sin el abuso de teorías y formalismos. Tal vez ha llegado el momento de parafrasear al vate nicaragüense y proclamar a los cuatro vientos: “De las vanguardias, ¡líbranos, Señor!”
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